viernes, 26 de febrero de 2010

El bibliópato

[Maria Helena Vieira da Silva, "Biblioteca", 1949]

Un cura aficionado a las líneas eróticas, las webs pornográficas y los burdeles; un presidente de comunidad que asegura disponer solo de 900 euros en su cuenta corriente; un cantante
macarra y viceversa que la monta en la gala para elegir al candidato a Eurovisión y un presidente del ente público que asegura que la próxima vez pondrán un “filtro” más exigente (¿como el que pasaron David Civera, Azúcar Moreno, el cansino ése de La casa azul?)… La semana avanzaba sin sobresaltos cuando, de pronto, me topo con el siguiente titular: “Bibliópato en serie”. ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es Julien Bogousslavsky, un eminente neurólogo radicado en Lausana y su patología, coleccionar libros raros, eso sí, con cargo al hospital donde trabajaba. Ay.

Al decir “raros” no me refiero a que tuvieran títulos como ¿Cuán verdes eran los nazis?, Sadismo Oral y la Personalidad Vegetariana, o Los carros de compra perdidos del Este de Norteamérica: Guía para su identificación empírica (obras que, por cierto, existen), sino que resultan valiosos por su exclusividad, que los convierten en verdaderas piezas de colección, en joyas bibliográficas únicas.

Bogousslavsky (que, aclaro, es solo el apellido de nuestro protagonista y no el nombre de ninguna de las técnicas eugenésicas que describe Huxley en Un mundo feliz) logró desviar de la institución con camino a sus estanterías más de tres millones y medio de euros, con los que adquirió los Poemas de Mallarmé ilustrados por Matisse, La chanson complète de Paul Eluard ilustrada por Marx Ernst o un rarísimo ejemplar de La Guerra Universal de Alexeï Kroutchenykh en colaboración con Olga Rozanova.

Para saciar su voraz afición (“fui víctima de una espiral infernal. Quería detenerme, pero no podía hacerlo”), el que fuera presidente del Consejo Europeo de Ictus, secretario general de la Federación Mundial de Neurología y autor de más de cincuenta libros especializados -cuenta El Mundo- llegó a inventarse una compañía médica con sede en París que facturaba servicios quirúrgicos inexistentes, organizó cursillos que nunca llegaron a realizarse y falsificó todo lo falsificable.

Lo que se dice un coco. Un coco inasequible al llamado síndrome de Stendhal (al parecer, ni siquiera sintió esa palpitante angustia asociada a la “sobredosis de belleza” característica de este mal cuando lo pillaron en una inspección rutinaria); trastornado tal vez por el recuerdo de la portentosa biblioteca de su abuela (que, por lo visto, no heredó); y aquejado quién sabe si por el mismo mal que llevó a su padre a guindar un Watteau del Louvre en 1939. Aunque todo esto es mucho suponer.

La realidad es que la sentencia, que acabamos de conocer, ha estado a la altura de historia tan fascinante. Bogousslavsky (que quiero dejar claro que no es el nombre de un plato tradicional húngaro) no irá a la cárcel, ni siquiera ha sido multado. Una y no más, Santo Tomás, le han dicho, eso sí, los jueces, me gusta imaginar que reconciliados con su ingrata profesión al juzgar a un estafador de muy distinta clase que los Madoff, Bigotes y demás calaña.

Bogousslavsky, el bibliópato. Robaba a los ricos para sí mismo, pero con qué arte.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El original y la versión "frente a frente"

No se puede decir que Bunbury no sorprenda con cada nuevo trabajo. Después de acabar con una de las escasas bandas de rock que este país ha dado parangonables con las que de relieve ha parido Reino Unido o Estados Unidos en los últimos veinticinco años, emprendió una carrera en solitario que partiendo de Radical sonora hasta la actualidad se puede calificar tranquilamente de sobresaliente. A veces antojadizo, por momentos zigzagueante y en ocasiones hasta "fullero" (recuérdese el mini plagio, en cualquier caso sobredimensionado, que llevó a cabo con "El hombre delgado que no flaqueará jamás"), Bunbury parece dispuesto a arriesgar pasando de etiquetas. Sí, yo también fruncí el ceño cuando me enteré de que iba a versionar a Jeanette, aquella musa setentera, pero el resultado es impecable. Incluso diría que después de escuchar la versión, la original crece. En fin, juzgue el oyente.



