jueves, 31 de diciembre de 2009

Gandhi, Mandela, Haidar...

Navidad en El Aaiún. Haidar ha regresado a su casa e intenta recuperarse de las secuelas provocadas por su última huelga de hambre. Sin embargo el asedio continúa. Denuncia estar bajo arresto domiciliario. “Es nuestra Mandela, nuestra Gandhi”, dice a Reuters Gani Minatu, de 37 años, mientras hace un te en su jaima del campo de refugiados. ¿Pero cuánto hay de cierto en tal afirmación? ¿Es posible tal equiparación o resulta desproporcionada? Veamos.

Gandhi

La “politización del ayuno” se la debemos a Mohandas Gandhi. Concebida al inicio como una forma de mortificación, dentro de la combinación de hinduismo, cristianismo y mahometanismo que configuró su doctrina, la huelga de hambre se convirtió para el líder nacionalista indio en un arma política de primera magnitud, hasta el punto de que la posibilidad de que uno de esos ayunos le condujera a la muerte podía modificar el curso político de todo el subcontinente.


La historia es sobradamente conocida. Descendiente de comerciantes y después de haber transitado por una época de gentleman (vestía a la inglesa e incluso había ayudado a crear el Cuerpo Indio de Ambulancias durante la guerra entre los británicos y los bóers), Gandhi, que por aquel entonces vivía su periplo sudafricano, influenciado por lecturas como la crítica del capitalismo de John Ruskin, comenzó a llevar una vida comunitaria que sentaría las bases de su gran ideal: ver una India independiente organizada en torno a miles de pequeñas aldeas tolstoianas autogestionadas de modo cooperativista.

Inmediatamente, para lograr su objetivo adoptaría los métodos de la resistencia pasiva y la no violencia, base de su concepción de la desobediencia civil, y como líder espiritual y cabeza visible del Partido del Congreso Nacional Indio –puesto que cedería al, a la postre, primer presidente Jawaharlal Nehru- se entregó en cuerpo y alma, a través de la práctica de la no cooperación, a luchar por la emancipación de su país.

Por el camino, Gandhi puso su vida en peligro innumerables veces. Desde la cárcel se enteró de la muerte de su esposa Kasturbhai, también en prisión, y él mismo sería finalmente asesinado, por un miembro de un grupo extremista hindú.

A esas alturas, el país era ya un estado soberano y se había producido, pese a los denodados esfuerzos de Gandhi por evitarlo y en medio de un baño de sangre, la separación de Pakistán. Y pese a todo, medio siglo después sigue vibrando su mensaje, resonando contra el espíritu de los tiempos en nuestra cabeza palabras como las que antes de iniciar su célebre “marcha de la sal” pronunció ante miles de sus seguidores: “Un Satyagrahi [el que abraza la verdad, en sánscrito], esté libre o en prisión, siempre se alza victorioso. Sólo se le vence cuando renuncia a la verdad y a la no violencia, y hace oídos sordos a la voz de su interior”.

Mandela

El Congreso Nacional Africano (CNA) se había inspirado desde sus orígenes en el método de la no violencia de Gandhi (de hecho Mahatma, “gran alma”, se había curtido en Sudáfrica cuando solo era un joven abogado que llegó a estar cuatro veces entre rejas por defender los derechos de los emigrantes indios), pero ante la escasez de resultados –que al contrario solo habían producido una legislación más represiva, como la que prohibía los matrimonios mixtos o institucionalizaba los guetos- decidieron dar un paso más, rozando la fina línea que separa el sabotaje del terrorismo. Sin embargo, Nelson Mandela, líder del movimiento, sabía sobradamente que de desencadenar una guerra civil “la paz racial sería más difícil de lograr que nunca”.


En la Carta de la Libertad, verdadero credo del nacionalismo africano, y a pesar de la crueldad de los afrikaaners en el poder y su dogma de la supremacía blanca, así lo apuntaba: “África del Sur pertenece a todos los que viven en ella, a los blancos y a los negros, y ningún gobierno puede pretender el ejercicio del poder si no lo recibe de la voluntad de todos”.

De ahí que nada tuviera de casual que Mandela sacase a colación este documento programático en su histórica intervención del 20 de abril de 1964 durante el llamado “juicio de Rivonia”, y a resultas del cual el líder sudafricano, en compañía de otros ocho miembros del Alto Mando Nacional del Umkhonto we Sizwe, sería condenado por traición y conspiración.

También el líder africano, como Gandhi antes, como Haidar más tarde, pudo decir que éste -la lucha por la libertad, en su caso la lucha contra la dominación blanca y también contra la dominación negra-, “es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Así, como recogería décadas más tarde en su biografía, siendo ya presidente de Sudáfrica, no le preocupaba salir bien librado del juicio, sino considerarlo como una plataforma extraordinaria para la difusión de sus ideas. Su defensa no era legal. Como primer abogado negro en la historia sudafricana, sabía que en ese terreno su derrota era segura. Su batalla era moral. Y para hacerla efectiva no estaba dispuesto, en contra de las advertencias de su abogado, a recortar una coma de su declaración.

El preso 46664, denominación con la que quisieron enterrarlo en vida sus represores, al estilo de los nazis en los campos de concentración, permaneció 26 años confinado en la prisión de Robben Island. Pero, al final triunfó. Y Nelson Rolihlahla Mandela, Nelson “el alborotador” –como resulta de la traducción de su segundo nombre del xhosa”-, convertido en símbolo de la resistencia de un pueblo que, como tantos otros, tuvo que someterse a la siniestra herida que le imprimieron las aventuras coloniales de las grandes potencias europeas de finales del siglo XIX, pudo, como los berlineses tres meses antes, romper su muro.

Haidar…

Si esto fuera un cuento y no la breve crónica de una epopeya en tres actos, podríamos empezar este último apartado diciendo: muchos años después, a siete mil kilómetros al noroeste de Johannesburgo… Pero, como digo, la situación de Aminetu Haidar y de su pueblo poco tienen en común con cualquier narración infantil, entre otras cosas, porque no sabemos aún el signo que tomará su desenlace, si los saharauis podrán algún días ser felices y comer perdices o, por lo menos, alcanzar la libertad que les permita aspirar a consumar tal sueño.


Tras la apresurada marcha de España, potencia colonizadora del territorio, con la firma de los Acuerdos de Madrid con Marruecos y Mauritania, el Sáhara Occidental entró en una especie de limbo. Oficialmente, se trataba de un territorio no autónomo bajo la supervisión del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, pero de facto su suelo se encuentra ocupado casi en su totalidad por Marruecos, a excepción de la franja que controla la autoproclamada República Árabe Saharaui Democrática, a la que no reconoce la ONU pero sí 46 países del mundo, entre ellos Sudáfrica, por un compromiso personal del líder del CNA Nelson Mandela con el movimiento nacional saharaui en tiempos en el que ambas organizaciones luchaban por la independencia de sus respectivos países.

Evidentemente, los tres casos mencionados presentan grandes diferencias entre sí y resultaría temerario por mi parte intentar equipararlos. Pero también nos permiten establecer notables similitudes.

Por un lado, tanto Gandhi como Mandela o Haidar, son líderes nacionalistas, pero en un sentido bien distinto al que se le suele dar a este calificativo en la actualidad. Su carácter ‘nacional’ entronca con el sentido que la Carta de las Naciones Unidas –y más concretamente la resolución 1514 aprobada años más tarde por el organismo internacional- transfería a los pueblos que luchaban por su autodeterminación, que trataban de este modo de librarse de las cadenas con que les atenazaba su herencia colonial.

Además, las tres figuras se han convertido en símbolo de las respectivas luchas de sus pueblos y, de manera general, de la batalla universal que en todos los tiempos los más débiles han debido librar frente a un poder que los oprimía, negándoles esos derechos que esos mismos se arrogan. En este sentido, su carisma es indiscutible. Tan grande como su fortaleza y convicción, que algunos confunden con terca obstinación.

Sin embargo, a diferencia de los anteriores, la historia de Haidar está aún por escribirse. O mejor dicho, ella misma la está escribiendo agónicamente en estos momentos. Por eso, conviene distanciarse de los hechos y asumir de una vez por todas que la batalla de Haidar, como la de Mandela en su día, no es legal, sino moral. Que su caso revela una injusticia que, además, frente a los dos casos anteriores -que, de algún modo, obedecen a fenómenos que llamaremos “epocales” (en el marco de la descolonización británica, el primero, de la superación del racismo institucionalizado, el segundo)- parece irremediablemente relegada a un callejón sin salida.

La ‘cuestión saharaui’ es un anacronismo -como lo son, por motivos diferentes, el comunismo en Cuba o Corea del norte, o el terrorismo abertzale-, una asignatura pendiente de la que han corrido todas las convocatorias, abandonada a su suerte –o lo que es peor, a Marruecos, convertida en “cuestión de honor”-, dejada fuera de programa.

