"Acción: parados", artículo publicado el 13 de septiembre dentro de la sección "Pantallas" de Frontera D. |
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"Acción: parados", artículo publicado el 13 de septiembre dentro de la sección "Pantallas" de Frontera D. |
(Final de 'El último suspiro' de Luis Buñuel)
“Al aproximarse mi último suspiro, imagino con frecuencia una última broma. Hago llamar a aquellos de mis viejos amigos que son ateos convencidos como yo. Entristecidos, se colocan alrededor de mi lecho. Llega entonces un sacerdote al que yo he mandado llamar. Con gran escándalo de mis amigos, me confieso, pido la absolución de todos mis pecados y recibo la Extremaunción. Después de lo cual, me vuelvo de lado y muero.
Pero, ¿se tendrán fuerzas para bromear en ese momento?
Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado,
pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes:
el ejercicio de las letras,
la vaga erudición
el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte
para cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad,
las galerías de las bibliotecas
las cosas comunes,
los hábitos
el joven amor de mi madre,
la sombra militar de mis muertos,
la noche intemporal,
el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo,
es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente,
ya el hombre se levanta a la voz del ave,
ya se han oscurecido los que miran por la ventana,
pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor:
la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria,
el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías,
con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
Existen conciertos especiales, que convierten a la palabra “memorable” en algo más que un lugar común. Cualquier asiduo a los espectáculos musicales, sean del género que sean, lo sabe. Esta sensación no depende exclusivamente de la calidad del artista, aunque sin ésta huelga decir que no se alcanzará ese grado de satisfacción plena que de vez en cuando puede llegar a embargarnos, elevándonos varios metros por encima del nivel del suelo. Tampoco existe una relación directa entre el grado de expectación con el que abordamos la cita y el resultado final (solo los fans que llegan al límite de la estupidización son capaces de alabar a su ídolo incluso cuando éste fracasa estrepitosamente: The Beatles se dieron cuenta de esto justo en el preciso instante en el que tomaban conciencia de que su vida como grupo de directo había finalizado y de que, por lo tanto, su tiempo como banda tampoco podría extenderse a partir de aquel descubrimiento mucho más). Suele suceder así –en los festivales ocurre todo el tiempo, o al menos ocurría cuando un servidor acudía a ellos– que grupos sobre los que en principio no tenemos depositadas grandes esperanzas o que no nos interesaban en principio demasiado nos hacen pasar un rato estupendo. Recuerdo haber vivido esto viendo a gente tan diferente entre sí como Rancid, Amaral, El bicho, Carlinhos Brown o los divertidísimos Terrorvision, con los que me topé por casualidad dos veces y de los que nunca más supe. Por el contrario, ocurre igualmente que grupos que nos chiflaban, por los que estábamos dispuestos a pagar varias veces el precio de la entrada, nos dejan perplejos y desengañados por completo. Se me viene a la cabeza un bastante soporífero concierto de mis amados Sonic Youth u otro, también ya en tiempos de Maricastaña, patético bolo –y ya estoy siendo bastante generoso- de The Jesus and Mary Chain por el que les eché a la cruz a los hasta entonces para mí respetadísimos escoceses.