viernes, 19 de febrero de 2010

Cartas a Stalin

Dos creadores ante el abismo de su desaparición material e intelectual. Dos maestros de la literatura rogándole a un dictador el indulto que les permita seguir haciendo lo único que dota de sentido a sus vidas. Bulgákov y Zamiatin. El escritor de la extraordinaria El maestro y Margarita y el forjador de la distopía moderna.

Y frente a ellos, en la inmediata distancia, muñiendo el destino de millones de seres humanos, lósif Visarionovich.

“Al cabo de diez años mis fuerzas se han agotado; no tengo ánimos suficientes para vivir más tiempo acorralado, sabiendo que no puedo publicar, ni representar mis obras en la URSS”, escribe un Bulgákov aquejado de fuertes crisis nerviosas que ha enviado a las llamas su primer borrador de la que será su mayor obra. “Para mí, como para cualquier otro escritor, la privación de la posibilidad de escribir constituye un castigo mortal”, resuena como en un coro la voz de Zamiatin. Tanto el ruso como el ucraniano saben lo que es sufrir el acoso de la NKVD, la inquisitorial persecución de la crítica acrítica (“aquellos ilotas, panegiristas y personas atemorizadas y serviles” (en palabras de Bulgákov), los insultos, el ostracismo, la censura.

Se podría esperar que al verse acorralados, los dos autores adoptarán una actitud más sumisa, se autoinculparán, como harán más tarde durante los procesos de Moscú algunos de los más relevantes personajes de la Revolución, pasarán a escribir obras “comunistas”.

Pero, no.

“Particularmente, nunca he ocultado mi actitud ante el servilismo literario, el vasallaje y la hipocresía, diría Zamiatin. “Soy un ferviente admirador de esa libertad –afirma, como apostillando al anterior, Bulgákov- y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible.”

En Cartas a Stalin (Editorial Veintisiete Letras) destacan misivas desperadas, angustiadas, implorantes, cartas capaces de trascender su contingencia histórica para quedar como monumentos a una libertad que se puede pedir, pero no vender.

Todavía Zamiatin tendrá suerte y gracias a la intercesión de Gorki, saldrá de la URSS para no regresar, aunque su obra cumbre, aquella de la que beberían Huxley u Orwell, Nosotros, no se publicará en su país hasta 1988. Solo un año más tarde aparecería por primera vez la versión completa de El maestro y Margarita de Bulgákov, a quien el camarada Stalin no le concedió el anhelado permiso y tuvo que permanecer en el “exilio interior” y, por lo tanto sujeto a innumerables vejaciones hasta su muerte en 1940.

También en la República Socialista había que expulsar a los poetas, a ser posible después de humillarlos, apedrearlos, anularlos. Pero la vida y la obra de estos dos autores (como la de otros integrantes de aquella gran generación a la que pertenecieron Ajmátova, Mandelshtam, Pilniak, Bábel, Platónov o Pasternak) constituye un testimonio trágico pero esperanzador de cómo el arte, entendido como compromiso trascendente, tarde o temprano es capaz de reducir a un tamaño diminuto a quienes, como aquel maníaco georgiano, un día se creyeron Dios y su profeta.