Su regreso a El Aaiún supone una victoria simbólica. La victoria de la vida y de la diplomacia. Sin embargo, en solo unos días –si no lo ha hecho ya- la cuestión del Sáhara Occidental volverá previsiblemente a situarse fuera de plano, borrada de una agenda en la que vagamente una vez figuró, escrita a lápiz y en un margen. Pero, no importa, o mucho nos equivocamos, o Haidar, como aquellos infatigables luchadores por la libertad de los que hemos hablado, volverá a golpear nuestras conciencias en el momento menos pensado.

Contra la enfermedad del olvido, la medicina de un compromiso inquebrantable.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Identidades

Pilar Bardem no quiere que la identifiquen con los de ‘la ceja’. Los socialistas catalanes tampoco quieren ahora que los identifiquen con quienes quieren prohibir los toros en la comunidad. A Pajín le incomoda que la identifiquen con los marroquíes (y también con los saharauis). Al reformador Obama no hay nada que le ponga más nervioso, aparte de que lo premien por nada y deba leer un discurso para justificarlo, que lo identifiquen con un comunista. Muy pronto, los empresarios españoles no querrán que los identifiquen con su presidente, Díaz Ferrán. Y hace tiempo que al viento dejó de interesarle que lo identificaran con quienes pronuncian su nombre en vano.

Probablemente, a Abdoulaye Coulibaly, también le gustaría no tener que ser identificado como negro ni albino. Al menos, como una de las dos cosas, aunque no cabe duda de que siendo moreno de pelo y blanco de piel (justo lo contrario) le habría ido mucho mejor. Coulibaly, malí de 22 años, acaba de ser acogido como refugiado en nuestro país. En abril, un cayuco lo dejó a las costas de Tenerife mientras huía de la sanguinaria superstición que persigue en muchos lugares de África a los negros albinos, quienes resultan una víctima propiciatoria en los rituales de brujería.

A diferencia del personaje protagonista de La mancha humana de Philip Roth, al joven le resultó imposible ocultar su identidad. Coleman Silk sí pudo esconder durante toda una vida que no era negro, aunque el destino -también Edipo quiso huir de la maldición que sobre los lacedemonios pesaba, sin éxito- le tuviera reservada una siniestra broma. Por eso, el “intachable” Silk tuvo que ver cómo su vida se desmoronaba por un simple comentario inocente, por comparar la ausencia reiterada de dos alumnos con un “humo negro” que se desvanece. Arruinado por una metáfora: la del negro que no quería ser negro que llamó “negro” sin saberlo a dos alumnos. Irónico. Absurdo. Y a la vez, terrible.

Entre la reafirmación identitaria, y la carga que supone muchas veces ser lo que somos, nacer donde hemos nacido, orinar sentado o de pie, se nos va la vida. Los hay que se inmolan en nombre de Alá y las que lo darían todo por poder pasear por la calle sin cargar con el peso de un velo y de una mancha inexistente. Nuestras identidades nos definen, pero no deberían sellar nuestro destino. Al fin y al cabo, si Pélope extendió sobre la casta de Layo su condena fue porque éste había violado a su hijo Crisipo. Pero, qué culpa tiene nadie de haber nacido negro, mujer, homosexual, chií, zurdo, albino…

Sin embargo, en el pulso que libran los fanáticos de la identidad con los defensores del universalismo ilustrado, los primeros tienen todas las de ganar. Claro que es imposible vivir sin ancla, en el desarraigo, sobrevolando las cosas sin tocarlas. En el fondo, Kant era un tipo de pueblo, en el alma de Borges sonaba un tango y no sería concebible el cine de Woody Allen -incluso cuando rueda en Europa- sin la alargada sombra que proyectan los rascacielos de Manhattan. Amin Maalouf, que acaba de dedicar su último libro a estos “desajustes” planetarios, no renuncia a su parte árabe, lo que no impide que, como Amos Oz -que tampoco lamenta ser judío-, hable desde el sentido común, tendiendo puentes entre culturas y “civilizaciones”.

Saben, como Stefan Zweig, que todo carné de identidad tiene algo de perverso, que es la legitimación de una derrota.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Cainitas

["La última cena", según Buñuel]

Oyendo hablar a un hombre fácil es/acertar dónde vio la luz del sol,/si habla bien de Inglaterra será inglés, /si habla mal del alemán es un francés,/y si habla mal de España es español”. El célebre pasaje lo firmaba el poeta Joaquín Bartrina, aunque le debemos su puesta al día a Sánchez Dragó, quien utilizó el último verso como título para uno de sus últimos libros.

Pero, ¿podemos dar por buena esta lúgubre afirmación? ¿Tan poco respeto nos tenemos los españoles? Le daba vueltas yo a esta idea mientras observaba algunos debates generados en la red sobre cuestiones candentes de la actualidad. Las descargas en internet, la cumbre sobre el calentamiento global, la gestión del caso ‘Haidar’ por parte del Gobierno, el editorial de los periódicos catalanes... Allí donde centraba mi atención, podía percibir, por un lado, una cruda polarización, una especie de actualización de la dialéctica de las dos Españas; y por el otro, un subterráneo desprecio hacia nuestro país, que desembocaba en una especie de resignación colectiva.

Escarbando un poco en la cuestión, y con el recuerdo reciente de mi última visita a la extraordinaria Viridiana de Buñuel, me puse a pensar en el estigma que ha acompañado al cine español a lo largo de su historia. Al que llenaba las salas durante la época oscura de la dictadura, no tardamos en tildarlo de “casposo”, de “españolada”, cuando conquistamos las libertades civiles. Y el siguiente, el de las últimas décadas (pese al reconocimiento internacional de directores como Almodóvar o Amenábar) casi ha sido obligado a pedir perdón por su mera existencia.

¿No será acaso que existen motivos extra artísticos que justifiquen el juicio sumarísimo al que tiene que hacer frente, la permanente chanza de la que es objeto, la ridiculización permanente a la que es sometido por parte del gran público. En definitiva, ¿no será que el cine español en su conjunto, es malo, principalmente, porque es español?

De no ser así, cómo explicar que una filmografía que ha dado directores como Buñuel, Berlanga o Bardem, entre los clásicos, y películas como Tesis, El día de la bestia, Los sin nombre, Solas, Hable con ella, Nadie hablará de nosotras, En la ciudad sin límites, Los lunes al sol, La lengua de las mariposas, Azul oscuro, casi negro o El laberinto del Fauno, en los últimos años, sea tan maltratada en su propio país.

Está claro que nuestro cine es modesto. Se producen pocas películas y éstas gozan de escasa distribución. Pero, parece injusto que mientras industrias como la estadounidense (de la que me reconozco devoto deudor) infestan el mercado con cientos de títulos mediocres por cada filme de valía, abominemos de un cine en el caben más cosas que Yo soy la Juani o Mentiras y gordas.

El odio al colectivo de “la ceja” (por el que no siento especial simpatía), ha hecho el resto, dejándonos caer de nuevo en nuestro adorado maniqueísmo. Y pudiendo elegir bando, entiendo a los que prefieran estar en frente del que engrosa Willy Toledo. Pero, ¿qué hay al otro lado? ¿La última versión del Apocalipsis made in Hollywood?

Seamos serios. Desterremos la demagogia roja y la demagogia blanca, que diría Castelar. Juzguemos las obras por lo que encierran. Por su valor per se. Eso, siempre que no queramos vernos reflejados en los tullidos cainitas que con gran clarividencia retrató Buñuel.

martes, 8 de diciembre de 2009

Hermesiana. Castelar: Nada hay tan voluntario como la religión

Mucho menos conocido que el célebre “España ha dejado de ser católica” del por aquel entonces Ministro de la Guerra, Manuel Azaña el discurso de Emilio Castelar, último presidente de la I República (de un total de cuatro en apenas un año) supone un hito dentro del debate sobre la separación entre Iglesia y Estado (en fecha tan reciente como 1869) y debe ser considerado como un monumento del laicismo en un tiempo en el que la sociedad española no estaba ni mucho menos madura para encajar un mensaje de este tipo.

Sesenta años después, la cuestión religiosa seguirá levantando ampollas y su gestión por parte de los nuevos gobernantes republicanos alimentará el fuego que terminará propiciando el colosal incendio que fue la Guerra civil. No en vano, los españoles del siglo XX hicieron todo lo posible para no aprender de las lecciones del pasado, olvidando que a la postre una de las dos Españas habría de helarnos el corazón. Castelar, que asistió en primera fila al desplome del sueño republicano ya había anunciado en su hora postrera: “Apenas tenemos patria , entregado casi todo el mediodía a los excesos de la demagogia roja y entregado el norte a los excesos de la demagogia blanca”.

A que les suena...

En fin, hacía tiempo que no recogía aquí uno de esos textos esenciales que uno va recogiendo por el camino y éste posee la doble condición de haber jugado un papel histórico relevante (al menos en la batalla de las ideas de nuestro país) y a la vez estar admirablemente escrito, sin perder de vista de que se trata de un texto pensado para ser leído en voz alta. A Castelar se le ha considerado como el mayor orador de nuestra historia política. El tiempo, claro está (a la vista del nivel actual de nuestro parlamentarismo) no hace sino agigantar su figura.

