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lunes, 2 de julio de 2012

Ante el dolor de los demás

Imagen de la versión cinematográfica de La carretera de Cormac McCarthy

Siempre surge el mismo dilema. Qué hacer frente al horror. ¿Debemos mirar para otro lado? No, claro, esto es moralmente inaceptable. ¿Entonces? ¿Hay que retratarlo, fotocopiarlo y más tarde repartirlo? ¿No es esto regodearse en el dolor? ¿No es obsceno? ¿No nos insensibiliza logrando lo contrario de lo que se pretende? ¿No es, pues, también éticamente reprobable?

Compleja cuestión que dejo apenas insinuada, aunque reconozco que cada vez más me inclino por la siguiente clase de respuestas (provenientes, además, en los dos casos, de personas que si bien en apariencia pudieran moverse por territorios alejados entre sí, han vivido muy de cerca grandes dramas humanos). La primera es de Susan Sontag y se encuentra en un librito al que vuelvo esporádicamente titulado Ante el dolor de los demás. Dice así:

La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás. La persona que está perennemente sorprendida por la existencia de la depravación, que se muestra desilusionada (incluso incrédula) cuando se le presentan pruebas de lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros –en el sentido de crueldades horripilantes y directas-, no ha alcanzado la madurez moral o psicológica.

A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia.

En la actualidad un enorme archivo de imágenes hace más difícil mantener este género de defecto moral. Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque solo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a que se refieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides.

Por su parte, Arturo Pérez Reverte, dedica su último artículo en XL Semanal a este enjundioso asunto sobre el que reflexionaba yo esta mañana después de haber visto algunas imágenes de animales heridos y achicharrados a causa de los primeros grandes incendios del verano en España. No desconozco que el cartagenero no estaba pensando en este tipo de "drama" al escribir su texto, incluso que servidor podría parecerle una especie de papanatas por apoyarse en sus experiencias y conclusiones para tratar de explicar qué sentía al ver a un grupo de ciervos y ardillas (no niños, ni mujeres embarazadas o ancianos) expuestas a un inexplicable y atroz apocalipsis. Pero, creo que esta circunstancia ni cambia la cuestión de fondo ni empaña la posible validez de los razonamientos esgrimidos. El artículo, que recomiendo vivamente, puede leerse íntegramente aquí. A modo de aperitivo destaco uno de los pasajes que más me han impresionado.

Por eso me da tanta risa torcida cuando al correo del lector de tal o cual periódico acude la peña con quejas. Si aquella foto debió publicarse entera o cortada, en primera o en páginas interiores. Si a la niña de catorce años violada y degollada deberían haberle tapado ustedes la cara para cumplir con las leyes de protección a la tierna infancia. Si la imagen de esa mujer destripada no lleva pie de foto con crítica explícita a la violencia machista.Si difundir la imagen de treinta cuerpos amontonados junto a una pared acribillada de impactos de bala supone una falta de respeto al dolor de sus familias. Y es que no se han enterado de nada, rediós. Esos menguados olvidan que la función de las imágenes de guerra atroces es precisamente ésa. Sacudir, atormentar, herir la sensibilidad del lector, del espectador, lo más que se pueda. Decirle: mira, gilipollas, esto es real. Así muere la gente cuando la matan.

En cualquier caso, está claro, que tenía razón Nietzsche cuando afirmaba que "hemos de parir continuamente nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores". Lo malo es que duele tanto...

sábado, 21 de mayo de 2011

La primavera española


Sí. No era normal. Ni razonable. Las altas cifras de desempleo y los recortes sociales de los últimos tiempos, la sensación de impunidad de quienes más responsabilidad han tenido en la creación de la reciente crisis y, en definitiva, la ausencia de expectativas para cada vez más amplias capas de la población (en especial para los jóvenes, quienes se enfrentan a una pauperización que amenaza con condenarles a vivir muy por debajo del nivel de unos padres en muchos casos obligados a su vez a hipotecar su vejez para salvar a sus hijos) convertían la falta de movilización ciudadana en un hecho no sólo insólito sino casi obsceno. En un hecho, por otra parte, que habíamos asumido como normal. Aborregada, dormida, sonámbula, apática, resignada y otro puñado de adjetivos de semejante jaez nos servían para describir a una sociedad que parecía haber renunciado de un plumazo al recién conquistado modelo del bienestar. Igual que habíamos aceptado que la deslocalización era un fenómeno “natural”, y que la misma globalización que nos permitía comunicarnos a miles de kilómetros de manera instantánea era la que al mismo tiempo nos lanzaba a una suicida lucha por unos mercados más y más competitivos, más y más codiciosos (invitándonos a participar de la más estremecedora pesadilla de Darwin), más y más “volátiles”, podíamos también asumir con igual bovina aceptación que la “fiesta se había acabado”. Si en las dos últimas décadas Estados Unidos había visto aumentar exponencialmente las diferencias entre las rentas más altas y las más bajas; si ya nadie se acordaba (menos sin sonrojo) de los cacareados Objetivos del Milenio (no digamos ya el 0,7%); si la UE se batía en retirada, frustrada por el fracaso constitucional, avergonzada de seguir siendo aquel “enano político” que hace cuarenta años definió Brandt; si hasta Islandia había hecho catacrack, por qué, era legítimo preguntarse, habríamos de reaccionar nosotros. Un país que parece vivir por y para el fútbol, en el que las voces de un vergonzoso pasado gritan cada vez más alto (y más nítido gracias a la tecnología digital), un país que de dominador (¡miembro de derecho propio de la Champions League!), se había vuelto miserable para, envuelto en sus andrajos (por un montón de grúas inmóviles como cadáveres de animales prehistóricos), ser solo capaz de despreciar lo que ignora (también podríamos haber mirado los muros de la patria mía, etc,.), no estaba llamado a plantar cara a la realidad. Y sin embargo…

Ahora es fácil reconstruir el proceso, hallar causas, indicios, señales. Que si el manifiesto de Hessel, que si Sampedro (¡ay! si le hubiéramos prestado almás atención cuando publicó El mercado y la globalización) que si la reciente lección de dignidad islandesa, que si la revolución árabe, que si lo que quieran esos brillantes profetas del pasado. El caso es que lo normal, lo razonable (lo imposible) está sucediendo. Que miles de personas han despertado, que millones de ojos y oídos están abiertos y aguzados (pienso, y es paradójico, en Nietzsche: "para esta música del porvenir"). Y lo mejor es que, al no haber precedentes, nadie es tampoco capaz de predecir qué dirección puede tomar el movimiento.

