Sí. No era normal. Ni razonable. Las altas cifras de desempleo y los recortes sociales de los últimos tiempos, la sensación de impunidad de quienes más responsabilidad han tenido en la creación de la reciente crisis y, en definitiva, la ausencia de expectativas para cada vez más amplias capas de la población (en especial para los jóvenes, quienes se enfrentan a una pauperización que amenaza con condenarles a vivir muy por debajo del nivel de unos padres en muchos casos obligados a su vez a hipotecar su vejez para salvar a sus hijos) convertían la falta de movilización ciudadana en un hecho no sólo insólito sino casi obsceno. En un hecho, por otra parte, que habíamos asumido como normal. Aborregada, dormida, sonámbula, apática, resignada y otro puñado de adjetivos de semejante jaez nos servían para describir a una sociedad que parecía haber renunciado de un plumazo al recién conquistado modelo del bienestar. Igual que habíamos aceptado que la deslocalización era un fenómeno “natural”, y que la misma globalización que nos permitía comunicarnos a miles de kilómetros de manera instantánea era la que al mismo tiempo nos lanzaba a una suicida lucha por unos mercados más y más competitivos, más y más codiciosos (invitándonos a participar de la más estremecedora pesadilla de Darwin), más y más “volátiles”, podíamos también asumir con igual bovina aceptación que la “fiesta se había acabado”. Si en las dos últimas décadas Estados Unidos había visto aumentar exponencialmente las diferencias entre las rentas más altas y las más bajas; si ya nadie se acordaba (menos sin sonrojo) de los cacareados Objetivos del Milenio (no digamos ya el 0,7%); si la UE se batía en retirada, frustrada por el fracaso constitucional, avergonzada de seguir siendo aquel “enano político” que hace cuarenta años definió Brandt; si hasta Islandia había hecho catacrack, por qué, era legítimo preguntarse, habríamos de reaccionar nosotros. Un país que parece vivir por y para el fútbol, en el que las voces de un vergonzoso pasado gritan cada vez más alto (y más nítido gracias a la tecnología digital), un país que de dominador (¡miembro de derecho propio de la Champions League!), se había vuelto miserable para, envuelto en sus andrajos (por un montón de grúas inmóviles como cadáveres de animales prehistóricos), ser solo capaz de despreciar lo que ignora (también podríamos haber mirado los muros de la patria mía, etc,.), no estaba llamado a plantar cara a la realidad. Y sin embargo…
Ahora es fácil reconstruir el proceso, hallar causas, indicios, señales. Que si el manifiesto de Hessel, que si Sampedro (¡ay! si le hubiéramos prestado almás atención cuando publicó El mercado y la globalización) que si la reciente lección de dignidad islandesa, que si la revolución árabe, que si lo que quieran esos brillantes profetas del pasado. El caso es que lo normal, lo razonable (lo imposible) está sucediendo. Que miles de personas han despertado, que millones de ojos y oídos están abiertos y aguzados (pienso, y es paradójico, en Nietzsche: "para esta música del porvenir"). Y lo mejor es que, al no haber precedentes, nadie es tampoco capaz de predecir qué dirección puede tomar el movimiento.
Quisiera creer, como le escuché decir este pasado viernes al sociólogo José Félix Tezanos (quien de estas cosas sabe un rato) en una tertulia de televisión, que las repercusiones de cuanto está sucediendo pueden ser mayores que las del propio Mayo del ‘68, aquella cosa "de niños de papá". Esto no es poco decir. Pues si entonces, pidiendo lo imposible (y sacando a millones de personas a la calle, y paralizando un país y exportando la revolución a otros países, y poniendo en jaque al Estado), se consiguió básicamente (pese a la influencia situacionista que se quiera) que los sueldos de los funcionarios subieran (y que De Gaulle arrasara en las elecciones subsiguientes), alguien podría pensar que exigiendo cosas tan razonables (no todas) como las que se escuchan en Sol y plazas similares de toda España, los cambios drásticos no serán viables. Además, el componente lúdico (por mucho que algunos quieran cargar las tintas aplicándole la etiqueta de “ilegal”) del movimiento, su carácter ejemplar (pacífico, plural, integrador), podrían llevar a la confusión a las autoridades, especialmente si los resultados electorales no se ven especialmente afectados (esto es, si no se produce una huida evidente del bipartidismo o un voto de protesta masivo, como todo parece indicar), que podrían tomar por debilidad lo que no sería sino todo lo contrario: el síntoma de una manifiesta madurez democrática. Aunque esto es algo que solo el tiempo dirá.