Reconozco que es algo largo, al menos para lo que se considera razonable en un blog. Pero, ¿quién quiere ser razonable y por qué habríamos nosotros mismos de renagar de nuestras rancias creencias? Resumirlo sería amputar el libre desarrollo de una inteligencia en pleno proceso creador. Y además, cuando la vena apocalíptica se hincha, la integrada solo puede mirar resignada. Que lo disfrutéis. (las negritas son mías).


Discurso sobre la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado
(12-IV-69)

“Señores Diputados: Inmensa desgracia para mí, pero mayor desgracia todavía para las Cortes, verme forzado por deberes de mi cargo, por deberes de cortesía, a embargar casi todas las tardes, contra mi voluntad, contra mi deseo, la atención de los señores Diputados. Yo espero que las Cortes me perdonarán si tal hago en fuerza de las razones que a ello me obligan; y que no atribuirán de ninguna suerte tanto y tan largo y tan continuado discurso a intemperancia mía en usar de la palabra. Prometo solemnemente no volver a usarla en el debate de la totalidad.

Decía mi ilustre amigo el Sr. Ríos Rosas en la última sesión, con la autoridad que le da su palabra, su talento, su alta elocuencia, su íntegro carácter, decíame que dudaba si tenía derecho a darme consejos. Yo creo que S.S. lo tiene siempre: como orador, lo tiene para dárselos a un principiante; como hombre de Estado, lo tiene para dárselos al que no aspira a este título; como hombre de experiencia, lo tiene para dárselos al que entra por vez primera en este respetado recinto. Yo los recibo, y puedo decir que el día en que el Sr. Ríos Rosas me aconsejó que no tratara a la Iglesia católica con cierta aspereza, yo dudaba si había obrado bien; yo dudaba si había procedido bien, yo dudaba si había sido justo o injusto, si había sido cruel, y sobre todo, si había sido prudente.

¿Qué dije yo, señores, qué dije yo entonces? Yo no ataqué ninguna creencia, yo no ataqué el culto, yo no ataqué el dogma. Yo dije que la Iglesia católica, organizada corno vosotros la organizáis, organizada como un poder del Estado, no puede menos de traernos grandes perturbaciones y grandes conflictos, porque la Iglesia católica con su ideal de autoridad, con su ideal de infalibilidad, con la ambición que tiene de extender estas ideas sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el organismo de los Estados libres causa de una continua perturbación en todas las conciencias, causa de una constante amenaza a todos los derechos.

Si alguna duda pudierais tener, si algún remordimiento pudiera asaltaros, señores, ¿no se ha levantado el Sr. Manterola con la autoridad que le da su ciencia, con la autoridad que le dan sus virtudes, con la autoridad que le da su alta representación en la Iglesia, con la autoridad que le da la altísima representación que tiene en este sitio, no se ha levantado a decirnos en breves, en sencillas, en elocuentísimas palabras, cuál es el criterio de la Iglesia sobre el derecho, sobre la soberanía nacional, sobre la tolerancia o intolerancia religiosa, sobre el porvenir de las naciones? Si en todo su discurso no habéis encontrado lo que yo decía, si no habéis hallado que reprueba el derecho, que reprueba la conciencia moderna, que reprueba la filosofía novísima, yo declaro que no ha dicho nada, yo declaro que todos vosotros tenéis razón y yo condeno mi propio pensamiento. Pero su discurso, absolutamente todo su discurso, no ha sido más que una completa confirmación de mis palabras; cuanto yo decía, lo ha demostrado el Sr. Manterola. Pues qué, ¿no ha dicho que el dogma de la soberanía nacional, expresado en términos tan modestos por la comisión, es inadmisible, puesto que el clero no reconoce más dogma que la soberanía de la Iglesia? ¿Y no os dice esto que después de tantos y tan grandes cataclismos, que después de las guerras de las investiduras, que después de las guerras religiosas, que después del advenimiento de tantos Estados laicos, que después de tantos Concordatos en que la Iglesia ha tenido que aceptar la existencia civil de muchas religiones, aún no ha podido desprenderse de su antiguos criterios, del criterio de Gregorio VIII y de Inocencio III, y aún cree que todos los poderes civiles son una usurpación de su poder soberano?

Señores, nadie como yo ha aplaudido la presencia en este sitio del Sr. Manterola, la presencia en este sitio del ilustre obispo de Jaén, la presencia en este sitio del ilustre cardenal de Santiago. Yo creía, yo creo que esta Cámara no sería la expresión de España si a esta Cámara no hubieran venido los que guardan todavía el sagrado depósito de nuestras antiguas creencias, y los que aún dirigen la moral de nuestras familias. Yo los miro con mucho respeto, yo los considero con gran veneración, por sus talentos, por su edad, por el altísimo ministerio que representan. Consagrado desde edad temprana al cultivo de las ideas abstractas, de las ideas puras, en medio de una sociedad entregada con exceso al culto de la materia, en medio de una sociedad muy aficionada a la letra de cambio, en esta especie de indiferentismo en que ha caído un poco la conciencia olvidada del ideal, admito, sí, admito algo de divino, si es que ha de vivir el mundo incorruptible y ha de conservar el equilibrio, la armonía entre el espíritu y la naturaleza, que es el secreto de su grandeza y de su fuerza.

Pero, señores, digo más: hago una concesión mayor todavía a los señores que se sientan en aquel banco; les hago una concesión que no me duele hacerles, que debo hacerles, porque es verdad. A medida que crece la libertad, se aflojan los lazos materiales: a medida que los lazos materiales se aflojan, se aprietan los lazos morales. Así es necesario para que una sociedad libre pueda vivir, es indispensable que tenga grandes lazos de idea, que reconozca deberes, deberes impuestos, no por la autoridad civil, no por los ejércitos, sino por su propia razón, por su propia conciencia. Por eso, señores, yo no he visto, cuando he ido a los pueblos esclavos, no he visto nunca observada la fiesta del domingo; yo no la he visto observada en España, yo no la he visto observada jamás en París.

El domingo en los pueblos esclavos es una saturnal. En cambio, yo he visto el domingo celebrado con una severidad extraordinaria, con una severidad de costumbres que asombra, en los dos únicos pueblos libres que he visitado en mi larga peregrinación por Europa, en Suiza y en Inglaterra. ¿Y de qué depende? Yo sé de lo que depende: depende de que allí hay lazos de costumbres, lazos de inteligencia, lazos de costumbres y de inteligencia que no existen donde la religión se impone por la fuerza a la voluntad, a la conciencia, por medio de leyes artificiales y mecánicas. Así me decía un príncipe ruso, en Ginebra, que había más libertad en San Petersburgo que en Nueva York; y preguntándole yo por qué, me contestaba: «Por una razón muy sencilla: porque yo soy muy aficionado a la música, y en San Petersburgo puedo tocar el violín en domingo, mientras que no puedo tocarlo en Nueva York». He aquí cómo la separación de la Iglesia y el Estado, cómo la libertad de cultos, cómo la libertad religiosa engendra este gran principio, la aceptación voluntaria de la religión y de la metafísica, o de la moral, que es como la sal de la vida, y conserva sana la conciencia.

Ya sabe el Sr. Manterola lo que San Pablo dijo: «Nihil tam voluntarium quam religio». Nada hay tan voluntario como la religión. El gran Tertuliano, en su carta a Escápula, decía también: «Non est religionis cogere religioneni». No es propio de la religión obligar por fuerza, cohibir para que se ejerza la religión. ¿Y qué ha estado pidiendo durante toda esta tarde el Sr. Manterola?¿Qué ha estado exigiendo durante todo su largo discurso a los señores de la comisión? Ha estado pidiendo, ha estado exigiendo que no se pueda ser español, que no se pueda tener el título de español, que no se puedan ejercer derechos civiles, que no se pueda aspirar a las altas magistraturas políticas del país sino llevando impresa sobre la carne la marca de una religión forzosamente impuesta, no de una religión aceptada por la razón y por la conciencia.

Por consiguiente, el Sr. Manterola, en todo su discurso, no ha hecho más que pedir lo que pedían los antiguos paganos, los cuales no comprendían esta gran idea de la separación de la Iglesia y del Estado; lo que pedían los antiguos paganos, que consistía en que el rey fuera al mismo tiempo papa, o, lo que es igual, que el Pontífice sea al mismo tiempo, en alguna parte y en alguna medida, rey de España.

Y sin embargo, en la conciencia humana ha concluido para siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El Estado no tiene religión, no la puede tener, no la debe tener. El Estado no confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo quisiera que el Sr. Manterola tuviese la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va a estar el día del juicio el alma del Estado que se llama España.