Quisiera creer, como le escuché decir este pasado viernes al sociólogo José Félix Tezanos (quien de estas cosas sabe un rato) en una tertulia de televisión, que las repercusiones de cuanto está sucediendo pueden ser mayores que las del propio Mayo del ‘68, aquella cosa "de niños de papá". Esto no es poco decir. Pues si entonces, pidiendo lo imposible (y sacando a millones de personas a la calle, y paralizando un país y exportando la revolución a otros países, y poniendo en jaque al Estado), se consiguió básicamente (pese a la influencia situacionista que se quiera) que los sueldos de los funcionarios subieran (y que De Gaulle arrasara en las elecciones subsiguientes), alguien podría pensar que exigiendo cosas tan razonables (no todas) como las que se escuchan en Sol y plazas similares de toda España, los cambios drásticos no serán viables. Además, el componente lúdico (por mucho que algunos quieran cargar las tintas aplicándole la etiqueta de “ilegal”) del movimiento, su carácter ejemplar (pacífico, plural, integrador), podrían llevar a la confusión a las autoridades, especialmente si los resultados electorales no se ven especialmente afectados (esto es, si no se produce una huida evidente del bipartidismo o un voto de protesta masivo, como todo parece indicar), que podrían tomar por debilidad lo que no sería sino todo lo contrario: el síntoma de una manifiesta madurez democrática. Aunque esto es algo que solo el tiempo dirá.

Por ahora, es momento de disfrutar, de ser no sólo responsables (de lo que han dado muestras sobradas) sino imaginativos (contra lo que escucho frecuentemente, echo de menos algo más de ambición y creatividad, de universalismo y poesía), ansiosamente pacientes. Es momento de exigir a los políticos (patidifusos ante la enmienda a la totalidad que “sus” votantes les han planteado) atención y altura de miras. Al fin y al cabo, no se les pide tanto. Solo un poco de decencia, honradez y ansia de justicia (vamos, los principios que ellos proclaman defender). Frente a quienes siguen enarbolando la “mano invisible” que todo lo da, se han alzando miles de brazos que con mayor o menor coherencia, inteligencia, precisión, vehemencia, razón, exigen equidad ("no somos sistema, el sistema es antinosotros"). Habrá quien los llame “totalitarios”, “utópicos”, “radicales”, “perroflautas”, pero indefectiblemente este tipo de calificativos terminarán volviéndose contra aquel que los proyecta. Se podrá estar o no de acuerdo con algunas de las medidas que las diferentes asambleas están acordando (yo no estoy a favor de nacionalizar determinadas empresas ni veo cómo las propuestas que integran los programas políticos puedan ser vinculantes), pero resulta difícil minimizar un fenómeno de estas proporciones, más aún descalificar lo que no puede ser sino entendido como un profundo y refrescante ejercicio de reflexión democrática.

A principios de semana, El roto se acercaba una vez más al centro de la diana en una de sus viñetas: “Los jóvenes salieron a la calle y súbitamente todos los partidos envejecieron”. Y digo acercarse porque el movimiento terminaría engordando hasta niveles insospechados, sacando también de sus hogares a personas de otras edades que bien, por sentir una comunión de intereses o por franca solidaridad, terminarían engrosando las concentraciones y ampliando las discusiones y debates. En definitiva, era la democracia española la que había entrado en un periodo de irreversible senectud.

Revertir esa situación de parálisis crónica es ahora el objetivo. Y no será fácil. Y no sólo porque a los grandes partidos, esos paquidermos subvencionados que son los pilares sobre los que se asientan las instituciones, no les interesa en absoluto moverse un centímetro (¿por qué reformar una Ley Electoral que puede hacernos perder entre diez y doce diputados?; ¿por qué convertir en independiente un Poder Judicial que podemos controlar?; ¿por qué presentar candidaturas limpias si con las manchadas podemos ganar con mayoría absoluta?; ¿por qué bajarnos lo sueldos, con lo cara que está la vida?; ¿por qué dar participación si esto significa perder cotas de poder?), sino porque da la impresión de que el 15-M es como una flor recién cortada que aún conserva todo su aroma y lozanía pero que a base de ser pasada de mano en mano, de aguantar provocaciones y escupitajos, de dormir a la intemperie, corre el riesgo de acabar marchitándose antes de tiempo.

Confiemos en que este mal augurio no se cumpla y esta aleccionadora rebelión cívica prosiga su curso, por qué no, sirviendo de espoleta más allá de nuestras fronteras. Trabajemos cada cual desde nuestro ámbito para que el inminente terral no se lleve con su endiablado aliento esta verde primavera.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

H.G. Adler y los mensajeros de la vida

Simon Srebnik, superviviente de Chelmno, 34 años después

“No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Los ojos de quien así habla recorren la amplia extensión rodeada de bosque a las afueras de Chelmno-del-Ner (Polonia) en la que 400.000 judíos fueron enterrados y más tarde incinerados tras ser asesinados en camiones de gas durante los algo más de tres años que estuvo funcionando el campo de exterminio allí instalado. La absorta mirada que ahora ve desfilar de nuevo ante sí los fantasmas de miles de compañeros de infortunio pertenece a Simon Srebnik, uno de los dos supervivientes de esta fábrica de muerte que, invitado por Claude Lanzmann para la realización de un gran documental sobre el Holocausto, ha aceptado regresar 34 años más tarde a aquella siniestra estación del infierno concentracionario nazi.