El entorno, el estado de ánimo, el momento vital y la compañía –no hablo de otro tipo de factores ni ingestas porque uno es un señor mayor que ni cuando podía fue capaz de arruinar totalmente su reputación y que, por lo tanto, no descarta convertirse algún día en un anciano honorable-, resultan, por supuesto, elementos fundamentales para que mientras abandonamos el recinto tengamos la sensación de que hemos visto un concierto seis estrellas: uno de aquellos que alcanzan el sobresaliente por lo musical y obtienen la matrícula por ese resto de intangibles que sirven para subir la nota. Su permanencia en su el recuerdo, anticipada por ese delicioso insomnio que te invade a la hora de dormir mientras rememoras lo que has vivido unas horas antes es la prueba de que has vivido ese “momento perfecto” del que renegaban los personajes de La náusea de Sartre y que sabes que nunca llegará si vas predispuesto a encontrarlo. Desde el muchacho de 18 años que soñaba con escribir para Rockdelux –esa frustración latente explicaría ahora este furor grafómano–, hasta este hombre adulto de hoy ha pasado media vida. Literalmente media. Y en esta segunda parte que ahora concluye –al cabo de la cual confío en estar empezando otra segunda equivalente al menos a la duración de las dos anteriores juntas-, aparte de haber conocido lo que se siente al temer morir aplastado cuatro o cinco veces –la más brutal e inesperada en un concierto de Héroes del Silencio– he alcanzado ese estado de plenitud al que me refería arriba en unas cuantas, tampoco demasiadas, ocasiones. La última, bueno, la penúltima ya, después de ver hace algunos veranos en la playa de El peñón de El cuervo –digo en la playa de nuevo literalmente, pues tumbados en la arena nos encontrábamos mirando al mar- a Michael Nyman acompañado por la Orquesta de Rabat. Un improvisado ensayo de Smashing Pumpkins convertido en minishow para unos pocos afortunados que pasábamos por allí camino del súper en una soleada mañana de Festimad de hace muchos años, una memorable actuación de la ya fallecida Abbey Lincoln en el Teatro Cervantes de Málaga, uno de aquellos reencuentros entre Calamaro y Ariel Roth en la plaza de toros de Murcia o un concierto de Teresa Salgueiro, la exvocalista de Madredeus, cantando por lo Piaf –o versionando ese enorme “hit” popular que es “Malagueña salerosa” – en unas pistas polideportivas al aire libre de un pueblo perdido, forman parte de esta pequeña antología de milagros.
Con el tiempo he ido reduciendo el número de mis asistencias a conciertos y a la vez que éstas se hacían más esporádicas, me he ido volviendo cada vez más selectivo. En definitiva, como a la hora de elegir un libro o una película, suelo tirar a acertar, lo que si no garantiza el éxito al menos minimiza el riesgo de error. Así, pensar en que vas a disfrutar con un buen espectáculo al ser convocado por Ara Malikian, no solo no resulta nada descabellado sino que huele a apuesta segura, de ésas que las casas del ramo pagarían a 1, 1 a 1. No solo es uno de los mejores y más personales violinistas del mundo, sino una estrella de la música clásica con la virtud de parecer un tipo cercano, familiar, alguien con quien no solo piensas que te encantaría tomarte un par de copas sino con el que llegas a creer que no sería una locura que esto pudiera llegar a suceder de verdad. Un antidivo en un mundo refinado –estirado con frecuencia, presa fácil del esnobismo- al que, por si fuera poco, llevas escuchando muchos años, prácticamente desde que ambos erais unos niños.
Poder ver a Malikian en concierto por primera vez es, por lo tanto, un regalo. Que esto suceda en tu pueblo, a cinco minutos de tu casa y gratis, un lujo que rompe las leyes aristotélicas de la verosimilitud. Por eso, cuando llegas a la puerta del lugar en el que se va a celebrar, un palacete renacentista enclavado en el corazón de la ciudad de 30.000 habitantes que te vio nacer –y de la que tantas veces has íntimamente renegado por cosas que no vienen a cuento ahora–, y descubres que una hora antes de que comience la función la cola para entrar es ya más que notable, piensas que no podía ser tan bueno, que habías soñado por encima de tus posibilidades, que lo mejor que podías haber hecho era ir a una de esas manifestaciones por las que miles de personas están luchando por sus derechos, que son también los tuyos. Tres horas después dirás “Ja”, pero en ese momento te sientes un imbécil egoísta recién duchado, perfumado y con los náuticos de las grandes ocasiones puestos –sí, ésos que te producen rozaduras en los talones- que se va a quedar sin ver a ese tipo de pelo alborotado cuyas interpretaciones de Bach llevas escuchando en ‘spotify’ sin parar durante las últimas semanas. La tensión se percibe además en el ambiente. Todo el mundo sopesa, utilizando los dedos incluso –nada de apps– si le va a dar para coger sitio una vez que se abran las puertas. Pronto, como si esto fuera un episodio de ‘Ciudad K’ las trifulcas se suceden y yo personalmente mismo abronco a una familia que pretende ganar posiciones de un modo indigno. Por suerte –había medido mal mis fuerzas y no solo me superaban en número sino en peso y altura- pese a las reticencias iniciales de los interpelados la razón impera y la civilización gana a la barbarie su primera batalla de la noche. Es un buen presagio porque al entrar descubrimos que sí, que había sitio y que nuestros cálculos iniciales –unas sesenta localidades- se quedaban muy lejos de las en torno a 150 personas, casi todas sentadas, que al final disfrutaremos del concierto de clausura del XXI Festival de Guitarra Ciudad de Vélez-Málaga, cita anual a la que, por cierto, ejem, asisto por primera vez.
