jueves, 26 de febrero de 2009

ELECCIONES VASCAS Y GALLEGAS EN 'apocalipticoseintegrados'



¿Quieres seguir los resultados de las próximas elecciones gallegas y vascas de una manera cómoda rápida y al instante? Ya, que eso lo puedes hacer en un millón de sitios, y con las imágenes de los partidos, y con presentadores de prestigio y comentaristas de lujo...

Bueno, pues de todas formas ya sabes que aquí también, gracias a los de soitu, que son la mar de salaos puedes seguir el escrutinio y empezar a vislumbrar quién pacta con quién. Ah, eso sí, que nadie espere que me vuelva a dar una paliza semejante a la de las elecciones americanas (y eso que en este caso no hay que trasnochar siquiera).

Todavía me estoy acordando. Y una cosa es una cosa, y otra ya, ¿verdad? En fin, que gane el que más votos tenga. Ah, no, claro, que no tiene por qué.

jueves, 19 de febrero de 2009

Isaac Rosa, El país del miedo

Los compañeros de dosdoce, que tan buena labor están realizando en el terreno de la comunicación cultural, tanto desde el punto de vista de la formación como de la divulgación a través de estudios, charlas, etc., cumplen el próximo mes de marzo cinco años, tiempo en el que han conseguido consolidar un proyecto que uno hubiera juzgado más que arriesgado, temerario en sus inicios. Quizá por todo esto me hace especial ilusión que hayan decidido publicarme una reseña, la que les remití de la interesante última novela de Isaac Rosa, que reproduzco a continuación para los lectores habituales de este blog.

Un pasaje del muy recomendable pensador de origen polaco, naturalizado inglés, Zygmunt Bauman podría servirnos de introducción en clave interpretativa a la última novela de Isaac Rosa. En este fragmento de Europa. Una historia inacabada (Editorial Losada, Madrid, 2006, trad. de Luis Álvarez-Mayo) Bauman no sólo concentra parte de las tesis de este libro –que el autor desarrolla en otros trabajos, como la propia Miedo líquido, que Rosa cita al final de su obra- sino que sirve como lanzadera desde la que propulsar una inquietante advertencia a sus lectores: “La lista de miedos es como la trayectoria consumista: inacabada y con toda probabilidad inagotable. El capital del miedo a partir del cual se obtienen todos los beneficios políticos y económicos es en la práctica ilimitado”.


Tras terminar El país del miedo, la última obra publicada hasta la fecha por uno de los escritores españoles más meritorios de su generación, probablemente el lector, identificado en mayor o menor grado con el personaje protagonista, esté en disposición de suscribir tal afirmación o al menos, si no desea meterse en semejantes honduras, corroborar en base a la fuerza de los hechos que la propia ficción arrastra, que el miedo es uno de los sentimientos dominantes de las sociedades occidentales en nuestro tiempo.

No el Miedo en abstracto, o en mayúscula (al Terrorismo, al Fin del Mundo, a la Muerte, a la Ira de Dios), -que también- sino los pequeños miedos, las pequeñas angustias e incertidumbres que se aferran a la garganta del asustadizo hombre-de-la-calle y le hacen ese famoso nudo que es como la hinchada frustración del llanto. De esas inseguridades nos habla Rosa a través de una trama intermitente en la que narrativa y ensayo –hay que decir que por este orden, aunque sin olvidar el recurso a la intertextualidad de que se sirve en otros momentos- se combinan de un modo casi perfecto. A saber, mientras en unos capítulos el escritor sevillano de 34 años va desanudando una historia que avanza en delirante pero muy verosímil crescendo, en otros, el autor se dedica a concebir –desde la mirada atemorizada del personaje que le sirve de modelo- su particular visión de los miedos modernos, desplegando como si de un tratado fuese una pormenorizada catalogación a la que solo le faltaría, en aras a una mayor exhaustividad, la utilización de índices, epígrafes y demás parafernalia taxonómica.

