viernes, 19 de marzo de 2010

La sombra

Todo empezó, como tantas otras cosas, en aquella mesa de la Facultad. “Algunas veces tuve que dejar de aprender para ir a la escuela”, dijo Bernard Shaw, y con el tiempo siempre asociaría este pensamiento a aquel periodo de mi vida en el que le tomé alergia a las aulas (quizá, por contrapartida, también por entonces contraje un asma que ya siempre me acompañaría) y decidí convertir mi estancia en la universidad en una tertulia continua interrumpida únicamente por los periodos de exámenes y las subsiguientes vacaciones (vacaciones, claro que tenía que pasarme estudiando).

Fue Delibes, claro, pero también la música de Madredeus o Portishead, fue Tierra y libertad y Picasso, las casettes del viejo Bob, fueron los debates sobre todo lo debatible, incluyendo los temas más peregrinos (¿con quién te irías de cervezas: con Gascoigne, McManaman o Cantona?, ¿ha llegado el momento de hacerse ‘gabacho’ después de que Aznar haya ganado las elecciones?, ¿se pronuncia Rimbó o Rambó el poeta?) y otras muchas cosas, a las que nos entregábamos, todos en el fondo tan diferentes, con idéntica pasión.

Sí. Todo empezó allí. Café a setenta pesetas, bocatas de tortilla con mahonesa, morosidad y humo, mucho humo: Chester, Camel y sobre todo el Ducados del “maestro Javier”. Precisamente fue éste, seguramente golpeando el cigarrillo sobre la mesa en un gesto de otro tiempo, quien me habló por primera vez de La sombra del ciprés es alargada, la primera novela de Delibes, aquella que le valió el Nadal al de Valladolid, el mismo que con el tiempo observaría este estreno, con distanciamiento, como un fruto inmaduro de juventud. Pero, para nosotros, siempre sería algo más. La sombra, como la llamábamos de forma abreviada se convirtió en una especie de código reservado a unos iniciados, integrantes de un club del que éramos miembros permanentes y que operaba con diurnidad y alevosía mientras la mayoría de nuestros compañeros (y, a pesar de todo, algunos de ellos amigos), se encargaban de tomar los apuntes con los que, a última hora, intentaríamos la machada de alcanzar el aprobado.

La terrible historia de aquel chico llamado Pedro al que la vida, a base de arrebatarle a sus seres más queridos, le sumió en un pozo de pesimismo y desesperanza, me introdujo en la obra de uno de esos autores que se te quedan incrustados. Durante un periodo visité mucho a Delibes. El camino, El príncipe destronado, Cinco horas con Mario, Los santos inocentes, La hoja roja, Mujer de rojo sobre fondo gris… No creo haber leído jamás de manera tan continuada a un mismo autor. Después, algo ocurrió. No sé bien qué. El caso es que eché a Delibes en el olvido. O eso creí. Por entonces descubría a los grandes maestros hispanoamericanos del siglo XX y puede que la cautivadora y por momentos exuberante lectura de Asturias, Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Sábato, Uslar Pietri…, a la que me entregué -con esa implacable certidumbre que quizá solo los jóvenes son capaces de albergar- como un poseso, me hiciera relegar la árida meseta castellana, aquella España negra y triste que Delibes retrataba con vívida precisión. Había cambiado al sucio y desdentado Azarías por la virginal Amaranta.

Con la desaparición hace unos días del escritor, todo eso ha vuelto. Y a la tristeza por su desaparición física le ha seguido un golpe de nostalgia. Entonces, he recordado qué significó para mí La sombra y cuánto tengo que agradecer el haber llegado hasta aquel libro sentado a esa mesa corrientucha transformada en particular ágora. En una Ávila a la que regreso, años después, con alguna esperanza intacta en el bolsillo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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Federico
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