El público es variopinto aunque en su mayoría todos nos conocemos las caras. Pese a encontrarnos a cuatro kilómetros de la playa, de la Costa del Sol -aunque en su versión menos “desarrollada”, la oriental, integrada en la comarca de la Axarquía-, Vélez cede a Torre del Mar o Benajarafe, pueblos que forman parte del mismo municipio, todo el protagonismo turístico y así, la mayoría de los presentes son personas del entorno cultural local más algunos jóvenes con inquietudes, padres de familia con sus hijos del Conservatorio y jubilados a los que el festival les da la oportunidad de disfrutar de un espectáculo gratuito al fresco. Porque, ése es otro de los atractivos fundamentales del marco elegido, el que el techo del patio porticado cuadrangular que nos acoge sea un cielo que, antes de que la noche lo pinte de negro, luce un bellísimo azul compacto y puro. Un azul Picasso por el que cruzan incesantemente las golondrinas que anidan en las torres de las iglesias cercanas.
El lugar, el cielo, la ligerísima brisa, la seguridad de rozar el milagro nos llenan de euforia. Ahora, por fin, estamos dispuestos y no vemos el momento de que descienda la intensidad de las luces y ocurra lo que tenga que ocurrir. Así, transcurridos los diez minutos de cortesía, Ara Malikian aparece. Bueno, y junto a él, el que para nosotros hasta ese momento solo era un personaje secundario pero que, conforme la noche avance y nuestra ignorancia sea sustituida por el conocimiento directo, terminará convirtiéndose en otro principal de excepción. Hablo del guitarrista Juan Francisco Padilla, uno de los colaboradores habituales del músico libanés de origen armenio, un tipo multipremiado y multiinvitado que además ha conseguido colocar algunas de sus grabaciones entre las más vendidas del género en nuestro país.
Como dos estrellas del rock pero sin ínfulas entran en escena, sonrientes, incluso con aparente timidez. En ese momento, por primera vez, empezamos a tomar conciencia de lo que estamos a punto de presenciar y cuando Malikian empieza a arrancar notas a su violín para interpretar una pequeña introducción marca de la casa que enlaza con la danza “La vida breve” de Manuel de Falla, los primeros aplausos se confunden con una especie de felicidad contagiosa. Sí, me digo mientras observo alrededor, esa misma cara de pánfilo es la que yo debo de estar poniendo ahora mismo. A los tres minutos la comunión sería perfecta si no fuera porque en la fila que nos precede tres personas de edad provecta se encargan de recordarnos con sus comentarios del tipo “qué pelos lleva ése”, o “ofú, ¿son cómicos o qué?”, que afuera nos sigue aguardando un mundo lleno de miseria moral, incivismo y mala educación. Pero, en esos momentos todo eso carece de importancia y, por si la tuviera, ya me encargo yo de corresponder a mis vecinos apoyando mi brazo en sus vetustas y lacadas cabezas para tomar fotos del concierto en los momentos “muertos”. Quiero decir, en los momentos en que Ara -ya así en confianza- y Padilla se encargan de amenizarnos el tránsito entre pieza y pieza con anotaciones al margen, chascarrillos, explicaciones varias o incluso teorías disparatadas acerca de los motivos que llevaron, por ejemplo, a Sarasate a llamar “Playera” a una de sus obras y si tiene algo que ver con eso que en el norte llaman “playera” y en el sur “chancla” y que sirve para andar por la playa. El violinista se muestra más locuaz y aprovecha los momentos en que su compañero afina la guitarra –para Malikian los guitarristas se pasan más tiempo afinando que tocando, a lo que el otro responde, guasón, que ellos por lo menos ya vienen afinados desde casa- para establecer un diálogo abierto con el público. En un momento dado llega a amenazar: “como estamos tan a gusto con vosotros, vamos a seguir un rato más. Vosotros, sin compromiso, podéis iros, entrar, salir, a vuestra bola”. Estos interludios “cómicos” –según definición de la señora anteriormente citada- nos confirman que estamos ante no solo dos músicos colosales sino delante de dos tipos espléndidos que vuelven a corroborar, por si a alguien se le olvidaba, que el sentido del humor es rasgo inequívoco de la inteligencia y de que la humildad -salvo muy pocas y deshonrosas excepciones- va siempre de la mano del genio.