A diferencia de la mayoría de prisioneros, Simon había logrado prorrogar su existencia más allá de lo razonable en Chelmno por su facilidad para los juegos que por diversión organizaban los responsables del campo, así como por su melodiosa voz, que ejercitaba especialmente cuando varias veces a la semana tenía que remontar el río Ner en una barca para ir a alimentar a los conejos. El niño cantor desgranaba así aires de folclore polaco y cantinelas militares prusianas aprendidas de los soldados para deleite de sus celadores y de los habitantes, cristianos ejemplares, de una población que sabía demasiado bien cuál era el fin que al pequeño y a los suyos se les tenía reservado.

Simon Srebnik tenía poco más de 13 años cuando los alemanes, advertidos de la llegada de los soviéticos, decidieron ejecutar a los pocos supervivientes judíos que quedaban antes de abandonar el lugar. Sólo que en su caso, la bala que le descerrajaron no le atravesó ningún órgano vital y pudo arrastrarse hasta una pocilga de cerdos, donde horas después fue descubierto y sanado.

Lo hemos escuchado cientos, miles de veces, con palabras iguales o parecidas. “No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Se lo escuchamos a Günther Grass cuando advierte: “Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”; lo advertimos en la desesperada inquisición de Jorge Semprún: “¿Pero se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez?” Lo hemos musitado nosotros mismos, simples testigos silenciosos de los testimonios que en oleadas han traído a nuestra orilla todo ese material a partir del cual construir una catedral de horror y vergüenza. Pero “la angustia del posible olvido”, como dijo otro superviviente, Imre Kertész y la necesidad de comprender lo “impensado e impensable”, como escribió Reyes Mate en alusión a lo que supuso Auschwitz, han prevalecido sobre la incitación al olvido de aquellos (especialmente en los años inmediatamente posteriores al Holocausto) que quisieron tender un tranquilizador manto de silencio sobre uno de los acontecimientos capitales de nuestra aventura humana.

Tal vez sea porque efectivamente no cayó en saco roto la célebre frase de Jorge Santayana que recibe a quien visita el campo de concentración de Dachau: “El que olvida la historia está condenada a repetirla”; o que siga resonando dentro de nuestras cabezas aquella incontestable y aterradora sentencia que reformuló George Steiner, cuando señaló: “Nosotros llegamos después. Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”. El caso es que resulta difícil substraerse a la idea (sobre todo tras haber leído Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman y aceptado que el Holocausto “fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad; un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio”) de que la verdadera piedra en el zapato de nuestra civilización, el momento preconizado por Valéry en el que “podemos decir que todo lo que sabemos, es decir, todo lo que podemos, ha acabado oponiéndose a todo lo que somos”, en el que “ya no nos atrevemos a excluir lo inimaginable” (Raul Hilberg) tiene mucho que ver con la experiencia que Simon Srebnik revive en Shoah. Sí, definitivamente, como sostiene Steiner, “somos homosapiens posAuschwitz” y, por lo tanto, no debemos desdeñar el hecho de que sin los testimonios de los supervivientes, como apuntó uno de los cronistas paradigmáticos del universo concentracionario, Primo Levi, “las proezas de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, podrían quedar relegadas al mundo de las leyendas”. De hecho, éste fue uno de los estímulos esenciales que anima la obra de hombres y mujeres como Elie Wiesel, Wladyslaw Szpilman, Paul Steinberg, Robert Antelme, Victor Frankl, George Perec, Tadeusz Borowski, Jorge Semprún, Boris Pahor, Seweryna Szmaglewska, Primo Levi, etc., supervivientes que con sus textos dieron validez a aquella afirmación de Hannah Arendt de que “las bolsas de olvido no existen”.

Ellos fueron, al fin y al cabo, pese a los reproches acerca de la utilidad de su propósito, de la invitación tácita a no aparecer en público, como escribió H. G. Adler en el prólogo a su obra fundamental, verdaderos “mensajeros de la vida”, viajeros que adquirieron la certeza de que el único camino practicable hacia la liberación pasaba por la memoria, como subrayó el premio Nobel húngaro autor de la imprescindible Sin destino.

Precisamente, estos dos últimos autores forman parte de la selecta nómina de testigos que elevaron su peripecia vital a la categoría de arte por medio de una escritura que supo penetrar en sus respectivas experiencias trascendiendo el mero dato biográfico o la recreación histórica. Junto a las autobiografías más o menos fidedignas, incluso junto a los testimonios de urgencia, escritos en mitad del cautiverio, a hurtadillas, para ser salvados de las más diversas formas –los documentos que harían posible la publicación de Crónica del gueto de Varsovia de Emmanuel Ringelblum, activo miembro de la Ayuda Social Judía fusilado junto a su familia en 1944, escaparon de ser destruidos gracias a ser escondidos en dos latas de leche-, versos como los que conforman el “Todesfuge” de Paul Celan, o novelas menos conocidas como Un viaje de Adler han contribuido en no poca medida a expresar la indecible “verdad” del Holocausto.

La literatura, que a mitad del siglo pasado se ve envuelta en los debates que protagonizan los defensores y detractores del “compromiso”, el objetivismo y demás modas efímeras, se convierte de este modo en un arma poderosísima para luchar contra el antilenguaje de los campos de exterminio, tratando de restituir al “animal lingüístico” que es el hombre a base de desafiar el célebre apotegma de Adorno. Escribir un poema después de Auschwitz será sólo entonces posible si somos capaces de orientar nuestro pensamiento y acción de modo que lo ocurrido no pueda nunca más suceder, esto a pesar de que para lograr celebrar “la miserable belleza de todos los matices reconocibles del gris”, únicamente nos quede, como escribirá Grass, un “lenguaje dañado”. Un lenguaje atravesado por “la voz rota que domina el arte contemporáneo”, en acertada expresión de Kertész, después de que la verdad de los campos saliera a la luz y la Humanidad tuviera que contemplarse a sí misma en el espejo.