APÉNDICE
LOS PROCESOS DE MOSCÚ

lunes, 1 de febrero de 2010

Amin Maalouf, El desajuste del mundo

Como muchos de nuestros mejores autores contemporáneos (entre los que podemos incluir a Roberto Bolaño, Le Clézio, Claudio Magris o Murakami, por citar solo a algunos), a Amin Maalouf cabe situarlo dentro de una escuela de “escritores-puente”, hombres de letras que han integrado diferentes culturas y tradiciones, sin renunciar a sus identidades pero cuidando celosamente de no quedar enterrados bajo las mismas, sepultados bajo el peso que las banderas deja sobre aquellos que las asen con demasiada obstinación. Con otro destacado narrador y ensayista de nuestro tiempo, Orhan Pamuk, comparte además el papel de mediador, que no de equidistante observador, entre dos mundos que parecen alejarse a ojos vista pese a que jamás estuvieron tan juntos y revueltos. Los dos frentes de esta guerra ideológica, Occidente y el Islam, ya no están separados como en las guerras de antaño -pese a los muros que aquí y allá proliferan-, por impermeables fronteras, razón de más para que este escritor libanés, al que podríamos poner la etiqueta de “comprometido” si la palabra no resultara ya tan equívoca ni estuviera tan desprestigiada, se lance, con un lenguaje sencillo pero vigoroso, a intentar desentrañar las causas que nos han conducido hasta aquí y a proponernos algunas recetas que puedan paliar los devastadores efectos que el crecimiento del fanatismo, la exclusión o la violencia están acarreando a millones de personas en todo el mundo y que suponen una grave amenaza para la supervivencia de las generaciones futuras.

Nacido en Beirut en 1949 en el seno de una familia de origen cristiano, con solo 22 años Maalouf, continuando la tradición familiar, comenzó a trabajar como periodista, lo que le permitió, en ocasiones en calidad de reportero de guerra, recorrer países como la India, Bangladesh, Argelia, Etiopía, Somalia, Kenia o Yemen.

En 1977, dos años después del comienzo de la guerra civil libanesa, Maalouf abandonó su país y se estableció en Paris, ciudad en la que ha residido desde entonces.

Desde que en 1983 apareciera su primer libro, Las cruzadas vistas por los árabes, su obra ensayística y literaria ha estado marcada, como en todos aquellos autores en los que late una doble identidad -bajo la que subyace en un estrato más profundo un deseo de universalidad-, por un afán de reconciliación entre culturas en el que no encaja ni el simplista concepto de “guerra de civilizaciones” con el que algunos pensadores actuales pretenden atrapar el presente y proyectar un futuro que pareciera escrito de antemano, ni la multiculturalidad a la carta que desde Occidente pretendió adoptarse en aras de una armónica convivencia que inmediatamente se demostraría inviable.

Maalouf, por utilizar una sugerente alegoría que dibuja el propio escritor libanés al final de su último libro, es un alpinista al que los continuos dramas que el mundo ha padecido y padece, no le han apagado el deseo de seguir atacando cumbres. La tentación prometeica no ha perdido un ápice de su impulso, la “aventura humana” le sigue fascinando lo suficiente como para no quedarse cruzado de brazos ante la aniquilación que la acecha.

Porque se trata, claro está de una aventura sumida en la incertidumbre, a la que siempre le sobran o faltan piezas, desencajada, arriesgada, caótica, a la deriva. “Hemos entrado en este siglo nuevo sin brújula”. La frase que abre el libro no puede ser más elocuente acerca de los riesgos que, para el libanés, afrontan nuestras sociedades. En los terrenos intelectual, financiero, climático, geopolítico, ético… Allí donde posemos nuestra mirada podemos percibir la envergadura de un desajuste que amenaza con abocarnos a una regresión capaz de echar por tierra los esfuerzos que generaciones de hombres han invertido en su empeño por edificar un mundo mejor.

El horizonte no puede ser más sombrío. Nuevos peligros “sin parangón en la Historia”, asoman por doquier. Después de que, con la caída del muro de Berlín la supresión de la amenaza de un cataclismo nuclear, consecuencia del fin del enfrentamiento entre los dos bloques antagónicos que protagonizaron la “guerra fría” resultase desactivada, el mundo pareció de golpe ser azotado por un viento cargado de esperanza. Pero las grandes expectativas que se crearon pronto zozobraron ante la realidad de un planeta que solo en apariencia se encaminaba hacia un horizonte de paz y orden.

