C. es un pintor rumano de unos 40 años. Pintor de brocha gorda. Aunque quizá hubiera sido mejor decir que C. es rumano y además pintor, pues cuando uno ha tenido que emigrar para poder buscar el sustento, la profesión termina siendo lo de menos. La condición de “transterrado”, como designaba José Gaos a los españoles que, tras la derrota republicana en la guerra civil, tuvieron que refugiarse en América, eclipsa todo lo demás.
C. lleva varios años viviendo en la Costa del Sol, aunque podríamos apostar a que ni ha jugado al golf, ni ha hecho windsurf ni probablemente ha podido señalar con el índice uno de esos moluscos que aguardan, ignorantes de su funesto sino, a individuos con bolsillos más saneados detrás del cristal del acuario de una marisquería. Vive para trabajar, en espera, algún día, de poder invertir la relación, y para mandar cada mes el 70% de su sueldo a su país, donde sobrevive el resto de su familia, mujer e hijos.
Hermanos de lengua, su español no es muy malo y aunque hay que estar continuamente rellenando los huecos que deja en la conversación, es fácil entenderse con él. Por lo común, es reservado, sobre todo al principio, cuando no se toma ni el pedazo de confianza que tú le has cortado. Después, se suelta algo más y mientras estás viendo la televisión lo sientes pararse detrás, interesado por algún asunto del informativo. Cuando dan una noticia relacionada con un menor que quiere cambiar de sexo, sonríe y niega con la cabeza. Pero, después sigue con lo suyo. Sólo que a mí me gusta tirarle de la lengua y al cabo de los días ya estamos hablando de lo divino y lo humano.
La historia de C. no es muy diferente a la de otros muchos ciudadanos del Este que después del derrumbe del “telón de acero” recibieron en pleno rostro un buen porrazo de libertad. También el Hombre Nuevo fue cultivado allí donde el conde Drácula pegó los tres bocaos, y los resultados de la experiencia no fueron mucho mejores que los cosechados en la URSS y demás países satélites. Por eso me choca que C. defienda el comunismo o, más concretamente el tipo de vida que llevaba bajo la dictadura. ¿Pero Ceaucescu era un cabrón, no?, le espeto intentando hacer valer mi condición de impasible demócrata. Él no se ofende. Sólo pretende decirme que entonces ya trabajaba. Y que no faltaba trabajo. Había más fábricas. Y seguridad. En definitiva, se vivía mejor. Y además, añade, la cabrona era la mujer.
La conversación me produce un gran desasosiego. Me hubiera gustado decirle que más de 60.000 compatriotas suyos fueron aniquilados durante los más de veinte años de terror del matrimonio Ceaucescu, que el sistema económico estaba condenado al fracaso, que la libertad es un derecho sagrado.
Pero, mientras apuro mi café y lo observo extender el rulo a pleno sol, sé que lo mejor es callarse.
2 comentarios:
Yo cada vez estoy más convencido de una cosa: es preferible ser feliz a ser libre. Cuando una persona es feliz en la mierda, que venga otro a sacarlo de allí sin que él lo pida me parece de un paternalismo peligroso. Siempre y cuando esa persona no esté jodiendo a nadie, claro. En todo caso, es antes de entrar en la mierda cuando cualquiera debería tener derecho a saber que hay otras alternativas; pero, una vez dentro, si está a gusto, es mejor dejarlo.
Pondré un ejemplo. Mi abuela es machista. Lo es porque fue educada así. Tiene 83 años, y si estoy comiendo con ella y nota que me falta una servilleta, pega un salto y va a buscarla. (Y lo de pegar en un salto es un decir, claro). Si es mi hermana la que necesita algo en la mesa, por supuesto debe agenciárselo por sí misma, que para eso es una mujer. Durante un tiempo, traté de hacerle ver a mi abuela que de ninguna manera estaba dispuesto a permitir que una señora mayor "me sirviera". Mi argumento era incontrovertible: ¡yo podía hacerlo solito, igual que mi hermana! Pero pronto noté que con aquella actitud liberadora lo único que conseguía era que se sintiese mal... ¿Y qué ganaba con eso? ¿De qué servía hacer lo correcto si ella se ponía triste? Sentía que yo no respetaba su papel (!) y lamentaba tener que tolerar (dado mi empecinamiento) que su nieto "se rebajara" a hacer cosas que no son propias de hombres. De modo que volví a consentir -por su felicidad- algo con lo que no estoy de acuerdo.
¿Pero quién quiere hacer libre y desgraciado a nadie? Nuestra mentalidad democrática nos lleva a creer que la libertad es una condición indispensable para la felicidad, y no es cierto. Lo es para la gente que ha nacido libre, pero hasta los más desafortunados pueden ser felices en condiciones atroces por la sencilla razón de que lo necesitaban para vivir. Decir esto no es políticamente correcto, pero hay que decirlo.
Desde luego, la educación debe proporcionar a las personas el conocimiento de todas las vías, para que cada cual elija libremente. Eso es un derecho. Pero una vez que alguien ya está en un camino, aunque nunca le ofrecieran otro, si camina conforme, no daña a nadie y no pide opiniones, uno debe guardarse el antifaz de justiciero enmascarado y cuidarse mucho de tocar lo intocable.
Habrá quien diga que, si nunca se interviene masivamente, jamás se podrá educar a las generaciones más jóvenes. Y tal vez no le falte razón. Pero todos sabemos que no existen intervenciones ilustrativas (para favorecer el pensamiento crítico desde dentro), y que todas las intervenciones -salvo las llevadas a cabo por pequeñas ONGs, insuficientes- son impositivas, con el cínico pretexto de "salvar el mundo".
La cosa es compleja y el debate interesante. En fin, lo dejo reposar. Un saludo.
Muy buena la historia. A veces nuestras verdades indudables solo necesitan bajar a la realidad para sentir el desasosiego de que algo no cuadra. O mejro dicho, de que las cosas no son tan bonitas o tan feas como nos las pintan.
El pobre C. tuvo que huir de Rumania con la llegada del Capitalismo y el desempleo masivo, y el saqueo de los derechos sociales... Quizas gano un poco de libertad de comprar en el supermercado cuatro marcas diferentes de zumo de naranja, o de votar a cuatro siglas que en el fondo significan lo mismo.
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