Aunque no suele ser incluido en las listas habituales cuando se habla de la llamada “literatura del Holocausto”, el checo Hans Günther Adler -cuyo centenario celebramos [sic] este 2010- es uno de los ejemplos más brillantes de entre cuantos se consagraron al recuerdo de “los queridos muertos”, hasta el punto de convertir este asunto en el verdadero sentido de su vida. Crecido en el seno de una familia burguesa de Praga, y versado en literatura, filosofía, psicología y música (se doctoró con una tesis sobre “Klopstock y la música”) Adler ya intentó establecerse como escritor antes de que sus ilusiones se desvanecieran con la subida al poder del nazismo. En 1941 inició aquel viaje que le marcaría para siempre, recalando un año más tarde en Theresiendstadt con su primera mujer y la familia de ésta. En 1944, el matrimonio llegaba a Auschwitz, donde Adler perdería a su esposa después de que ésta tomara la decisión de acompañar a su madre a las cámaras de gas para que ésta no muriera sola. Otros campos acogerían al escritor en los meses siguientes hasta que finalmente en abril de 1945 fuera liberado por tropas norteamericanas. Al llegar a “casa”, sin embargo, H. G. Adler descubrió que tampoco allí podría ser libre y así en 1947, huyendo del régimen comunista, comenzó su peregrinación por medio mundo al tiempo que iba construyendo esa “obra de arte total”, en palabras de su biógrafo Jürgen Serke, compuesta por una enorme cantidad de poemas, relatos, novelas y ensayos, incluyendo su gran monografía Theresiendstadt de 1941 a 1945: la faz de una comunidad forzosa.

Pero, fue de entre todo ese ingente material, en Un viaje (traducción de Carmen Gauger, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores), donde se ubica el meollo de su reflexión sobre la realidad de los campos. Todavía, a día de hoy, resulta bastante incomprensible el papel menor que esta obra ha desempeñado no ya sólo dentro del amplio abanico de textos que sobre el Holocausto han ido apareciendo, sino dentro de la narrativa de la segunda mitad del pasado siglo en general. Que no haya sido sino hasta hace unos meses que esta novela apareciera publicada en español es un dato ya bastante revelador, pero la mala fortuna que acompaña a Un viaje se remonta a la fecha en que nació. Escrita entre 1950 y 1951, y por lo tanto considerada como una de las primeras obras de ficción que abordaron sin ambages la realidad del exterminio, habría de pasar más de una década hasta que Knut Erichson reparara en ésta y decidiera publicarla en Bibliotheca Christina de Bonn como un mal menor. Previamente, los reveses se habían sucedido uno tras otro, incluyendo el que le propinó a Adler el poderoso editor Peter Suhrkamp, quien le dedicó al libro estas amables palabras: “Mientras yo viva este libro no se imprimirá en Alemania”. Razones de índole histórica, relacionadas con “el afán de perdón de la posguerra”, de “no agitar aún más el gigantesco problema de los refugiados”, en definitiva de todo aquello que contribuyó a “reducir el Holocausto a un lugar secundario de la Historia de Occidente”, como arguye Carlos Morales cuando intenta descifrar las causas de la ‘amnesia posHolocausto’ –Primo Levi espeta en un momento dado a este respecto: “Los que me esperaban se tapaban los oídos. Los que pudieron me esquivaron”-, no valdrían para explicar este caso, entre otros motivos porque Adler en ningún momento introduce la “cuestión judía” en el texto ni apela a ninguna supuesta culpa alemana, al menos de forma directa.

La escasa repercusión obtenida –en proporción a sus méritos- por Un viaje en las décadas posteriores nos obligaría, de este modo, a apelar a otros motivos de índole más puramente literaria o, mejor dicho, editorial/comercial. Ésta es la línea que sigue, por ejemplo, Carolina Moreno Tena cuando trata de explicar por qué razón otra obra fundamental como La piel y los huesos de Georges Hyvernaud sigue siendo desconocida “a pesar del boom actual de la literatura del Holocausto”, añadiendo en este sentido que “una de las posibles respuestas sea nuestra incapacidad o poca predisposición a enfrentarnos a un testimonio despojado de toda épica”. Esto explicaría el éxito de libros como El niño con el pijama de rayas o la película La vida es bella, en los que priman la digestión racionada del dolor y el cálculo del impacto emocional característicos del melodrama, más semejantes en estructura al musical de Hollywood que a la experiencia concentracionaria, al tiempo que relegarían a la marginalidad a otro tipo de obras heterodoxas y renuentes a la clasificación en las que, como elemento añadido, el carácter cronístico o autobiográfico se vería atemperado por el lirismo o por un ensayismo difuso sin pretensiones académicas, como es el caso de Un viaje.

“Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente –nos dice Jorge Semprún en La escritura o la vida -, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio”. Sus palabras se ajustan plenamente al libro de Adler, quien desde una postura inventiva y creativa (por seguir la clasificación que Javier Sánchez Zapatero incluye en su reciente Escribir el horror. Literatura y campos de concentración) intentó demostrar una vez más, con Steiner, que “los peldaños de lo verdadero están en la escalera de la ficción”. Cierto es, como señaló Georges Perec que “Hablar, escribir son, para el deportado que regresa una necesidad tan inmediata y perentoria como su necesidad de calcio, azúcar, sol, carne, sueño, silencio”. La voluntad de contar lo que allí estaba pasando, nos recuerda Reyes Mate, “les motivó para luchar por la vida más allá de toda lógica”, incluso llegando al extremo de arriesgar su vida para dejar un testimonio escrito, pero no es menos importante que esta experiencia fue contada de muchas maneras y si bien todas son igualmente válidas y necesarias por distintas razones (construir una teoría de la verdad que pivote sobre el testimonio, como apunta este pensador no es un motivo menor), hubo un pequeño grupo de creadores que tuvieron la suerte, la fuerza y el talento de enfrentarse artísticamente, trascendiendo su destino personal, a la descripción de un mundo que solo un visionario como Franz Kafka (padre del “absurdo radical”, antesala del “mal radical”) había llegado apenas a vislumbrar.