Estos toques, sin embargo, sirven para que el evento crezca adquiriendo los contornos de lo entrañable, pero la evaluación alcanza por sí sola el rasgo de brillante por la ejecución de un programa que encuentra en la interpretación de 6 canciones populares de Falla su eje vertebrador, el meollo en torno al que se articulan piezas también de Albéniz, Gismonti (para algunos el Mozart del siglo XXI), Villa Lobos, Kreisler y Pablo Sarasate. Es un programa fresco, de sabor andaluz, de ambiente mediterráneo, pero que por supuesto excede con mucho estos márgenes, un programa arreglado además especialmente por los protagonistas –aprovechando que los autores ya estaban muertos y no se lo podían impedir, según cuenta un Malikian tan didáctico como divertido, como si en realidad tuviera enfrente a los niños del programa de La 2 a los que se dirige semanalmente: esto es, olvidando que nosotros sabemos bastante menos que sus pequeños pupilos-, para que la guitarra, en fin, halle su espacio, un protagonismo que no llega a ser eclipsado por el violín, aunque resulte inevitable que el foco recaiga sobre él y que los momentos de mayor vuelo coincidan con aquellos en que los ojos se clavan sobre esa figura morena, desgreñada menuda y atlética de una de las estrellas del sello Warner Music. Durante hora y media, con alguna variación, con alguna improvisación, con alguna aportación inesperada -como la del director del festival, verdadero padre y alma de la criatura, el guitarrista Javier García Moreno, que es invitado a compartir unos minutos en escena aunque para ello tenga que ir a buscar a un despacho su instrumento y pedir unas gafas prestadas al alcalde– se cumple el guión preestablecido y cuando ya pensamos que hemos recibido mucho más de lo que nos merecíamos, llega otra sorpresa impagable, un regalo abrumador. Un tercer componente se une al dúo con su guitarra y un milagro dentro de un milagro aflora. Después de que Malikian y Padilla hagan su prólogo de rigor, de que Malikian se meta, como él mismo advierte, “en un jardín” con un canto a superar fronteras, a romper muros artificiales en música (y en el arte y la vida en general), se aprestan a desgranar su versión del tema “Paranoid android” de Radiohead. Así, como suena. En ese instante, estoy a punto de saltar por encima de las cabezas de quienes me preceden –qué horró, Paco, qué horró, vámono- para darles un abrazo a los músicos. Lo haría si no me encontrara clavado a una silla asistiendo atónito y estremecido al espectáculo. Sé que podría despertar. Solo de ese modo aquello tendría sentido. Pero no, es real. Lo sé cuando observo a mi acompañante y descubro que Malikian y compañía me han procurado otra satisfacción. La bella joven que está sentada a mi derecha odia a Radiohead, en realidad cada año que pasa su estima por el pop-rock británico baja un peldaño mientras suben dos su devoción por The Beatles y The Stone Roses. Es así. Pero, ahora, solo puede agachar la cabeza, metafóricamente hablando, claro, porque se encuentra también a mi vera en un punto indeterminado del espacio mientras el OK Computer alcanza insospechados niveles de sublimidad.