Suponía un gran poeta alemán hallarse allá en el polo. Era una de esas inmensas noches polares en que las auroras de color de rosa se reflejan sobre el hielo. El espectáculo era magnífico, era indescriptible. Hallábase a su lado un misionero, y como una ballena se moviese, le decía el misionero al poeta: «Mirad, ante este grande y extraordinario espectáculo, hasta la ballena se mueve y alaba a Dios». Un poco más lejos hallábase un naturalista, y el alemán le dijo: «Vosotros, los naturalistas, soléis suprimir la acción divina en vuestra ciencia; pues he aquí que este misionero me ha dicho que cuando ese gran espectáculo se ofreció a nuestra vista en el seno de la naturaleza, hasta la ballena se movía y alababa a Dios». El naturalista contestó al poeta alemán: «No es eso; es que hay ciertas ratas azules que se meten en el cuerpo de la ballena, y al fijarse en ciertos puntos del sistema nervioso, la molestan y la obligan a que se conmueva; porque ese animal tan grande y que tiene tantas arrobas de aceite, no tiene, sin embargo, ni un átomo de sentimiento religioso». Pues bien, exactamente lo mismo puede decirse del Estado. Ese animal tan grande no tiene ni siquiera un átomo de sentimiento religioso.

Y si no, ¿en nombre de qué condenaba el señor Manterola, al finalizar su discurso, los grandes errores, los grandes excesos, causa tal vez de su perdición, que en materia religiosa cometieron los revolucionarios franceses? No crea el Sr. Manterola que nosotros estamos aquí para defender los errores de nuestros mismos amigos: como no nos creemos infalibles, no nos creemos impecables, ni depositarios de la verdad absoluta; como no creemos tener las reglas eternas de la moral y del derecho, cuando nuestros amigos se equivocan, condenamos sus equivocaciones, cuando yerran los que nos han precedido en la defensa de la idea republicana, decimos que han errado porque nosotros no tenemos desde hace diez y nueve siglos el espíritu humano amortizado en nuestros altares.

Pues bien, Sres. Diputados: Barnave, que comprendía mejor que otros de los suyos la Revolución francesa, decía: «Pido en nombre de la libertad, pido en nombre de la conciencia, que se revoque el edicto de los reyes, que arrojaba a los jesuitas». La Cámara no quiso acceder, y aquella hubiera sido medida mucho más prudente, más sabia, más progresiva, que la medida de exigir al clero el juramento civil, lo cual trajo tantas complicaciones y tantas desgracias sobre la Revolución francesa. En nombre del principio que el Sr. Manterola ha sostenido esta tarde de que el Estado puede y debe imponer una religión, Enrique VIII pudo en un día cambiar la religión católica por la protestante como Teodosio, por una especie de golpe de Estado semejante al de 18 de Brumario, pudo cambiar en el Senado romano la religión pagana por la religión católica; como la Convención francesa tuvo la debilidad de aceptar por un momento el culto de la diosa razón; como Robespierre proclamó el dogma del Ser supremo, diciendo que todos debían creer en Dios para ser ciudadanos franceses, lo cual era una reacción inmensa, reacción tan grande como la que realizó Napoleón I cuando, después de haber dudado si restauraría el protestantismo o restauraría el catolicismo, se decidió por restaurar el catolicismo, solamente porque era una religión autoritaria, solamente porque hacía esclavos a los hombres, solamente porque hacía del antiguo papa y del nuevo Carlomagno una especie de dioses.

Por consecuencia, el Sr. Manterola no tenía razón, absolutamente ninguna razón, al exigir, en nombre del catolicismo, en nombre del cristianismo, en nombre de una idea moral, en nombre de una idea religiosa, fuerza coercitiva, apoyo coercitivo al Estado. Esto sería un gran retroceso, porque, señores, o creemos en la religión porque así nos lo dicta nuestra conciencia, o no creemos en la religión porque también la conciencia nos lo dicta así. Si creemos en la religión porque nos lo dicta nuestra conciencia, es inútil, completamente inútil, la protección del Estado; si no creemos en la religión porque nuestra conciencia nos lo dicta, en vano es que el Estado nos imponga la creencia; no llegará hasta el fondo de nuestro ser, no llegará al fondo de nuestro espíritu: y como la religión, después de todo, no es tanto una relación social como una relación del hombre con Dios, podréis engañar con la religión impuesta por el Estado a los demás hombres, pero no engañaréis jamás a Dios, a Dios, que escudriña con su mirada el abismo de la conciencia.

Hay en la Historia dos ideas que no se han realizado nunca; hay en la sociedad dos ideas que nunca se han realizado: la idea de una nación, y la idea de una religión para todos. Yo me detengo en este punto, porque me ha admirado mucho la seguridad con que el señor Manterola decía que el catolicismo progresaba en Inglaterra, que el catolicismo progresaba en los Estados Unidos, que el catolicismo progresaba en Oriente. Señores, el catolicismo no progresa en Inglaterra. Lo que allí sucede es que los liberales, esos liberales tenidos siempre por réprobos y herejes en la escuela de S.S., reconocen el derecho que tiene el campesino católico, que tiene el pobre irlandés, a no pagar de su bolsillo una religión en que no cree su conciencia. Esto ha sucedido y sucede en Inglaterra. En cuanto a los Estados Unidos diré que allí hay 34 ó 35 millones de habitantes; de estos 34 ó 35 millones de habitantes, hay 31 millones de protestantes y 4 millones de católicos, si es que llega; y estos 4 millones se cuentan, naturalmente, porque allí hay muchos europeos, y porque aquella nación ha anexionado la Lusiania, Nuevas Tejas, la California, y, en fin, una porción de territorios cuyos habitantes son de origen católico.

Pero, señores, lo que más me maravilla es que el Sr. Manterola dijera que el catolicismo se extiende también por el Oriente. ¡Ah, señores! Haced esta ligera reflexión conmigo: no ha sido posible, lo ha intentado César, lo ha intentado Alejandro, lo ha intentado Carlomagno, lo ha intentado Carlos V, lo ha intentado Napoleón; no ha sido posible constituir una sola nación: la idea de variedad y de autonomía de los pueblos ha vencido a todos los conquistadores; y tampoco ha sido posible crear una sola religión: la idea de la libertad de conciencia ha vencido a los Pontífices.

Cuatro razas fundamentales hay en Europa: la raza latina, la raza germánica, la raza griega y la raza eslava. Pues bien, en la raza latina, su amor a la unidad, su amor a la disciplina y a la organización se ve por el catolicismo: en la raza germánica, su amor a la conciencia y al derecho personal, su amor a la libertad del individuo se ve por el protestantismo: en la raza griega, se nota todavía lo que se notaba en los antiguos tiempos, el predominio de la idea metafísica sobre la idea moral; y en la raza eslava, que está preparando una gran invasión en Europa, según sus sueños, se ve lo que ha sucedido en los imperios autoritarios, lo que sucedió en Asia y en la Roma imperial, una religión autocrática. Por consiguiente, no ha sido posible de ninguna suerte encerrar a todos los pueblos modernos en la idea de la unidad religiosa.

¿Y en Oriente? Señores, yo traeré mañana al Sr. Manterola, a quien después de haber combatido como enemigo abrazaré como hermano, en prueba de que practicamos aquí los principios evangélicos; yo le traeré mañana un libro de la Sociedad oriental de Francia, en que hay un estado del progreso del catolicismo en Oriente, y allí se convencerá S.S. de lo que voy a afirmar. En la historia antigua, en el antiguo Oriente hay dos razas fundamentales: la raza indo-europea y la raza semítica.
La raza indo-europea ha sido la raza pagana que ha creado los ídolos, la raza civil que ha creado la filosofía y el derecho político: la raza semítica es la que crea todas las grandes religiones que todavía son la base de la conciencia moral del género humano: Mahoma, Moisés, Cristo, puede decirse que abrazan completamente toda la esfera religiosa moderna en sus diversas manifestaciones.

Pues bien: ¿cuál es el carácter de la raza indo-europea que ha creado a Grecia, Roma y Germania? El predominio de la idea de particularidad y de individualidad de la idea progresiva sobre la idea de unidad inmóvil. ¿Cuál es el carácter de la raza semítica que ha creado las tres grandes religiones, el mahometismo, el judaísmo y el cristianismo? El predominio de la idea de unidad inmóvil sobre la idea de variedad progresiva. Pues todavía no existe eso en Oriente. Así es que los cristianos de la raza semítica adoran a Dios, y apenas se acuerdan de la segunda y tercera persona de la Santísima Trinidad, mientras que los cristianos de la raza indo-europea adoran a la Virgen y a los santos, y apenas se acuerdan de Dios. ¿Por qué? Porque la metafísica no puede destruir lo que está en el organismo y en las leyes fatales de la Naturaleza.
Señores, entremos ahora en algunas de las particularidades del discurso del Sr. Manterola. Decíanos S.S.: «¿Cuándo han tratado mal, en qué tiempo han tratado mal los católicos y la Iglesia católica a los judíos?». Y al decir esto se dirigía a mí, como reconviniéndome, y añadía: «Esto lo dice el Sr. Castelar, que es catedrático de Historia». Es verdad que lo soy, y lo tengo a mucha honra: y por consiguiente, cuando se trata de historia es una cosa bastante difícil el tratar con un catedrático que tiene ciertas nociones muy frescas, como para mí sería muy difícil el tratar de teología con persona tan altamente caracterizada como el Sr. Manterola. Pues bien, cabalmente en los apuntes de hoy para la explicación de mi cátedra tenía el siguiente: «En la escritura de fundación del monasterio de San Cosme y San Damián, que lleva la fecha de 978, hay un inventario que los frailes hicieron de la manera siguiente: primero ponían «varios objetos»; y luego ponen «50 yeguas», y después «30 moros y 20 moras»: es decir, que ponían sus 50 yeguas antes que sus 30 moros y sus 20 moras esclavas.»