Aunque en un primer momento pasase prácticamente desapercibida, Un viaje, llamó la atención de figuras como Elías Canetti, quien se adelantó a saludarla como una “obra maestra”, como “el libro clásico de este género de ‘viaje’, de toda pérdida de raíces y de todo exterminio, quienquiera que sea la persona a quien eso le ocurra”. El filósofo apreció desde un primer momento la belleza de la prosa y el hecho de que estuviera escrita “más allá del rencor y la amargura”. Y es que en el libro, que en un principio llevaba por título original Un viaje. Una balada (por reunir, lo que es característico de la balada, elementos líricos, dramáticos y narrativos y por repetir a modo de estribillo una serie de motivos recurrentes) destacan la sátira por encima del realismo descarnado, la ternura sobre el exhibicionismo, el desasosiego sobre la desesperanza. Se trata, como el propio Adler explicó, de una “ironía lírica” en la que el horror se pone los sucesivos vestidos del cariño, la incomprensión, la angustia, la esperanza y una crítica lacerante. “La voz narradora –señala Jeremy Adler, hijo del autor- habla con suavidad, un amor silencioso recorre espectralmente la novela, como el fantasma de lo invisible en un poema lírico”. Esta impresión de conjunto no se ve rota a nivel formal por el flujo polifónico de la conciencia que va conectando y entretejiendo a los personajes, pensamientos y acontecimientos sin que, por lo tanto, y pesar de los ritornelos, bifurcaciones y digresiones, se termine de romper el hilo cronológico que como un implacable telégrafo va haciendo avanzar todo el conjunto.

Se trata, al fin y al cabo, de un viaje, el mismo que recorrieron millones de judíos y expatriados de toda Europa y que tan sólo unos pocos tuvieron la fortuna de poder recordar, contar, escribir…, pero en el caso que nos ocupa éste no abarca sólo el itinerario que parte del apartamento de los Lustig en Stupart (Praga) y termina, tras la liberación de Ruhenthal (Theresiendstadt) en Unkenburg (Halberstadt), a ocho kilómetros del campo en el que se debaten los miembros de esta familia (trasposición de la familia Klepetar, la de la esposa del autor). “Es -como escribe Adler en sus “Presagios”, especie de prólogo de la obra- el propio recuerdo que se va de viaje y que ya estuvo siempre en camino”.

Se trata de alguna manera, de un viaje voluntario, necesario, inexcusable que contrasta con la prohibición de existir que define el destino de los protagonistas, de la familia, de toda la comunidad y que viene trazado en el libro desde la primera línea: “Nadie os preguntó, otros lo decidieron. Os amontonaron, sin que nadie dijera una palabra amable. Muchos de vosotros tratabais de encontrar un sentido, y entonces erais vosotros quienes queríais preguntar. Sin embargo, no había nadie que diera la respuesta. ‘Pero ¿por qué? Un ratito aún… un día… unos años… Tenemos apego a la vida’. Pero no había sino silencio, sólo hablaba el miedo, y ése era imposible oírlo”. Vivir para recordar, para contar, para viajar. “Para el viaje a la muerte todos son buenos”, anotaba la niña Ana Frank en su diario el 19 de noviembre de 1942 mientras veía desde su escondrijo el desfile de inocentes que se encaminaba a un destino no por demasiado conocido menos impensable. Es un viaje que supone un choque brutal con el sentido, con un pasado que de pronto adquiere la densidad de lo irreal, siendo a su vez irreal lo que los prohibidos están ahora viviendo. El que llega de repente, o así les parece a las víctimas, quienes de pronto caen fatalmente aquejadas de “la primera enfermedad mental de carácter epidémico”. Etty Hillesum, una joven judía holandesa que decidió (como la primera mujer de Adler) compartir la suerte de los suyos partiendo desde Westerbonk hacia los campos de Polonia, recoge esta intuición en una anotación personal que logró también ser rescatada: “Poco a poco toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo y nadie, o casi nadie, podrá habitar fuera”. Sus síntomas, escribe el autor checo, se advierten por la llegada de un imperativo improrrogable: No puedes. “Quedaron prohibidos los caminos, acortaron el día y prolongaron la noche, pero también se prohibió la noche y se prohibió asimismo el día”. De un plumazo “los que antes fueran seres humanos eran ahora de cera, pero seguían vivos”. Mientras que por medio del sarcasmo los soldados se han convertido en “héroes”, los procedimientos de cosificación y zoologización que llevan fría, racionalmente a cabo los perseguidores sobre sus víctimas transforma a ciudadanos hasta hace nada respetables, bien considerados y casi ejemplares (“como si fuera vuestra esa tierra y os perteneciese por derecho”), en “muñecos”, “autómatas”, “figuras de cera”, “fantasmas”, “espíritus vestidos de persona”, “conejos”, “recua” “basura”… Sin casa, sin profesión, sin nombre, sin más derecho que la obediencia ciega “los polluelos amarillos” son transportados con la regularidad de lo consabido. “No puede ocurrir nada sorprendente. Las cosas están claras y en orden como el primer día de la creación. Queda descartado cualquier cambio porque ha sido eliminado de los planes”. Los trabajos forzados, el hambre, la enfermedad, la muerte, hasta el duelo adquieren los contornos de lo rutinario. “El crematorio, rodeado de prados y levantado sobre suelo arcilloso, trabaja bien y a fondo, de manera que desde su inauguración no se han oído quejas”. La aceptación sumisa, el espíritu de conservación, la indiferencia ética hacia el dolor de los demás también forman parte de un plan maestro diseñado para reducir la existencia del prisionero a sus funciones biológicas. “Por un trocito de pan es posible comprarlo todo, pero también venderse a sí mismo”. Las posibilidades de mantenerse en pie se reducen al mínimo para quien no entre en este macabro juego. Muérete tú, que yo moriré otro día, parece ser la divisa que se imponen unos prisioneros a los que no les queda siquiera el consuelo de huir de su mísera realidad al estilo de aquel vagabundo de las estrellas de London. Lo observamos una y otra vez a lo largo de las más de nueve horas que dura el filme de Lanzmann, como cuando escuchamos cómo los miembros de los comandos de trabajo judíos de Treblinka imploraban en silencio que no dejaran de llegar trenes al campo –“producción”, “unidades”, en la terminología nazi- para no tener así que asumir una muerte segura. De ahí que el sentimiento de culpa, el pensamiento de que “los mejores de entre nosotros no regresamos a casa” –como apuntara Víctor Frankl en El hombre en busca de sentido-, la conciencia en muchos casos de haber actuado de forma deshonrosa –cosas todas éstas que, paradójicamente, resultaron indiferentes a la mayor parte de los verdugos, que se escudaron en el estricto cumplimiento de su deber- persigue a muchos de los “renacidos”. Pero, para albergar tales pensamientos han tenido que mantener un mínimo de la humanidad que les arrebataron, recuperar un brillo de pensamiento en la mirada, rellenar el vestido de persona, todo aquello, en definitiva que parece fuera de alcance cuando el mundo, como expresara Elie Wiesel, es “un vagón herméticamente cerrado” que al abrirse solo deja a la vista un montón de “muertos y larvas” (Primo Levi).