Lo sé. En las líneas, páginas más bien, anteriores, he gastado todos los calificativos y ahora me encuentro con el problema añadido de que aún faltaba algo. ¿Conocen esa sensación de pedir para sí, sin pronunciar palabra, un deseo muy fuerte, muy fuerte, y de que al final se cumpla? Pues eso es lo que sucedió. Durante la misma mañana del jueves había estado escuchando su interpretación de una de los temas que más me ha impactado –sé sobradamente que a muchos les ha sucedido algo similar– en los últimos años. Sí, quería oírle tocar una de esas piezas a la que siempre estás deseando regresar, que grabarías como un sinfín en un cd para el coche. Y el deseo de escuchar en vivo de uno de los temas principales de la película Deseando amar (In the Mood for Love) de Wong Kar-Wai, el célebre “Yumeji´s theme” de Shigeru Umebayashi –esa hipnótica composición convertida ya en clásico contemporáneo que, después de haber sido motivo de gozo para cinéfilos de todo el mundo, ha servido incluso de inspiración para poetas y almas sensibles de toda laya–, al final se cumplió. La pieza, como recordara el propio Malikian, extendió su popularidad también gracias a un anuncio de coches. Parecía desconocer, sin embargo, nuestro buen amigo de que fue el hecho de que un lamentable programa televisivo la escogiera como sintonía lo determinante para que llegara en nuestro país a los oídos de otras muchas personas que, por lo menos, eso que se llevan. En cualquier caso, no podía caber una despedida mejor. Y así se encargó de ratificarlo con una interpretación soberbia desarrollada esta vez de pie y mientras recorría en cámara lenta los escasos cuatro metros de pasillo que separaban las dos zonas del angosto patio, y así como antes no existía prácticamente separación entre intérpretes y público, ahora el artista se mezclaba totalmente con un auditorio desarmado. Lo que una gran sala, un teatro o un auditorio no pueden conseguir, aquel edificio por lo general consagrado a menesteres municipales –aunque con un hueco reservado en la planta superior para proteger y difundir el pequeño patrimonio en lo personal, inmenso en lo intelectual de la veleña María Zambrano– lo lograba con creces y cuando el arco osciló por última vez el centenar largo de personas congregadas allí lanzó a la media noche un enorme aplauso.
Me ahorraré los detalles acerca de lo sucedido en los minutos inmediatamente posteriores, después de las ovaciones, vítores y discursos de rigor. Solo reseñaré aquí cómo algunos de los niños, músicos infantes, que trataban de acercarse a Ara Malikian acabado el concierto para que les autografiara su violín –lo que no les resultaría a la postre difícil-, descubrieron con pasmo –y sonrojo, todo sea dicho– cómo algún (y alguna) adulto/a podía abrirse camino a través de siete hileras de sillas de plástico, cual raudo agrogodzilla posmoderno para hacerse una foto y pedirle un autógrafo a aquel que ha sabido amalgamar como pocos las músicas del Medio Oriente, las centroeuropeas o las mediterráneas con lo mejor de la tradición clásica. Y todo, sin necesidad de peine.
Mientras volvíamos en coche camino a casa, arrobados aún por el espectáculo reciente, con las últimas notas zumbando aún en nuestros oídos, mi acompañante no pudo evitar confesar en un innecesario arranque de sinceridad: “Con quince años yo habría tenido una foto de Ara Malikian en mi cuarto”. Yo, claro, no respondí nada. Solo pensé: “Ya, con quince años”, y sin dudarlo pisé el acelerador para, ya que todo estaba cerrado a esas horas, al menos prepararle una sabrosa cena. Trucos del hombre actual cuando ni es violinista ni tiene pinta de bohemio mediterráneo, sino todo lo contrario, más bien de plomo teutón. Eso sí, brindamos por Ara y por las cosas buenas de la vida, como lo bonito que sería que todo el mundo tuviera derecho a vivir una experiencia así, derecho a sentirse como nos sentíamos nosotros entonces, al menos por una vez en la vida.