Por ahora, es momento de disfrutar, de ser no sólo responsables (de lo que han dado muestras sobradas) sino imaginativos (contra lo que escucho frecuentemente, echo de menos algo más de ambición y creatividad, de universalismo y poesía), ansiosamente pacientes. Es momento de exigir a los políticos (patidifusos ante la enmienda a la totalidad que “sus” votantes les han planteado) atención y altura de miras. Al fin y al cabo, no se les pide tanto. Solo un poco de decencia, honradez y ansia de justicia (vamos, los principios que ellos proclaman defender). Frente a quienes siguen enarbolando la “mano invisible” que todo lo da, se han alzando miles de brazos que con mayor o menor coherencia, inteligencia, precisión, vehemencia, razón, exigen equidad ("no somos sistema, el sistema es antinosotros"). Habrá quien los llame “totalitarios”, “utópicos”, “radicales”, “perroflautas”, pero indefectiblemente este tipo de calificativos terminarán volviéndose contra aquel que los proyecta. Se podrá estar o no de acuerdo con algunas de las medidas que las diferentes asambleas están acordando (yo no estoy a favor de nacionalizar determinadas empresas ni veo cómo las propuestas que integran los programas políticos puedan ser vinculantes), pero resulta difícil minimizar un fenómeno de estas proporciones, más aún descalificar lo que no puede ser sino entendido como un profundo y refrescante ejercicio de reflexión democrática.
A principios de semana, El roto se acercaba una vez más al centro de la diana en una de sus viñetas: “Los jóvenes salieron a la calle y súbitamente todos los partidos envejecieron”. Y digo acercarse porque el movimiento terminaría engordando hasta niveles insospechados, sacando también de sus hogares a personas de otras edades que bien, por sentir una comunión de intereses o por franca solidaridad, terminarían engrosando las concentraciones y ampliando las discusiones y debates. En definitiva, era la democracia española la que había entrado en un periodo de irreversible senectud.
Revertir esa situación de parálisis crónica es ahora el objetivo. Y no será fácil. Y no sólo porque a los grandes partidos, esos paquidermos subvencionados que son los pilares sobre los que se asientan las instituciones, no les interesa en absoluto moverse un centímetro (¿por qué reformar una Ley Electoral que puede hacernos perder entre diez y doce diputados?; ¿por qué convertir en independiente un Poder Judicial que podemos controlar?; ¿por qué presentar candidaturas limpias si con las manchadas podemos ganar con mayoría absoluta?; ¿por qué bajarnos lo sueldos, con lo cara que está la vida?; ¿por qué dar participación si esto significa perder cotas de poder?), sino porque da la impresión de que el 15-M es como una flor recién cortada que aún conserva todo su aroma y lozanía pero que a base de ser pasada de mano en mano, de aguantar provocaciones y escupitajos, de dormir a la intemperie, corre el riesgo de acabar marchitándose antes de tiempo.
Confiemos en que este mal augurio no se cumpla y esta aleccionadora rebelión cívica prosiga su curso, por qué no, sirviendo de espoleta más allá de nuestras fronteras. Trabajemos cada cual desde nuestro ámbito para que el inminente terral no se lleve con su endiablado aliento esta verde primavera.
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