Porque “el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”, como dice el joven protagonista de Sin destino, trasunto del escritor Imre Kertész, pese a ser un deseo aceptado con escrúpulos, llega a ser más fuerte que toda reflexión, lógica o deliberación. Por eso Paul Lustig, tras contemplar a los muertos que están con él, confía “en no tener que avergonzarse ya ante ellos por querer continuar el viaje, por haberse pasado a la mano de la vida”.

“Sólo quien emprende el viaje encuentra el camino de casa”, escribió una vez H.G. Adler en un ejemplar dedicado de Un viaje. Es el único mensaje posible de quien ha perdido todo lo que puede ser quitado, pero que mantiene incólume “el centro”, aquello que permanece “invariable en el viaje”. Pocos actos de rebeldía mayores caben imaginarse frente a aquellos que erigieron o consintieron un sistema en el que los hombres estaban de más y que, por lo tanto, podían ser decretados culpables de existir; frente a quienes no pudieron prever que, como el ‘ángel de la historia’ de Benjamin, ése de “ojos desencajados, boca abierta y alas extendidas” que se eleva mirando hacia el pasado sobre “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”-, el mensajero de la vida, al que empuja un huracán llamado Progreso, aún será capaz de efectuar un intento desesperado por “detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”. De mirar el rostro doliente de las víctimas a través de un arte capaz de encarnar esa disciplina que, como afirmaba Paul Klee -cuyo cuadro Angelus Novus inspiró precisamente a Benjamin las Tesis sobre filosofía de la Historia aludidas-, “no imita a la realidad, sino que la desvela”.

viernes, 19 de febrero de 2010

Cartas a Stalin

Dos creadores ante el abismo de su desaparición material e intelectual. Dos maestros de la literatura rogándole a un dictador el indulto que les permita seguir haciendo lo único que dota de sentido a sus vidas. Bulgákov y Zamiatin. El escritor de la extraordinaria El maestro y Margarita y el forjador de la distopía moderna.

Y frente a ellos, en la inmediata distancia, muñiendo el destino de millones de seres humanos, lósif Visarionovich.

“Al cabo de diez años mis fuerzas se han agotado; no tengo ánimos suficientes para vivir más tiempo acorralado, sabiendo que no puedo publicar, ni representar mis obras en la URSS”, escribe un Bulgákov aquejado de fuertes crisis nerviosas que ha enviado a las llamas su primer borrador de la que será su mayor obra. “Para mí, como para cualquier otro escritor, la privación de la posibilidad de escribir constituye un castigo mortal”, resuena como en un coro la voz de Zamiatin. Tanto el ruso como el ucraniano saben lo que es sufrir el acoso de la NKVD, la inquisitorial persecución de la crítica acrítica (“aquellos ilotas, panegiristas y personas atemorizadas y serviles” (en palabras de Bulgákov), los insultos, el ostracismo, la censura.

Se podría esperar que al verse acorralados, los dos autores adoptarán una actitud más sumisa, se autoinculparán, como harán más tarde durante los procesos de Moscú algunos de los más relevantes personajes de la Revolución, pasarán a escribir obras “comunistas”.

Pero, no.

“Particularmente, nunca he ocultado mi actitud ante el servilismo literario, el vasallaje y la hipocresía, diría Zamiatin. “Soy un ferviente admirador de esa libertad –afirma, como apostillando al anterior, Bulgákov- y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible.”

En Cartas a Stalin (Editorial Veintisiete Letras) destacan misivas desperadas, angustiadas, implorantes, cartas capaces de trascender su contingencia histórica para quedar como monumentos a una libertad que se puede pedir, pero no vender.

Todavía Zamiatin tendrá suerte y gracias a la intercesión de Gorki, saldrá de la URSS para no regresar, aunque su obra cumbre, aquella de la que beberían Huxley u Orwell, Nosotros, no se publicará en su país hasta 1988. Solo un año más tarde aparecería por primera vez la versión completa de El maestro y Margarita de Bulgákov, a quien el camarada Stalin no le concedió el anhelado permiso y tuvo que permanecer en el “exilio interior” y, por lo tanto sujeto a innumerables vejaciones hasta su muerte en 1940.

También en la República Socialista había que expulsar a los poetas, a ser posible después de humillarlos, apedrearlos, anularlos. Pero la vida y la obra de estos dos autores (como la de otros integrantes de aquella gran generación a la que pertenecieron Ajmátova, Mandelshtam, Pilniak, Bábel, Platónov o Pasternak) constituye un testimonio trágico pero esperanzador de cómo el arte, entendido como compromiso trascendente, tarde o temprano es capaz de reducir a un tamaño diminuto a quienes, como aquel maníaco georgiano, un día se creyeron Dios y su profeta.