Esta colección de miedos registra buena parte de las fobias del ciudadano medio europeo, que es como decir el 70% de la población de los países desarrollados, desde las que tienen que ver con la presencia de peligrosos inmigrantes o de violentas bandas de atracadores, hasta la amenaza que suponen las propias fuerzas de seguridad o, en el otro extremo, todos aquellos menores edad que nutren las clases socialmente excluidas, esos pilluelos desharrapados que amparados en la permisividad del sistema –que no puede encarcelarlos de por vida cuando cometen cualquier fechoría- son capaces de desestabilizar nuestra vida con sólo tener un mal día un mal encuentro con alguno de ellos.

Éste es precisamente el caso que ocupa al protagonista de la novela, el pusilánime Carlos, un tipo de clase media, de mediana edad, y físico mediano, casado con una no menos mediana mujer y padre de hijo medio en edad preadolescente. Un ciudadano en apariencia normal, un Carlos M. de la vida, sin apellido ni profesión definida –al objeto de reforzar su carácter paradigmático- que ve tambalearse toda su vida cuando descubre que un compañero de clase de su hijo está extorsionando al pequeño para sacarle dinero y obtener de éste algunas de sus más preciadas pertenencias (zapatillas de deporte, cd´s, etc.).

A partir de la revelación, que tendrá lugar a las pocas páginas de la historia –tras descartar la primera opción, esto es, que las desapariciones habían sido causadas por la limpiadora de origen inmigrante de la familia, a quien por cierto, nadie restituirá en su trabajo (ni pedirá disculpas) tras demostrarse que no fue causante de los supuestos hurtos- toda la novela, al menos en lo que afecta a la parte no meramente ensayística, describe la vertiginosa caída en los infiernos del desasosiego de un personaje que, incapaz de afrontar los hechos como el adulto que se supone que es, sucumbe a las presiones del pequeño delincuente infantil, y víctima fácil de toda una trama de argucias y mentiras, sustituye a su propio hijo, al que iguala en fragilidad de carácter, en el papel de extorsionado.

Esta sucinta descripción podría dar la impresión de que el libro no dibuja sino una mera caricatura. Y cierto es que muchas de las situaciones recreadas desprenden el aroma de lo grotesco, como si Rosa, llevando al extremo sus presunciones, forzando los gestos y reacciones de los personajes, se hubiera dejado llevar en pro de lograr los fines perseguidos, por un efectismo exagerado, claramente deudor de la hipérbole. Pero la eficacia del aparente artificio radica en que la farsa esconde una realidad tan patética como la que sirve de telón de fondo a la acción descrita.
Quien más quien menos habrá, si no padecido en carne propia, sí escuchado casos cercanos, o por lo menos habrá tenido noticia de los mismos a través del periódico, la radio o el televisor. Profesores de secundaria amenazados de muerte por sus alumnos, adolescentes desaparecidas que un día aparecen descuartizadas tras haber sido sometidas a horribles vejaciones, tiernos niños que acaban seducidos por redes pederastas… La realidad no deja mucho lugar a la imaginación, supera en dramatismo a la ficción. Pero es el propio eco multiplicado por los medios de comunicación –es la tesis que desarrolla Rosa, sumándose al discurso elaborado por pensadores desde Debord a Lipovetsky, pasando por el propio Bauman, - el que convierte estos casos puntuales en una fotografía total, en una geografía del miedo, con sus propios tipos, clichés, hitos y fronteras que divide a los lugares y a las personas en función de su adscripción a un presumible grado en la escala de la seguridad. Ciertos rasgos raciales, o prendas de vestir, al igual que el estado de las fachadas de ciertas casas revelan personajes y puntos de ese atlas preferentemente urbano que actúan como detectores que hay que saber interpretar si quiere uno sentirse –porque se trata fundamentalmente de eso- a buen recaudo, a salvo, libre de que uno de los muchos agentes del miedo se materialice y termine utilizando cualquier forma insospechada pero terrible de eso que podría quedar englobado, como describe el autor, bajo la etiqueta de “la violencia”: “Así, en extenso, con el artículo delante, casi en mayúscula. La violencia, más que los violentos, como algo que está por encima de sus ejercientes, como un aire podrido, una amenaza permanente, un monstruo cuyo alimentación exige sacrificios frecuentes, una lotería a la que uno elige jugar (…) y que a veces te pasa cerca, te roza, te alcanza”.