De suerte que para aquellos sacerdotes de la libertad, de la igualdad y de la fecundidad, eran antes sus bestias de carga que sus criados, que sus esclavos, lo mismo, exactamente lo mismo que para los antiguos griegos y para los antiguos romanos.

Señores, sobre esto de la unidad religiosa hay en España una preocupación de la cual me quejo, como me quejaba el otro día de la preocupación monárquica. Nada más fácil que a ojo de buen cubero decir las cosas. España es una nación eminentemente monárquica, y se recoge esa idea y cunde y se repite por todas partes hasta el fin de los siglos. España es una nación intolerante en materias religiosas, y se sigue esto repitiendo, y ya hemos convenido todos en ello.

Pues bien: yo le digo a S.S. que hay épocas, muchas épocas en nuestra historia de la Edad Media en que España no ha sido nunca, absolutamente nunca, una nación tan intolerante como el Sr. Manterola supone. Pues qué, ¿hay, por ventura, en el mundo nada más ilustre, nada más grande, nada más digno de la corona material y moral que lleva, nada que en el país esté tan venerado, como el nombre ilustre del inmortal Fernando III, de Fernando III el Santo? ¿Hay algo? ¿Conoce el Sr. Manterola algún rey que pueda ponerse a su lado? Mientras su hijo conquistaba a Murcia, él conquistaba Sevilla y Córdoba. ¿Y qué hacía, señor Manterola, con los moros vencidos? Les daba el fuero de los jueces, les permitía tener sus mezquitas, les dejaba sus alcaldes propios, les dejaba su propia legislación. Hacía más: cuando era robado un cristiano, al cristiano se devolvía lo mismo que se le robaba; pero cuando era robado un moro, al moro se le devolvía doble. Esto tiene que estudiarlo el Sr. Manterola en las grandes leyes, en los grandes fueros, en esa gran tradición de la legislación mudéjar, tradición que nosotros podríamos aplicar ahora mismo a las religiones de los diversos cultos el día que estableciésemos la libertad religiosa y diéramos la prueba de que, como dijo Madame Stäel, en España lo antiguo es la libertad, lo moderno el despotismo.

Hay, señores, una gran tendencia en la escuela neocatólica a convertir la religión en lo que decían los antiguos; los antiguos decían que la religión sólo servía para amedrentar a los pueblos; por eso decía el patricio romano: Religio id est, metus: la religión quiere decir miedo. Yo podría decir a los que hablan así de la religión aquello que dice la Biblia: «Congnovit bos posesorem suum, et asinus proesepe dominisunt, et Israel non cognovit, et populus meus non intelexii», que quiere decir que el buey conoce su amo, el asno su pesebre, y los neocatólicos no conocen a su Dios.

La intolerancia religiosa comenzó en el siglo XIV, continuó en el siglo XV. Por el predominio que quisieron tomar los reyes sobre la Iglesia, se inauguró, digo, una gran persecución contra los judíos; y cuando esta persecución se inauguró, fue cuando San Vicente Ferrer predicó contra los judíos, atribuyéndolos, una fábula que nos ha citado hoy el Sr. Manterola y que ya el P. Feijóo refutó hace mucho tiempo: la dichosa fábula del niño, que se atribuye a todas las religiones perseguidas, según lo atestigua Tácito y los antiguos historiadores paganos. Se dijo que un niño había sido asesinado y que había sido bebida su sangre, atribuyéndose este hecho a los judíos, y entonces fue citando, después de haber oído a San Vicente Ferrer, degollaron los fanáticos a muchos judíos de Toledo que habían hecho de la judería de la gran ciudad el bazar más hermoso de toda la Europa occidental. Y para esto no ha tenido una sola palabra de condenación, sino antes bien de excusa el Sr. Manterola, en nombre de Aquel que había dicho: «Perdónalos, porque no saben lo que se hacen».

Lo detestaba, ha dicho el Sr. Manterola, y lo detesto: pues entonces debe S.S. detestar toda la historia de la intolerancia religiosa, en que, siquiera sea duro el decirlo, tanta parte, tan principal parte le cabe a la Iglesia. Porque sabe muy bien el Sr. Manterola y esta tarde lo ha indicado, que la Iglesia se defendía de esta gran mancha de sangre, que debía olerle tan mal como le olía aquella célebre sangre a lady Macbeth, diciendo: «Nosotros no matábamos al reo, lo entregábamos al brazo civil». Pues es lo mismo que si el asesino dijera: «Yo no he matado, quien ha matado ha sido el puñal». ¡La Inquisición, señores, la Inquisición era el puñal de la Iglesia!

Pues qué, Sres. Diputados, ¿no está esto completamente averiguado, que la Iglesia perseguía por perseguir? ¿Quiere el Sr. Manterola que yo le cite la Encíclica de Inocencio III, y mañana se la traeré, porque no pensaba yo que hoy se tratase de librar a la Iglesia del dictado de intolerante, en cuya Encíclica se condenaba a eterna esclavitud a los judíos?¿Quiere que le traiga la carta de San Pío V, Papa santo, el cual, escribiendo a Felipe II, le decía: «Que era necesario buscar a toda costa un asesino para matar a Isabel de Inglaterra», con lo cual se prestaría un gran servicio a Dios y al Estado?

Me preguntaba el Sr. Manterola si yo había estado en Roma. Sí, he estado en Roma, he visto sus ruinas, he contemplado sus 300 cúpulas, he asistido a las ceremonias de la Semana Santa, he mirado las grandes Sibilas de Miguel Ángel, que parecen repetir, no ya las bendiciones, sino eternas maldiciones sobre aquella ciudad; he visto la puesta del sol tras la basílica de San Pedro, me he arrobado en el éxtasis que inspiran las artes con su eterna irradiación, he querido encontrar en aquellas cenizas un átomo de fe religiosa, y sólo he encontrado el desengaño y la duda.

Sí, he estado en Roma y he visto lo siguiente, señores Diputados, y aquí podría invocar la autoridad del Sr. Posada Herrera, embajador revolucionario de la nación española, que tantas y tan extraordinarias distinciones ha merecido al Papa, hasta el punto de haberle formado su pintoresca guardia noble. Hay, señores, en Roma un sitio que es lo que se llama sala regia, en cuyo punto está la gran capilla Sixtina Paulina, inmortalizada por Miguel Ángel, y la capilla donde se celebran los misterios del Jueves Santo, donde se pone el monumento, y en el fondo el sitio por donde se entra a las habitaciones particulares de Su Santidad. Pues esta sala se halla pintada, si no me engaño, aunque tengo muy buena memoria, por el célebre historiador de la pintura en Italia, por Vasari, que era un gran historiador, pero un mediano artista. Este grande historiador había pintado aquellos salones a gusto de los Papas, y había pintado, entre otras cosas, la falsa donación de Constantino, porque en la historia eclesiástica hay muchas falsedades, las falsas decretales, el falso voto de Santiago, por el cual hemos estado pagando tantos siglos un tributo que no debíamos, y que si lo pidiéramos ahora a la Iglesia con todos sus intereses no habría en la nación española bastante para pagarnos aquello que indebidamente te hemos dado.

Pues bien, Sres. Diputados; en aquel salón se encuentran varios recuerdos, entre otros, don Fernando el Católico, y esto con mucha justicia; pero hay un fresco en el cual está un emisario del rey de Francia presentándole al Papa la cabeza de Coligny; había un fresco donde están, en medio de ángeles, los verdugos, los asesinos de la noche de San Bartolomé; de suerte que la Iglesia, no solamente acepta aquel crimen, no solamente en la capilla Sixtina ha llamado admirable a la noche de San Bartolomé, sino que después la ha inmortalizado junto a los frescos de Miguel Ángel, arrojando la eterna blasfemia de semejante apoteosis a la faz de la razón, de la justicia y de la historia.

Nos decía el Sr. Manterola: «¿Qué tenéis que decir de la Iglesia, qué tenéis que decir de esa gran institución, cuando ella os ha amamantado a sus pechos, cuando ella ha creado las universidades?». Es verdad, yo no trato nunca, absolutamente nunca, de ser injusto con mis enemigos.

Cuando la Europa entera se descomponía, cuando el feudalismo reinaba, cuando el mundo era un caos, entonces (pues qué, ¿vive tanto tiempo una institución sin servir para algo al progreso?), ciertamente, indudablemente, las teorías de la Iglesia refrenaron a los poderosos, combatieron a los fuertes, levantaron el espíritu de los débiles y extendieron rayos de luz, rayos benéficos, sobre todas las tierras de Europa, porque era el único elemento intelectual y espiritual que había en el caos de la barbarie. Por eso se fundaron las universidades.