APÉNDICE
LOS PROCESOS DE MOSCÚ

lunes, 1 de febrero de 2010

Amin Maalouf, El desajuste del mundo

Como muchos de nuestros mejores autores contemporáneos (entre los que podemos incluir a Roberto Bolaño, Le Clézio, Claudio Magris o Murakami, por citar solo a algunos), a Amin Maalouf cabe situarlo dentro de una escuela de “escritores-puente”, hombres de letras que han integrado diferentes culturas y tradiciones, sin renunciar a sus identidades pero cuidando celosamente de no quedar enterrados bajo las mismas, sepultados bajo el peso que las banderas deja sobre aquellos que las asen con demasiada obstinación. Con otro destacado narrador y ensayista de nuestro tiempo, Orhan Pamuk, comparte además el papel de mediador, que no de equidistante observador, entre dos mundos que parecen alejarse a ojos vista pese a que jamás estuvieron tan juntos y revueltos. Los dos frentes de esta guerra ideológica, Occidente y el Islam, ya no están separados como en las guerras de antaño -pese a los muros que aquí y allá proliferan-, por impermeables fronteras, razón de más para que este escritor libanés, al que podríamos poner la etiqueta de “comprometido” si la palabra no resultara ya tan equívoca ni estuviera tan desprestigiada, se lance, con un lenguaje sencillo pero vigoroso, a intentar desentrañar las causas que nos han conducido hasta aquí y a proponernos algunas recetas que puedan paliar los devastadores efectos que el crecimiento del fanatismo, la exclusión o la violencia están acarreando a millones de personas en todo el mundo y que suponen una grave amenaza para la supervivencia de las generaciones futuras.

Nacido en Beirut en 1949 en el seno de una familia de origen cristiano, con solo 22 años Maalouf, continuando la tradición familiar, comenzó a trabajar como periodista, lo que le permitió, en ocasiones en calidad de reportero de guerra, recorrer países como la India, Bangladesh, Argelia, Etiopía, Somalia, Kenia o Yemen.

En 1977, dos años después del comienzo de la guerra civil libanesa, Maalouf abandonó su país y se estableció en Paris, ciudad en la que ha residido desde entonces.

Desde que en 1983 apareciera su primer libro, Las cruzadas vistas por los árabes, su obra ensayística y literaria ha estado marcada, como en todos aquellos autores en los que late una doble identidad -bajo la que subyace en un estrato más profundo un deseo de universalidad-, por un afán de reconciliación entre culturas en el que no encaja ni el simplista concepto de “guerra de civilizaciones” con el que algunos pensadores actuales pretenden atrapar el presente y proyectar un futuro que pareciera escrito de antemano, ni la multiculturalidad a la carta que desde Occidente pretendió adoptarse en aras de una armónica convivencia que inmediatamente se demostraría inviable.

Maalouf, por utilizar una sugerente alegoría que dibuja el propio escritor libanés al final de su último libro, es un alpinista al que los continuos dramas que el mundo ha padecido y padece, no le han apagado el deseo de seguir atacando cumbres. La tentación prometeica no ha perdido un ápice de su impulso, la “aventura humana” le sigue fascinando lo suficiente como para no quedarse cruzado de brazos ante la aniquilación que la acecha.

Porque se trata, claro está de una aventura sumida en la incertidumbre, a la que siempre le sobran o faltan piezas, desencajada, arriesgada, caótica, a la deriva. “Hemos entrado en este siglo nuevo sin brújula”. La frase que abre el libro no puede ser más elocuente acerca de los riesgos que, para el libanés, afrontan nuestras sociedades. En los terrenos intelectual, financiero, climático, geopolítico, ético… Allí donde posemos nuestra mirada podemos percibir la envergadura de un desajuste que amenaza con abocarnos a una regresión capaz de echar por tierra los esfuerzos que generaciones de hombres han invertido en su empeño por edificar un mundo mejor.

El horizonte no puede ser más sombrío. Nuevos peligros “sin parangón en la Historia”, asoman por doquier. Después de que, con la caída del muro de Berlín la supresión de la amenaza de un cataclismo nuclear, consecuencia del fin del enfrentamiento entre los dos bloques antagónicos que protagonizaron la “guerra fría” resultase desactivada, el mundo pareció de golpe ser azotado por un viento cargado de esperanza. Pero las grandes expectativas que se crearon pronto zozobraron ante la realidad de un planeta que solo en apariencia se encaminaba hacia un horizonte de paz y orden.

La victoria de Occidente, según Maalouf, produjo su propia debilitación. Es decir, al imponer su modelo, modificó drásticamente los equilibrios que durante décadas habían conformado la política mundial. Así, su victoria sobre el comunismo, lejos de servir para extender su prosperidad más allá de sus fronteras culturales, únicamente aumentó el recelo en los países del Tercer Mundo. Ésta es una de las tesis principales de El desajuste del mundo. El hecho de que la civilización occidental, pese a crear más valores universales que cualquier otra, se ha mostrado sin embargo incapaz de transmitirlos adecuadamente. Entre el deseo secular de las potencias occidentales de civilizar al mundo o simplemente dominarlo, con demasiada frecuencia dominó esta segunda pulsión. Es decir, al tiempo que enarbolaban los principios más nobles luego se abstenían de implantarlos en los territorios conquistados. Las consecuencias de este desajuste no pueden estar más a la vista. Frente a la intolerancia y a la barbarie del mundo árabe, señala el autor, se alza la arrogancia e insensibilidad de su Némesis occidental, de tal modo que allí donde hipotéticamente los dos mundos han confluido, el resultado no ha podido ser más desolador. El ejemplo lo tenemos en Irak, donde los Estados Unidos y sus aliados ofrecieron la más elocuente muestra de cómo nunca podrá una autoridad imponer su gobernanza sobre el mundo con tal déficit de legitimidad, entendiendo por tal –según Maalouf- aquello “que permite que los pueblos y los individuos acepten, sin excesiva coerción, la autoridad de una institución encarnada en hombres y considerada portadora de valores compartidos”.