Estimados organizadores de certámenes literarios:
¿Por qué? Sí. ¿Por qué? Venga, ya sabéis de lo que estoy hablando. ¿Por qué hay que enviar los originales a doble espacio y por una sola cara? ¿Cuándo se ha visto un libro a doble espacio e impreso por una sola cara? ¿No sería odioso, prácticamente criminal, un libro a doble espacio y por una sola cara? ¿Entonces por qué coño queréis leer a doble espacio y por una sola cara montañas de papel? ¿Es una especie de filtro o algo así? ¿Una forma de aterrorizar a posibles autores con inclinaciones ecologistas? ¿Una manera de eliminar a la literatura que emerge del lumpen-proletariado? Porque, claro, todo el mundo sabe que el gremio de los escritores está compuesto por gente a la que le sobra el dinero y que por menos de cincuenta euros no se permite un viaje a Correos. Porque, ésa es otra. ¿Tienen que ser cinco copias? ¡Cinco! A veces más. Eso hoy en día es ya una primera tirada para una editorial modesta tirando a mediana. Por no hablar de que no existen sobres de esa capacidad. Hay que hacerlos a medida y alquilar, primero a un porteador con carné de manipulador de material pesado, y después a un psicólogo: sí, es lo mínimo después de que el empleado de Correos te haya explicado las modalidades de certificados que existen y las condiciones específicas reservadas para este tipo de concursos.
Ahora en serio, estimados organizadores de certámenes literarios. Nos debéis una explicación. Estas cosas no se hacen así sin más. ¿O es que al primero que preparó unas bases –no sé, las del Premio Gutenberg al mejor incunable del año en Maguncia- lo han ido copiando en cascada todos los demás? Que sepáis que si Kafka hubiera vivido en esta época, se habría puesto bueno de golpe y habría sido un tipo feliz de narices que se disfrazaría de Dora, la exploradora en los cumpleaños de sus sobrinos (ahora que lo pienso: esto resulta bastante estremecedor).
En fin, vosotros sabréis. Yo solo digo que si queda un mínimo de justicia en el mundo, si existe algo parecido a una ley de compensación universal, vuestro infierno será un inframundo compuesto a base de líneas a doble espacio. Doble espacio en los prospectos de los medicamentos, en las cartas de helados, en los tickets de la compra, en los estados de facebook. Terrible, ¿eh? Pues, avisados quedáis. U os enmendáis o abandonad toda esperanza.
(Ahora risas desquiciadas. Jajajajajajaja. Estoy muy loooocooo y vosotros tenéis la cuuuulpaaaaaa maldiiiiiiiiii…. Ah, no: temor a las represalias. Ejem.
Si yo fuera asesor de Rajoy, ya saben, uno de esos niños bien con el pelito tirando a largo pero que, pese a no echarse ya nada, nunca se despeinan (supongo que por haber recibido una carga genética de gominas innúmeras), prepararía la siguiente estrategia. Vaya por delante que no es muy original: el día que tengo que aprobar en el Parlamento el paquete de recortes sociales más drástico desde abril del 39 ordenaría a una de mis jóvenes diputadas que desempeñara un papel corto y kamikaze destinado a permanecer en la retina del espectador convirtiéndose en el blanco de todas las furias. Ayer no te conocía, tú, Andrea Fabra, pero procura que no te encuentre en mi camino porque primero te voy a, y luego a, y cuando ya... Entienden, ¿no? En un primer momento, esto es fundamental, casi nadie repararía en el anzuelo, que no sería más que un hilillo de blanca plastilina esperando que el neowoodward de turno (probablemente un becario) reparara en él. Así, con todo milimétricamente preparado con audio y vídeo propios de un verdadero fake, pasadas unas pocas horas -benditas redes sociales- casi no se hablaría de otra cosa y millones de personas cabreadas dirigirían su odio ya no hacia los auténticos responsables de su miseria, sino hacia ese pececillo rubio, lacio, remilgado y odioso: la carnaza perfecta.
El palo y la zanahoria, mireuhsté. Después, esperaría a que la "presión" se convirtiera en "insoportable" y "obligaría" a mi diputada a "dimitir" mandándola a un destino exótico apartada de la primera línea de la política, pero donde -a grandes sacrificios, grandes recompensas- pudiera cobrar bastante más el tiempo suficiente antes de hacerla volver, no sé, para presentarse como alcaldesa de Valencia o así.
El vociferante pueblo tendría entonces su cabeza en la mano y seguiría cabreado, mucho, muchísimo, pero menos. Creería que habría ganado algo. Que puede.
Lo que se dice un primero de Goebbels. Un quinto de Marhuenda, para que nos entendamos.
“No hay nada que la gente no pueda ingeniárselas para elogiar, reprobar o encontrar una justificación acorde con sus inclinaciones, prejuicios y creencias”.
Molière.