Pero ¡ah, Sr. Manterola! ¡Ah, Sres. Diputados! Me dirijo a la Cámara: comparad las universidades que permanecieron fieles, muy fieles, a la idea tradicional después del siglo XVI, con las universidades que se separaron de esta idea en los siglos XVI, XVII y XVIII. Pues qué ¿puede comparar el Sr. Manterola nuestra magnífica universidad de Salamanca, puede compararla hoy con la universidad de Oxford, con la de Cambridge o con la de Heidelberg? No.

¿Por qué aquellas universidades, como el señor Manterola me dice y afirma, son más ilustres, son más grandes, han seguido los progresos del espíritu humano y han engendrado las unas a los grandes filósofos, las otras a los grandes naturalistas? No es porque hayan tenido más razón, más inteligencia que nosotros, sino porque no han tenido sobre su cuello la infame coyunda de la Inquisición, que abrasó hasta el tuétano de nuestros huesos y hasta la savia de nuestra inteligencia.

El Sr. Manterola se levanta y, dice: «¿Qué tenéis que decir de Descartes, de Mallebranche, de Orígenes y de Tertuliano?». Descartes no pudo escribir en Francia, tuvo que escribir en Holanda. ¿Por qué en Francia no pudo escribir? Porque allí había catolicismo y monarquía, en tanto que en Holanda había libertad de conciencia y república. Mallebranche fue casi tachado de panteísta por su idea platónica de los cuerpos y las ideas de Dios. ¿Y por qué me cita el Sr. Manterola a Tertuliano? ¿No sabe que Tertuliano murió en el montanismo? ¿A qué me cita S.S. también a Orígenes? ¿No sabe que Orígenes ha sido rechazado por la Iglesia? ¿Y por qué? ¿Por negar a Dios? No, por negar el dogma del infierno y el dogma del diablo.
Decía el Sr. Manterola: «La filosofía de Hegel ha muerto en Alemania». Este es el error, no de la Iglesia católica, sino de la Iglesia en sus relaciones con la ciencia y la política. Yo hablo de la Iglesia en su aspecto civil, en su aspecto social. De lo relativo al dogma hablo con todo respeto, con el gran respeto que todas las instituciones históricas me merecen; hablo de la Iglesia en su conducta política, en sus relaciones con la ciencia moderna. Pues bien; yo digo una cosa: si la filosofía de Hegel ha muerto en Alemania, Sres. Diputados, ¿sabéis dónde ha ido a refugiarse? Pues ha ido a refugiarse en Italia, donde tiene sus grandes maestros; en Florencia, donde está Ferrari; en Nápoles, donde está Vera. ¿Y sabe S.S. por qué sucede eso? Porque Italia, opresa durante mucho tiempo; la Italia, que ha visto a su Papa oponerse completamente a su unidad e independencia; la Italia, que ha visto arrebatar niños como Mortara, levantar patíbulos como los que se levantaron para Monti y Tognetti, cada día se va separando de la Iglesia y se va echando en brazos de la ciencia y de la razón humana.

Y aquí viene la teoría que el Sr. Manterola no comprende de los derechos ilegislables, por lo cual atacaba con toda cortesía a mi amigo el señor Figueras; y como quiera que mi amigo el Sr. Figueras no puede contestar por estar un poco enfermo de la garganta, debo decir en su nombre al Sr. Manterola que casualmente, si a alguna cosa se puede llamar derechos divinos, es a los derechos fundamentales humanos, ilegislables. ¿Y sabe S.S. por qué? Porque después de todo, si en nombre de la religión decís lo que yo creo, que la música de los mundos, que la mecánica celeste es una de las demostraciones de la existencia de Dios, de que el universo está organizado por una inteligencia superior, suprema; los derechos individuales, las leyes de la naturaleza, las leyes de nuestra organización, las leyes de nuestra voluntad, las leyes de nuestra conciencia, las leyes de nuestro espíritu, son otra mecánica celeste no menos grande, y muestran que la mano de Dios ha tocado a la frente de este pobre ser, humano y lo ha hecho a Dios semejante.

Después de todo, como hay algo que no se puede olvidar, como hay algo en el aire que se respira, en la tierra en que se nace, en el sol que se recibe en la frente, algo de aquellas instituciones en que hemos vivido, el Sr. Manterola, al hablar de las Provincias Vascongadas, al hablar de aquella república con esa emoción extraordinaria que yo he compartido con su señoría, porque yo celebro que allí se conserve esa gran democracia histórica para desmentir a los que creen que nuestra patria no puede llegar a ser una república, y una república federativa; al hablar de aquel árbol cuyas hojas los soldados de la revolución francesa trocaban en escarapelas (buena prueba de que si puede haber disidencias entre los reyes, no puede haberla entre los pueblos), de aquel árbol que, desde Ginebra saludaba Rousseau como el más antiguo testimonio de la libertad en el mundo; al hablarnos de todo esto el Sr. Manterola, se ha conmovido, me ha conmovido a mí, ha conmovido elocuentemente a la Cámara. ¿Y por qué, Sres. Diputados? Porque esta era la única centella de libertad que había en su elocuentísimo discurso. Así decía el Sr. Manterola que era aquella una república modelo, porque se respetaba el domicilio: pues yo le pido al Sr. Manterola que nos ayude a formar la república modelo, la república divina, aquella en que se respete el asilo de Dios, el asilo de la conciencia humana, el verdadero hogar, el eterno domicilio del espíritu.

Decíanos el Sr. Manterola que los judíos no se llevaron nada de España, absolutamente nada, que los judíos lo más que sabían hacer eran babuchas; que los judíos no brillaban en ciencias, no brillaban en artes; que los judíos no nos han quitado nada. Yo, al vuelo, voy a citar unos cuantos nombres europeos de hombres que brillan en el mundo y que hubieran brillado en España sin la expulsión de los judíos.
Espinoza: podréis participar o no de sus ideas, pero no podéis negar que Espinoza es quizá el filósofo más alto de toda la filosofía moderna; pues Espinoza, si no fue engendrado en España, fue engendrado por progenitores españoles, y a causa de la expulsión de los judíos fue parido lejos de España, y la intolerancia nos arrebató esa gloria.

Y sin remontarnos a tiempos remotos, ¿no se gloria hoy la Inglaterra con el ilustre nombre de Disraeli, enemigo nuestro en política, enemigo del gran movimiento moderno; tory, conservador reaccionario, aunque ya quisiera yo que muchos progresistas fueran como los conservadores ingleses? Pues Disraeli es un judío, pero de origen español; Disraely es un gran novelista, un grande orador, un grande hombre de Estado, una gloria que debía reivindicar hoy la nación española.
Pues qué, Sres. Diputados, ¿no os acordáis del nombre más ilustre de Italia, del nombre de Manin? Dije el otro día que Garibaldi era muy grande, pero al fin era un soldado. Manin es un hombre civil, el tipo de los hombres civiles que nosotros hoy tanto necesitamos, y que tendremos, si no estamos destinados a perder la libertad: Manin, solo, aislado, fundó una república bajo las bombas del Austria, proclamó la libertad; sostuvo la independencia de la patria, del arte y de tantas ideas sublimes, y la sostuvo interponiendo su pecho entre el poder del Austria y la indefensa Italia. ¿Y quién era ése hombre cuyas cenizas ha conservado París, y cuyas exequias tomaron las proporciones de una perturbación del orden público en París, porque había necesidad de impedir que fueran sus admiradores, los liberales de todos los países, a inspirarse en aquellos restos sagrados (porque no hay ya fronteras en el mundo, todos los amantes de la libertad se confunden en el derecho), quién era, digo, aquel hombre que hoy descansa, no donde descansan los antiguos Dux, sino en el pórtico de la más ilustre, de la más sublime basílica oriental, de la basílica de San Marcos? ¿Qué era Manin? Descendiente de judíos. ¿Y qué eran esos judíos? Judíos españoles.
De suerte que al quitarnos a los judíos nos habéis quitado infinidad de nombres que hubieran sido una gloria para la patria.

Señores Diputados, yo no sólo fui a Roma, sino que también fui a Liorna y me encontré con que Liorna era una de las más ilustres ciudades de Italia. No es una ciudad artística ciertamente, no es una ciudad científica, pero es una ciudad mercantil e industrial de primer orden. Inmediatamente me dijeron que lo único que había que ver allí era la sinagoga de mármol blanco, en cuyas paredes se leen nombres como García, Rodríguez, Ruiz, etcétera. Al ver esto, acerquéme al guía y le dije: «Nombres de mi lengua, nombres de mi patria»; a lo cual me contestó: «Nosotros todavía enseñamos el hebreo en la hermosa lengua española, todavía tenemos escuelas de español, todavía enseñamos a traducir las primeras páginas de la Biblia en lengua española, porque no hemos olvidado nunca, después de más de tres siglos de injusticia, que allí están, que en aquella tierra están los huesos de nuestros padres» Y había una inscripción y esta inscripción decía que la habían visitado reyes españoles, creo que eran Carlos IV y María Luisa, y habían ido allí y no se habían conmovido y no habían visto los nombres españoles allí esculpidos. Los Médicis, más tolerantes; los Médicis, más filósofos; los Médicis, más previsores y más ilustrados, recogieron lo que el absolutismo de España arrojaba de su seno, y los restos, los residuos de la nación española los aprovecharon para alimentar su gran ciudad, su gran puerto, y el faro que le alumbra arde todavía alimentado por el espíritu de la libertad religiosa.