Atatürk pudo acabar con la dinastía otomana, abolir el califato, imponer el laicismo, implantar el alfabeto latino, en definitiva, darle la vuelta a Turquía como a un calcetín, porque le había devuelto la dignidad a su pueblo. Otros muchos lo intentarían más tarde, Nasser o Sadam, sin ir más lejos, pero fracasarían. Las derrotas bélicas ante el pequeño y joven Estado Judío de Israel resultarían toda una cura de humildad (y una incesante fuente de rencor) para las naciones árabes del entorno. La errática política poscolonialista de las potencias occidentales solo ensancharía y ahondaría la fractura que separaba al resto del mundo de un enardecido Islam. Maalouf apunta las claves que explican cómo todo lo acontecido en el mundo en las últimas décadas ha contribuido al triunfo de las tesis de los islamistas en el seno de las sociedad árabes: los fracasos de los regímenes nacionalistas árabes que desprestigiaron esta ideología, que empezaron a considerar como una importación de Occidente; la aceleración de la mundialización y la necesidad de abrazar una ideología global “que dejase atrás las identidades locales”; y finalmente la desaparición del bloque soviético, paradójicamente el hecho que decretaba el triunfo global de Occidente (el “fin de la historia”, como se apresuraron a decretar los analistas del momento).

Esta pérdida de referente resultó a la postre funesta para Oriente. Pero, para Occidente en su conjunto también vendría acompañada de no pocas calamidades: “al convertirse en modelo único, el capitalismo perdió un detractor útil y seguramente insustituible, que le criticaba los resultados sociales y le buscaba las cosquillas en lo referente a los derechos de los trabajadores y las desigualdades”. Sin ese “correctivo” el sistema degeneró velozmente. El dinero y la forma de ganarlo se convirtieron en algo “obsceno”.

A quien le pueda llamar la atención esta paradoja quizá le sorprendan no menos otras que Maalouf dibuja en el libro y que chocan con las creencias corrientemente extendidas. Así, los Papas cristianos, por ejemplo, son entrevistos en el libro como un símbolo de Progreso, pues más allá de erigirse en guardianes de la ortodoxia, “contribuyeron a la estabilidad intelectual de las sociedades católicas, incluso su estabilidad a secas”. La existencia centralizadora de una Iglesia, la conformación de un clero es justo de lo que carecieron los califas, quienes se encontraban desvalidos frente a los sultanes, visires y comandantes militares, que campaban por sus respetos, de tal forma que mientras el enorme poder de los papas desembocaba en una merma del espacio religioso en las sociedades católicas, en el anticlerical Islam, la ausencia de una institución eclesiástica fuerte, favoreció que lo religioso termina inundándolo todo.

Entre “victorias engañosas”, legitimidades extraviadas” y “certidumbres imaginarias” se desenvuelve el análisis de Maalouf de las “dos mandíbulas de la barbarie” que aprisionan a nuestras sociedades y que parecen llevarlas a un callejón sin salida. Y si bien es cierto, que en este relato no hay ni buenos ni malos, al final no la culpa, pero sí la mayor parte de la responsabilidad a la hora de encontrar soluciones se la carga a Occidente. Es aquí donde están las ‘llaves’, donde se encuentra el modelo universalmente válido que hay que saber adaptar. Por eso es tan importante recuperar la confianza de los inmigrantes, aquellos que han de servir de “intermediarios elocuentes de sus relaciones con el resto del mundo”. De su integración puede depender el resultado de “la gran batalla de nuestra época”. Ellos son el veneno o el antídoto. El punto de partido es totalmente desventajoso. Sus identidades han sido gravemente dañadas, “enarbolan las señales de su pertenencia original y se comportan a veces como si su residencia adoptiva fuese territorio enemigo”. Esto es especialmente evidente entre los árabes, extranjeros en todos sitios, humillados, vencidos. Desesperados.
La máquina de integrar, dice Maalouf está atascada y no será desde el multiculturalismo, o más concretamente desde el “comunitarismo” y su ampliación en “tribus planetarias” como nos libraremos de los enfrentamientos que se anuncian. Hay que apostar por la otra visión, la pluralista, aquella que presenta a una “humanidad consciente de su destino común” y “unida en torno a los mismos valores esenciales”, pero que sigue desarrollando “las expresiones culturales más diversas”.

Frente a quienes han decidido dejar de luchar, aún a costa de inmolarse y llevarse de paso las vidas de aquellos que se encuentren dentro del radio de su cinturón de explosivos; frente a quienes apuestan por ponerse a cubierto “a la espera de que pase la tormenta”, Maalouf encuentra una tercera vía (un desfiladero, podríamos decir por completar la imagen), la que recorren quienes consideran que hay que “clausurar la Historia tribal de la humanidad, la Historia de las luchas entre naciones, entre Estados, entre comunidades étnicas o religiosas, y también entre civilizaciones”.

Entrar en esta nueva fase supone “volver a inventarlo todo: las solidaridades, las legitimidades, los valores, los puntos de referencia”. Y esta salvación, pasa en primer lugar “por la cultura”, por desarrollar una “vida interior floreciente”, por dar a la enseñanza “el lugar prioritario que le corresponde”.

Las palabras del autor de León el Africano nos suenan a música celestial. Su llamada a un nuevo humanismo, a una solidaridad “que pueda trascender las naciones, las comunidades, las etnias, sin acabar con la plétora de las culturas”, nos solaza. Pero, ¿no será que nos encontramos ante uno de esos “optimistas antropológicos”? ¿Ante otro idealista contumaz? ¿Ante alguien cargado –como él mismo señala- de “buenos deseos”? Puede que algo de esto también exista, pero es fácil convenir con Maalouf en que, llegados a este estado de nuestra evolución, ante los acuciantes retos que la humanidad tiene por delante, y los innumerables peligros (políticos, sociales, medioambientales…) de los que se encuentra sembrado el porvenir, a nuestra especie solo le quedan dos opciones: implosionar o metamorfosearse.

Ni que decir tiene que el libanés ha elegido la segunda. La vía de quienes confían en que la humanidad se dará cuenta de que “en la frágil balsa en que navega, vive una aventura común” y anhelan, por lo tanto, que pueda por fin clausurarse esta “Prehistoria demasiado larga”.

Algunos indicios, escarba el autor que podrían mover a la esperanza. Pero, ¿serán suficientes”. Al fin y al cabo, señala, “El tiempo no es nuestro aliado, es nuestro juez, y ya estamos con un aplazamiento de condena”.
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Publicado en dosdoce
 
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