“Es un mundo –escribe Bauman en el libro citado al principio- en el que cada paso encierra un peligro, y así, aquellos que se atrevan a darlo tienen que tener cuidado, mantenerse alerta y, sobre todo, limitarse a los lugares reservados para su uso restringido y seguro y a los caminos marcados y protegidos que lo conectan: caminos separados con alambre de espino de esa selva de emboscadas para los desprevenidos. Los que olviden estos preceptos lo hacen por su cuenta y riesgo, y deben estar preparados para asumir las consecuencias.”

Rosa lo expresa en similares términos cuando escribe: “Poco a poco el miedo va extendiendo su dominio por la ciudad, con preferencia por los espacios públicos. Raramente se retira de algún terreno conquistado y a cambio va ganando otros que incorporar a sus propiedades. A veces nos resistimos, damos batalla, soportamos el desasosiego para no perder un espacio propio, aunque acabaremos rindiendo la plaza, no volveremos a pisar esa zona del parque cuando oscurezca, evitaremos esos barrios, no pasearemos por las afueras tan alegremente, cogeremos un taxi en vez del metro a partir de cierta hora”.

Los dos autores apuntan a una misma realidad. Ambos se refieren aquí al espacio público como amenaza, ¡aquí en Europa!, esta tierra domesticada por la Historia en la que las calles y plazas tienen nombres familiares de antepasados ilustres y el café como recinto es germen de cultura –como observó Steiner en un célebre opúsculo. También Rosa alude a la reclusión dentro de círculos cada vez más estrechos, en zonas previamente desparasitadas, como los centros comerciales, que remedan también la propia reclusión en el yo que experimenta el miedoso que, alimentado, por sus propias pesadillas elude incluso comunicar sus emociones a sus familiares más cercanos, tal y hace como el protagonista de la novela. Y todo, por el miedo a los otros, a quienes rápidamente tachamos de bárbaros sin darnos cuenta de que con frecuencia operamos una curiosa inversión entrevista por Todorov en un libro reciente que bien podría acompañar a los dos anteriores dentro de una sección dedicada a diagnosticar las filias y fobias de nuestra posmodenidad: “Encerrarse en sí mismo –escribe el gran intelectual búlgaro- se opone aquí a abrirse a los otros. Creerse el único grupo propiamente humano, negarse a conocer nada al margen de la propia experiencia, no ofrecer nada a los otros y permanecer deliberadamente encerrado en el propio miedo de origen es un indicio de barbarie; reconocer la pluralidad de grupos, de sociedades y de culturas humanas, y colocarse a la misma altura que los otros forma parte de la civilización”.

Isaac Rosa, -recordemos, por medio de la teoría del ensayo y de la práctica de la acción dramática- procura poner en evidencia nuestra propia insensatez, desactivar las razones objetivas que configuran el carácter obsesivo del protagonista, que alcanza niveles patológicos lindantes con la manía persecutoria. El país del miedo no es, como pudiera pensarse, como se ha podido decir en algún sitio, una moderna novela de terror, toda vez que estamos ante una galería de miedos desvelados y por lo tanto despojados de su íntima sustancia, a través del bisturí del escritor. En todo caso, podríamos emparentarla mejor con el género del suspense, lo que se vería reforzado por el carácter cinematográfico que llegan a adoptar determinados pasajes, en los que el autor sitúa la cámara ante la mirada del protagonista y nos cuenta al detalle lo que éste ve mientras sigue a su hijo, a una distancia prudencial, sin querer queriendo ser visto, durante el regreso del colegio, o al perseguir o ser perseguido por el joven extorsionador.