La victoria de Occidente, según Maalouf, produjo su propia debilitación. Es decir, al imponer su modelo, modificó drásticamente los equilibrios que durante décadas habían conformado la política mundial. Así, su victoria sobre el comunismo, lejos de servir para extender su prosperidad más allá de sus fronteras culturales, únicamente aumentó el recelo en los países del Tercer Mundo. Ésta es una de las tesis principales de El desajuste del mundo. El hecho de que la civilización occidental, pese a crear más valores universales que cualquier otra, se ha mostrado sin embargo incapaz de transmitirlos adecuadamente. Entre el deseo secular de las potencias occidentales de civilizar al mundo o simplemente dominarlo, con demasiada frecuencia dominó esta segunda pulsión. Es decir, al tiempo que enarbolaban los principios más nobles luego se abstenían de implantarlos en los territorios conquistados. Las consecuencias de este desajuste no pueden estar más a la vista. Frente a la intolerancia y a la barbarie del mundo árabe, señala el autor, se alza la arrogancia e insensibilidad de su Némesis occidental, de tal modo que allí donde hipotéticamente los dos mundos han confluido, el resultado no ha podido ser más desolador. El ejemplo lo tenemos en Irak, donde los Estados Unidos y sus aliados ofrecieron la más elocuente muestra de cómo nunca podrá una autoridad imponer su gobernanza sobre el mundo con tal déficit de legitimidad, entendiendo por tal –según Maalouf- aquello “que permite que los pueblos y los individuos acepten, sin excesiva coerción, la autoridad de una institución encarnada en hombres y considerada portadora de valores compartidos”.

Atatürk pudo acabar con la dinastía otomana, abolir el califato, imponer el laicismo, implantar el alfabeto latino, en definitiva, darle la vuelta a Turquía como a un calcetín, porque le había devuelto la dignidad a su pueblo. Otros muchos lo intentarían más tarde, Nasser o Sadam, sin ir más lejos, pero fracasarían. Las derrotas bélicas ante el pequeño y joven Estado Judío de Israel resultarían toda una cura de humildad (y una incesante fuente de rencor) para las naciones árabes del entorno. La errática política poscolonialista de las potencias occidentales solo ensancharía y ahondaría la fractura que separaba al resto del mundo de un enardecido Islam. Maalouf apunta las claves que explican cómo todo lo acontecido en el mundo en las últimas décadas ha contribuido al triunfo de las tesis de los islamistas en el seno de las sociedad árabes: los fracasos de los regímenes nacionalistas árabes que desprestigiaron esta ideología, que empezaron a considerar como una importación de Occidente; la aceleración de la mundialización y la necesidad de abrazar una ideología global “que dejase atrás las identidades locales”; y finalmente la desaparición del bloque soviético, paradójicamente el hecho que decretaba el triunfo global de Occidente (el “fin de la historia”, como se apresuraron a decretar los analistas del momento).

Esta pérdida de referente resultó a la postre funesta para Oriente. Pero, para Occidente en su conjunto también vendría acompañada de no pocas calamidades: “al convertirse en modelo único, el capitalismo perdió un detractor útil y seguramente insustituible, que le criticaba los resultados sociales y le buscaba las cosquillas en lo referente a los derechos de los trabajadores y las desigualdades”. Sin ese “correctivo” el sistema degeneró velozmente. El dinero y la forma de ganarlo se convirtieron en algo “obsceno”.

A quien le pueda llamar la atención esta paradoja quizá le sorprendan no menos otras que Maalouf dibuja en el libro y que chocan con las creencias corrientemente extendidas. Así, los Papas cristianos, por ejemplo, son entrevistos en el libro como un símbolo de Progreso, pues más allá de erigirse en guardianes de la ortodoxia, “contribuyeron a la estabilidad intelectual de las sociedades católicas, incluso su estabilidad a secas”. La existencia centralizadora de una Iglesia, la conformación de un clero es justo de lo que carecieron los califas, quienes se encontraban desvalidos frente a los sultanes, visires y comandantes militares, que campaban por sus respetos, de tal forma que mientras el enorme poder de los papas desembocaba en una merma del espacio religioso en las sociedades católicas, en el anticlerical Islam, la ausencia de una institución eclesiástica fuerte, favoreció que lo religioso termina inundándolo todo.