Señores Diputados: me decía el Sr. Manterola (y ahora me siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba a todas sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina.

Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Cuando los libros cobran vida

Vía Tarsicio, descubro esta videocreación dedicada a los libros. Una demostración de cómo el mismo mundo de imágenes que resulta la mayor amenaza para la cultura escrita puede a la vez ser su mayor panegirista.



Existen muchas formas distintas de contar historias. Qué duda cabe. Ya que estamos hablando de imágenes -hábilmente montadas sobre una tira de audio, si se me permite la expresión casera-, ésta en particular (que incluye versiones orquestales de Metallica), a cargo de la artista ucraniana Kseniya Simonova, me resulta especialmente subyugante. Aunque ya el proceso es hartamente conocido (incluso ha servido de base a una campaña de galletas), no me canso de ver vídeos como éste.


viernes, 27 de noviembre de 2009

Ágora: más luces que sombras


Entro a la sala a ver Ágora con un saco de prejuicios cargado a mi espalda. Desde que la película se estrenara hace unas semanas he tenido tiempo de visionar en televisión un buen puñado de fragmentos, no he podido evitar tragarme algún pedazo de 'making off' y, por supuesto he escuchado los más diversos comentarios por parte de espectadores y críticos. Con ese bagaje a cuestas me siento en la sala casi vacía (a pesar de que la peli está siendo un éxito de taquilla, la afluencia en lunes a los cines es verdaderamente exigua) preparado para ver un filme tildado a la vez, según la particular exégesis de cada uno, de “correcto pero frío”, “pretencioso”, “emocionante hasta las lágrimas”, “parte de una campaña ideológica orquestada por la izquierda” (sic), “aburrido”, “impropio de la talla de su autor”, “obra maestra” y otra serie de calificaciones y descripciones que, aisladas o combinadas a veces hasta de modo contradictorio, han conseguido anular cualquier juicio anticipado de valor por mi parte, pero que de algún modo han ido acrecentado mis deseos de ver el resultado hasta el punto de arrancarme del sofá (y esto es lo más que se pudiera decir para alguien que hace tiempo cambió la sala por la salita) para ir a verla en la gran pantalla.

Durante los primeros minutos todavía procuro encajar algunas de las críticas que espumean en mi mente y así intento formarme una idea de conjunto a través de la lectura separada de cada una de las primeras secuencias. Así me voy diciendo alternativamente “qué bien rodada está”, “esto tiene pinta de bodrio”, “la fotografía, espectacular”, “para mí que ésta es de ésas lentas”, “¿sería Alejandría realmente así?”, “mucha pasta y pocas nueces” … Hasta que llega un momento en el que, de modo inconsciente, aparto todas esas inútiles conjeturas y simplemente me dejo llevar. A partir de entonces –e insisto, la sensación es prácticamente imperceptible- me convierto en cautivo de la historia que Amenábar quiere contar.

Y menuda historia.

Porque hay que ser un tipo como Amenábar, un tipo capaz de debutar con una de las mejores películas de la historia del cine español, un tipo capaz de componer sus propias bandas sonoras (aunque no es el caso), un tipo capaz de camelarse a Tom Cruise y Nicole Kidman para rodar una película de fantasmas, un tipo que ha ganado un Óscar a los treinta y pocos años, un genio, en definitiva, para atreverse a recrear la Alejandría del siglo IV y contar la historia de la primera mujer filósofa de la historia.

Y hay que ser Amenábar, un maestro consorte del guión (junto a Mateo Gil son como los Furthman-Brackett del cine contemporáneo) para poner en imágenes uno de los mayores atentados contra la Cultura de Occidente (la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, más concretamente del Serapeo que conservaba los documentos que no habían sido aniquilados en los atentados anteriores); para narrar la peripecia vital de la infeliz Hipatia –así la describía Antonio Escotado en lo que me supuso mi primera referencia sobre el personaje- conociendo de antemano el espectador su funesto sino, y encima salir airoso.

Desde el primer momento, el director/narrador nos demuestra que juega con un material altamente sensible, que navega por un mar gélido que en cualquier momento puede cerrarse ante él y dejarlo atrapado en el hielo. Es tal la fuerza icónica del personaje central que cargar las tintas a base de pergeñar grandes trazos dramáticos en torno a su figura podría suponer convertirlo en caricatura. Por otra parte, corre el riesgo de perderse en la abstracción y dejarse seducir por el reino de las ideas puras en el que se mueve quien al fin y al cabo es por encima de todo una filósofa, una científica, y a fin de cuentas, lo que está haciendo es una película. En ese difícil equilibrio entre los dramáticos hechos históricos (modificados a conveniencia de acuerdo a las necesidades narrativas, a veces de modo poco justificable como ocurre con el personaje de Silesio de Cirene), el carácter paradigmático de la pensadora (su condición de intelectual, de mujer, de mujer intelectual) y el deseo de contar una historia que sea a la vez reflejo de un tiempo y denuncia universal de la barbarie, que emocione y entretenga, pero sin concesiones a la frivolidad, se mueve el director.

La Historia entrevista con pasión, pero bañada con luz fría. La obsesión por el tempo narrativo. La perfección formal. El dibujo detallado de unos personajes a menudo arquetípicos pero a los que se les ha tocado en muchos casos con la varita de la incertidumbre, son las herramientas de las que se vale Amenábar para situar la lucha entre las tinieblas de la ignorancia, el dogmatismo y la barbarie (que representan los cristianos sí, pero también los judíos que se preparan para una nueva diáspora e incluso los propios paganos idólatras que han levantado la Biblioteca pero también estatuas a las que adorar de hinojos); y las luces de la inteligencia y el conocimiento que representa Hipatia.

Es en este sentido que la película consigue no sucumbir en la trampa del maniqueísmo, incluso del legítimo resentimiento hacia quienes se convierten, en nombre del Dios Único, en artífices de la destrucción de lo que de sublime aún conserva el mundo antiguo. Por eso, aunque ciertamente resulte exagerado el considerar el capítulo que desarrolla Amenábar como el final de una era esplendorosa que cede el testigo al empuje de la superstición la intolerancia) al mundo pagano al que somos invitados a asomarnos, no le son escamoteados sus tintes más sombríos, como el fanatismo religioso que también se encuentra instalado, o la perpetuación de una esclavitud física y moral que sirve al mismo tiempo de caldo de cultivo para movimientos insurgentes que, como el propio cristianismo, beben del rencor hacia un gobierno despótico e hipócrita que como el que representa el Imperio Romano los mantuvo durante siglos en la pobreza, en la semiclandestinidad, sojuzgados.

Amenábar se eleva así sobre la contingencia histórica y apunta directamente al fanatismo como categoría, sabedor de que allí donde una vez los cristianos fueron instrumento de destrucción –aunque hay que reconocer que prolongarán durante mucho tiempo su reinado de oscuridad-, más tarde podrán ser otros –los propios árabes que siglos después reducirán a cenizas cualquier volumen que hubiera podido escapar al ansia liberticida del patriarca de Alejandria, Teófilo y de otro santo de la Iglesia, su sobrino Cirilo- los encargados de consumar la purga (porque “Si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”)

Quizá por este motivo donde la película, a mi juicio, brilla con más luz es en la representación de la Razón abriéndose camino a través de los estudios de Hipatia. Éste es verdaderamente el eje en torno al que orbita –y nunca mejor dicho- el filme. Podrán quemar buena parte del conocimiento acumulado, podrán reducir la espiritualidad a un sucedáneo de fe, estrecho, ridículo, obsceno, pero allá donde una mente libre se abra paso, donde unos ojos intenten escrutar en las estrellas la dinámica celeste, donde un alma se interrogue sin cerrojos sobre el destino de los humanos, podrá haber esperanza.

Éste es el mensaje, si tuviera alguno, de Ágora. Ésta es la lectura que sus responsables y, sobremanera la protagonista, Rachel Weisz (de la que no diré que me ha sorprendido, pues ya en El jardinero fiel nos demostró de lo que es capaz delante de una cámara) consiguen trasladar en las algo más de dos horas que dura la cinta. El que mientras el mundo se desangra, Roma cede el testigo a un nuevo imperio, y los predicadores se disputan las almas, con el libro único en una mano y la espada en la otra, sobre el tablero de la ignorancia, el hombre –en este caso una mujer investida de una sobria dignidad (sofrosine) que trascenderá la furia de sus perseguidores- será capaz de elevarse sobre su propia podredumbre para aspirar a rozar siquiera un trozo de absoluto.