También es una obra que deja constancia del posicionamiento ético y político (en su sentido más originario) del autor del exitoso El vano ayer quien, muy crítico con el discurso dominante, no teme ser considerado como representante de cierta “literatura social” en la que alguna vez se le ha encuadrado, aunque mejor podríamos resumir esta faceta con una palabra: compromiso. Un compromiso que, independientemente de la denuncia sobre las ficciones que marcan el día a día de nuestra sociedad, no renuncia a una voluntad inequívocamente literaria, que parte de una idea matriz, el miedo en este caso, a partir de la cual los personajes, al estilo de Zola –como el propio autor ha referenciado- cobran vida.

Todo lo anterior permite que, partiendo al fin y al cabo de una historia bien simple, si la reducimos a su argumento central, Rosa haya firmado una novela inteligente, bien trenzada y, por momentos, brillantemente escrita que lo confirma, si quedaba alguna duda, como un valor sólido de las nuevas letras hispanas.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Saber de todo



por Rodera
[visto en adn.es]

lunes, 16 de febrero de 2009

Periodistas en la uvi

En un post reciente al hilo de los actos de protesta protagonizados este pasado fin de semana en Madrid por diferentes colectivos de periodistas, ante la precariedad de la profesión en estos tiempos de crisis, Juan Varela volvía a reflexionar sobre las causas del fin de la era de la prensa, entre las que menciona:

-la disminución de la importancia del papel social y político de los medios.

-la sobreabundancia y redundancia de medios en la era de la saturación informativa.

-una saturación que ha llegado a las fuentes del negocio (pago y publicidad) para reducir el valor de los productos periodísticos y el precio que anunciantes y público están dispuestos a pagar por la información.

-el inmovilismo, la falta de innovación, I+D y riesgo en una gran mayoría de los medios, acentuada por la burocratización del periodismo.

-y la apropiación del periodismo por intereses ajenos a sus principales valores democráticos y sociales.

El análisis no merece mayor comentario. Pero, ¿cómo pueden enfocar los medios el peligro de extinción que sobrevuela sobre muchos de ellos? Señala el propio Varela en otro momento del interesante artículo:

“Si no se entiende que el problema fundamental del periodismo y los medios de comunicación es su necesidad de reinventar su oferta, sus valores, su función social, su negocio y su distribución en un nuevo espacio público donde el acceso masivo y multiplataforma a los contenidos fragmenta los públicos y requiere la aplicación de nuevos criterios y filtros para llegar a la información de calidad y a los contenidos de interés para cada nicho o segmento, entonces no hay nada que hacer.”

Hay que apremiar, por tanto, la llegada en sus propias palabras de “Una reinvención del periodismo y los medios basada en más libertad, más función crítica (y autocrítica), menos redundancia y una necesaria reestructuración del mercado y la oferta.”

O lo que es lo mismo, coger esta profesión y darle la vuelta hasta que no la conozca ni la madre que la parió o, dicho de otra forma y por poner ejemplos claros, diseñar medios que, como intenta hacer soitu en España, han apostado por darle al lector mayor protagonismo, aunque no la batuta; apostar por la información diferenciada aprovechando los propios recursos más el valor añadido que le pueden aportar sus colaboradores, ya sea escribiendo, opinando o seleccionando; armonizar contenido con diseño y usabilidad; compartir información, incluso permitiendo que los usuarios se “lleven” esas herramientas hacia sus propias webs o bitácoras; y mantener el pulso de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, esto es, lo que pasa en la calle (Mairena dixit) sin por ello caer en la trivialidad ni lo populachero.

Riesgo, innovación, y al mismo tiempo respeto por lo mejor de la tradición –independientemente del soporte- deberían ser la guía y no limitarse a solicitar una tutela por parte de las diferentes administraciones -que antes que tarde se cobrarán el favor. La pregunta es si, a pesar de la crisis de cierto modelo, éste que utópicamente acabamos de dibujar tiene futuro –y por lo tanto su modelo de negocio es rentable- o se trata también de una vieja aspiración que tarde o temprano se dará de bruces con la realidad de un oficio gobernado por los 'randolfjeres' de turno.