Entre “victorias engañosas”, legitimidades extraviadas” y “certidumbres imaginarias” se desenvuelve el análisis de Maalouf de las “dos mandíbulas de la barbarie” que aprisionan a nuestras sociedades y que parecen llevarlas a un callejón sin salida. Y si bien es cierto, que en este relato no hay ni buenos ni malos, al final no la culpa, pero sí la mayor parte de la responsabilidad a la hora de encontrar soluciones se la carga a Occidente. Es aquí donde están las ‘llaves’, donde se encuentra el modelo universalmente válido que hay que saber adaptar. Por eso es tan importante recuperar la confianza de los inmigrantes, aquellos que han de servir de “intermediarios elocuentes de sus relaciones con el resto del mundo”. De su integración puede depender el resultado de “la gran batalla de nuestra época”. Ellos son el veneno o el antídoto. El punto de partido es totalmente desventajoso. Sus identidades han sido gravemente dañadas, “enarbolan las señales de su pertenencia original y se comportan a veces como si su residencia adoptiva fuese territorio enemigo”. Esto es especialmente evidente entre los árabes, extranjeros en todos sitios, humillados, vencidos. Desesperados.
La máquina de integrar, dice Maalouf está atascada y no será desde el multiculturalismo, o más concretamente desde el “comunitarismo” y su ampliación en “tribus planetarias” como nos libraremos de los enfrentamientos que se anuncian. Hay que apostar por la otra visión, la pluralista, aquella que presenta a una “humanidad consciente de su destino común” y “unida en torno a los mismos valores esenciales”, pero que sigue desarrollando “las expresiones culturales más diversas”.

Frente a quienes han decidido dejar de luchar, aún a costa de inmolarse y llevarse de paso las vidas de aquellos que se encuentren dentro del radio de su cinturón de explosivos; frente a quienes apuestan por ponerse a cubierto “a la espera de que pase la tormenta”, Maalouf encuentra una tercera vía (un desfiladero, podríamos decir por completar la imagen), la que recorren quienes consideran que hay que “clausurar la Historia tribal de la humanidad, la Historia de las luchas entre naciones, entre Estados, entre comunidades étnicas o religiosas, y también entre civilizaciones”.

Entrar en esta nueva fase supone “volver a inventarlo todo: las solidaridades, las legitimidades, los valores, los puntos de referencia”. Y esta salvación, pasa en primer lugar “por la cultura”, por desarrollar una “vida interior floreciente”, por dar a la enseñanza “el lugar prioritario que le corresponde”.

Las palabras del autor de León el Africano nos suenan a música celestial. Su llamada a un nuevo humanismo, a una solidaridad “que pueda trascender las naciones, las comunidades, las etnias, sin acabar con la plétora de las culturas”, nos solaza. Pero, ¿no será que nos encontramos ante uno de esos “optimistas antropológicos”? ¿Ante otro idealista contumaz? ¿Ante alguien cargado –como él mismo señala- de “buenos deseos”? Puede que algo de esto también exista, pero es fácil convenir con Maalouf en que, llegados a este estado de nuestra evolución, ante los acuciantes retos que la humanidad tiene por delante, y los innumerables peligros (políticos, sociales, medioambientales…) de los que se encuentra sembrado el porvenir, a nuestra especie solo le quedan dos opciones: implosionar o metamorfosearse.

Ni que decir tiene que el libanés ha elegido la segunda. La vía de quienes confían en que la humanidad se dará cuenta de que “en la frágil balsa en que navega, vive una aventura común” y anhelan, por lo tanto, que pueda por fin clausurarse esta “Prehistoria demasiado larga”.

Algunos indicios, escarba el autor que podrían mover a la esperanza. Pero, ¿serán suficientes”. Al fin y al cabo, señala, “El tiempo no es nuestro aliado, es nuestro juez, y ya estamos con un aplazamiento de condena”.
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Publicado en dosdoce
 
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