sábado, 15 de noviembre de 2008

Lecciones de sarcasmo

Ni el escepticismo, ni el pesimismo, ni la indiferencia, ni el caos, ni la frustración. Lo que define el sentir de nuestro tiempo es el sarcasmo. La política y el arte se mezclan en dos ejemplos recientes que, creo, resultarán bastante ilustrativos a este respecto. No pienso detenerme en el primero de ellos, pues es conocido por todos y me limitaré a enunciarlo. Me refiero al caso de la famosa cúpula que Barceló ha “pintado” en el Palacio de las Naciones Unidas de Ginebra, cuyo coste total -en plena recesión económica- se ha elevado a la módica cantidad de 20 millones de euros, de los que el gobierno español aporta el 40 por ciento (unos mil trescientos millones de las antiguas pesetas), incluyendo una partida de 500.000 euros pertenecientes a Fondos de Ayuda al Desarrollo, que no servirán, por tanto, para construir pozos ni escuelas ni casas debido a la “contribución de esta obra de arte -cuya calidad no discuto- a la promoción de los derechos humanos y el multilateralismo”. Tela.

El segundo caso me ocupará algo más por cuanto el sarcasmo, en el sentido de “burla sangrienta” que recoge el diccionario, se torna literal. Tiene lugar en Jerusalén, y aquí el artista invitado es el arquitecto Frank Gehry, quien ha sido contratado para construir el museo más caro del mundo (primera ofensa, en una de las ciudades más pobres de Israel), pero aquí viene lo mejor, un museo dedicado a la “tolerancia y la coexistencia”.

En Jerusalén. Esa ciudad en la que las diferentes corrientes del cristianismo se lían a golpes para custodiar el lugar donde se supone que fue sepultado Jesús; allí donde, como dijo el escritor israelí Amos Oz, “nadie escucha jamás”.

Los promotores de la iniciativa afirman que el nuevo centro “tendrá por objeto las tradiciones judías y las relaciones de Israel con los países árabes” (unas relaciones exquisitas, como todo el mundo sabe), y como ejemplo de buena voluntad han decidido -pese a las protestas de algunos gentiles que todavía insisten en vivir en la tierra de Abraham- elevar el edificio sobre el cementerio musulmán más antiguo de la ciudad santa. Todo un detalle.

La tolerante judaización de la zona oeste de Jerusalén es un hecho imparable. Así, los 30.000 metros cuadrados sobre los que se levantará el Museo de la Tolerancia servirán para borrar un nuevo vestigio del pasado árabe de la ciudad. Como relata Juan Miguel Muñoz en un artículo publicado en El País, ya las bellas casas del periodo otomano se encuentran encajonadas por altos edificios, y las murallas de la ciudad vieja, construida en tiempos del sultán Suleimán el Magnífico, y que algunos hemos llegado a “ver” gracias a las descripciones que Lapierre y Collins nos dejaron en su célebre Oh, Jerusalén, resultan casi inapreciables desde muchos puntos.

Es un ejemplo más de cómo el pueblo perseguido por antonomasia, se ha convertido a su vez en perseguidor. Decía Jean Paul Sartre en Reflexiones sobre la cuestión judía -libro escrito antes del final de la II Guerra Mundial- refiriéndose al 'antisemita': “Es un hombre que tiene miedo (…) de sí mismo, de su conciencia, de su libertad, de sus instintos, de sus responsabilidades, de la soledad, del cambio, de la sociedad y del mundo”. Estas mismas palabras podrían hoy definir la identidad de muchos ciudadanos de Israel que hace tiempo agotararon cualquier justificación (ni el trágico pasado ni el incierto presente sirven de coartada), y han terminado encarnando la condición, según expresión acuñada por Israel Shanak, de “judeo-nazis”.

Levantar un Museo a la Tolerancia en un país que fomenta (cito de nuevo a Shanak) “la discriminación entre judíos y no judíos en derecho de residencia, derecho al trabajo y derecho a la igualdad ante la ley”, y que estemos hablando de este acoso en la misma semana en la que se cumplen 70 años de la infame "noche de los cristales rotos", como sarcasmo, no está nada mal.

[artículo recomendado por soitu]

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