[leer artículo completo aquí]

viernes, 6 de febrero de 2009

El humor, una cosa muy seria

Del mismo modo que en tiempos de decadencia, el Arte suele dar algunos de sus más valiosos frutos, en época de crisis económica, el humor puede ser un adecuado antídoto para olvidarnos de las pequeñas penurias y los grandes dramas del día a día, de tanta mala leche, incompetencia e hipocresía.

Para demostrar lo primero no habría más que echar un vistazo a la producción que la España que cabalga entre los siglos XVI y XVII ofreció al mundo. Que en lapso tan breve pisaran la tierra ingenios de la talla de Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca o Velázquez, no puede ser una casualidad, aunque quizá fuese excesivo atrapar este hecho como argumento de autoridad para demostrar que no hay nada como el declive de un imperio para que éste, en su desgarro, engendre obras propias, más que de hombres, de titanes.

En lo que respecta a la segunda máxima, es indiscutible que el que ríe (sobre todo si además canta) su mal espanta. En Cádiz lo certifican cada año por estas fechas desplegando todo el talento que esta tierra es capaz de mostrar cuando hay que hacer frente a las contingencias del día a día. La buena coplilla, como el buen monólogo, o el buen poema, es un ejercicio de sutileza que basa su eficacia en el saber ver más ampliamente o más hondo que el común de los mortales, aquellos que pasan por la superficie de las cosas sin pararse en la maravilla que éstas encierran.

No digo con esto que haya que buscar siempre la excelencia ni la genialidad (aunque no pasa nada por pretenderla de vez en cuando) sino, como mínimo, currárselo. Y peor aún que la broma pesada es el chiste fácil. A un servidor le gustan cada vez más las noticias absurdas de periódicos como los que, especialmente en los últimos tiempos, han aflorado en internet -aunque la tradición, sobre todo, en el mundo anglosajón, viene de antiguo. Leer cosas como “Un concurso de incendios calcina un pueblo de Valencia. De nada sirvieron los tres extintores”; o “El iPhone no se venderá a la gente de pueblo. La pantalla táctil no fue diseñada para dedos rudos”, produce desde luego una satisfacción superior al goce que experimentamos al leer en los sitios “serios” abstrusos o deprimentes, respectivamente, titulares como “El PSOE descarta citar a Rajoy en la comisión sobre la red de espías” o “Las empresas y familias en suspensión de pagos se triplican en 2008 hasta las 2.902”. Normal.

Además, este tipo de medios tienen la ventaja de que desde el principio sabes que lo que cuentan es mentira. Esta limpieza es de agradecer dentro del actual circo mediático, en el que con frecuencia has de sortear a dos leones hambrientos, pasar por un alambre colgado haciendo mortales, colaborar como ayudante del lanzador de cuchillos dipsómano y evitar a un Ángel Cristo hasta arriba de anfetas antes de llegar a descubrir la presunta verdad que determinado titular encierra.

Dice Amos Oz que a los fanáticos lo que les falta es humor. Estoy convencido de que el padre del surrealismo literario André Breton -que compiló una indispensable antología del humor negro- habría suscrito la afirmación del escritor israelí. Pero habría que añadir: manteniendo despierto el sentido crítico. Pues, bien sabemos que aquel hijo bastardo del humor, el de estirpe facilona, no comprometido, carcajeante, marrullero que puebla amplias superficies de nuestras pantallas y se enseñorea por calles, plazas, bares y oficinas sirve de escudo al poder y, mientras nos embota los sentidos y nos envuelve con su promesa de risa fácil, nos impide ver la realidad detrás de la chacota.

Es el humor de los bufones, que entretiene mientras dura, que siempre es menos de lo que desearíamos, presto a dejarnos abandonados a nuestra suerte al instante.

Con cara de chiste malo, deshabitado el alma y el bolsillo igual de pelao.

 
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