Hipatia, alcanza así la categoría de símbolo y se inscribe en la lista mártires laicos que, como antes Anaxágoras y Sócrates, o más adelante Galileo, Spinoza, Bruno.., tendrán que sufrir las acusaciones de incitación al desorden, impiedad o herejía, siendo obligados a retractarse, condenados al exilio, asesinados o amablemente conducidos al suicidio. La imagen de los siniestros parabolanos, la facción más extremista del cristianismo imperante, su voluntad homicida, sus gritos desesperados de “Dios es uno” hace que resuenen en nuestra memoria los “mueras a la inteligencia” que, entonados en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, un día de octubre del 36 trataron de acorralar a una de las mentes más lúcidas del siglo XX español.También nuestro Miguel de Unamuno ("venceréis pero no convenceréis"), como aquella sabia alejandrina mil quinientos años antes, se negó a abjurar de sus ideas.

Éste es el mensaje, si tuviera alguno, de Ágora. No el cerril anticatolicismo del que se le acusa. Ésta es la póstuma victoria de la hija de Teón. De Hipatia, la más grande.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Algo personal

Cuando observo a los grandes líderes mundiales zozobrar una vez más ante una nueva oportunidad de poner freno a la degradación medioambiental que asola el planeta; cuando leo las crónicas de prensa sobre un nuevo fracaso en la lucha (lucha que hacen otros) contra el hambre; cuando escucho a los ejecutivos de la grandes empresas -o de otras más modestas pero con ínfulas similares- criticar al Estado intervencionista, o a los apesebrados prebostes del sindicalismo hablar en nombre de la clase obrera; cuando escucho sus discursos, soflamas y alocuciones…, siempre me acuerdo de la canción de Serrat, ese “cambalache”, que como el del propio Santos Discépolo, cobra plena vigencia a cada momento. El turbio origen del inicio, la mística conversión, la palabrería barata del final del tema… Seguro que a cada uno de nosotros se nos vendrán a la cabeza ejemplos capaces de encarnar “valores” tan en boga.

Grande, Serrat.



Probablemente en su pueblo se les recordará
como cachorros de buenas personas,
que hurtaban flores para regalar a su mamá
y daban de comer a las palomas.

Probablemente que todo eso debe ser verdad,
aunque es más turbio cómo y de qué manera
llegaron esos individuos a ser lo que son
ni a quién sirven cuando alzan las banderas.

Hombres de paja que usan la colonia y el honor
para ocultar oscuras intenciones:
tienen doble vida, son sicarios del mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad,
viajan de incógnito en autos blindados
a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad,
a colgar en las escuelas su retrato.

Se gastan más de lo que tienen en coleccionar
espías, listas negras y arsenales;
resulta bochornoso verles fanfarronear
a ver quién es el que la tiene más grande.

Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz,
juegan con cosas que no tienen repuesto
y la culpa es del otro si algo les sale mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Y como quien en la cosa, nada tiene que perder.
Pulsan la alarma y rompen las promesas
y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer
nos ponen la pistola en la cabeza.

Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar
van a cagar a casa de otra gente
y experimentan nuevos métodos de masacrar,
sofisticados y a la vez convincentes.

No conocen ni a su padre cuando pierden el control,
ni recuerdan que en el mundo hay niños.
Nos niegan a todos el pan y la sal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión
de declarar públicamente su empeño
en propiciar un diálogo de franca distensión
que les permita hallar un marco previo

que garantice unas premisas mínimas
que faciliten crear los resortes
que impulsen un punto de partida sólido y capaz
de este a oeste y de sur a norte,

donde establecer las bases de un tratado de amistad
que contribuya a poner los cimientos
de una plataforma donde edificar
un hermoso futuro de amor y paz.

martes, 10 de noviembre de 2009

Erlkönig (no es lo nuevo de Mecano pero...)


Original Alemán

Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?
Es ist der Vater mit seinem Kind;
Er hat den Knaben wohl in dem Arm,
Er faßt ihn sicher, er hält ihn warm.

"Mein Sohn, was birgst du so bang dein Gesicht?"
"Siehst, Vater, du den Erlkönig nicht?
Den Erlenkönig mit Kron und Schweif?"
"Mein Sohn, es ist ein Nebelstreif."

"Du liebes Kind, komm, geh mit mir!
Gar schöne Spiele spiel' ich mit dir;
Manch' bunte Blumen sind an dem Strand,
Meine Mutter hat manch gülden Gewand."

"Mein Vater, mein Vater, und hörest du nicht,
Was Erlenkönig mir leise verspricht?"
"Sei ruhig, bleib ruhig, mein Kind;
In dürren Blättern säuselt der Wind."

"Willst, feiner Knabe, du mit mir gehn?
Meine Töchter sollen dich warten schön;
Meine Töchter führen den nächtlichen Reihn,
Und wiegen und tanzen und singen dich ein."

"Mein Vater, mein Vater, und siehst du nicht dort
Erlkönigs Töchter am düstern Ort?"
"Mein Sohn, mein Sohn, ich seh es genau:
Es scheinen die alten Weiden so grau."

"Ich liebe dich, mich reizt deine schöne Gestalt;
Und bist du nicht willig, so brauch ich Gewalt."
"Mein Vater, mein Vater, jetzt faßt er mich an!
Erlkönig hat mir ein Leids getan!"

Dem Vater grauset's, er reitet geschwind,
Er hält in Armen das ächzende Kind,
Erreicht den Hof mit Müh' und Not;
In seinen Armen das Kind war tot.

Traducción Español

¿Quién cabalga tan tarde a través del viento y la noche?
Es un padre con su hijo.
Tiene al pequeño un su brazo
Lo lleva seguro en su tibio regazo.

"Hijo mío ¿Por qué escondes tu rostro asustado?"
"¿No ves padre al Rey de los Elfos ?
¿El Rey de los Elfos con corona y manto?"
"Hijo mío es el rastro de la neblina."

"¡Dulce niño, ven conmigo!
Jugaré maravillosos juegos contigo;
Muchas encantadoras flores están en la orilla,
Mi madre tiene muchas prendas doradas."

"Padre mío, padre mio ¿no escuchas
Lo que el Rey de los Elfos me promete?"
"Calma, mantén la calma hijo mío;
El viento mueve las hojas secas. "

"¿No vienes conmigo buen niño?
Mis hijas te atenderán bien;
Mis hijas hacen su danza nocturna,
Y ellas te arrullarán y bailarán para que duermas."

"Padre mío, padre mío ¿no ves acaso ahí,
A las hijas del Rey de los Elfos en ese lugar oscuro?"
"Hijo mío, hijo mío, claro que lo veo:
Son los árboles de sauce grises."

"Te amo; me encanta tu hermosa figura;
Y si no haces caso usaré la fuerza."
"¡Padre mío, padre mío, ahora me toca!
¡El Rey de los Elfos me ha herido!"

El padre tiembla y cabalga más aprisa,
Lleva al niño que gime en sus brazos,
Llega a la alquería con dificultad y urgencia;
En sus brazos el niño estaba muerto.

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Si pones en unos mismos títulos de crédito a Goethe, Schubert, Claudio Abbado y Anne Sofie von Otter puedes apostar con seguridad a que el resultado estará comprendido entre la excelencia y lo sublime. A los que no sabríamos vivir sin música pero al mismo tiempo engrosamos las filas de quienes carecemos de una cultura musical mínimamente sólida (para los que un lieder es el que viste de amarillo en el tour de Francia y una mezzosoprano un tipo de pizza con ración doble de queso) este tipo de conjunciones, que se materializan en composiciones como la célebre balada “Der Erlkönig” (más conocida como "Erlkönig") pueden llegar a paralizarnos. ¿Cómo se puede ser el mismo después de haber abierto tal puerta? Pecaré de cursilería. Pero, cuando uno es herido así, por una voz, por unos versos, por un ritmo, sabe que jamás podrá recuperarse. Podrá hacer como que nada ha sucedido. Se echará a la espalda a la carga y se olvidará incluso de que ahí reposa. Pero, en cualquier momento, esa sensación de intenso desvalimiento regresará.

“Der Erlkönig” –ahora tiraré de wikipedia- es un poema compuesto por Goethe como parte de la balada operística de 1782 titulada "Die Fischerin" que relata la muerte de un niño acosado por un ser sobrenatural, el "Erlkönig" (literalmente, "Rey de los Elfos").

El poema comienza con un pequeño niño siendo llevado a casa por su padre. Al comienzo da la impresión que el pequeño simplemente está padeciendo una vaga dolencia, y ve la muerte como producto de su imaginación. Al avanzar la lectura del poema, éste toma un tono más oscuro para terminar con la muerte del niño.

Goethe baso su poema en “Erlkönigs Tochter” (“La hija del Rey de los Elfos”), una obra danesa traducida al alemán por Johann Gottfried Herder. El título era “La hija del Rey de los Elfos” y apareció en su colección de canciones folclóricas, Stimmen der Völker in Liedern (publicada en 1778).

Sin embargo, cuentan también como posible origen del poema que Goethe visitaba a un amigo cierta noche cuando una figura oscura cargando un bulto en sus brazos fue vista cabalgando hacia las puertas de la ciudad a gran velocidad. Al día siguiente Goethe y su amigo se informaron de que era un granjero que llevaba a su hijo enfermo al doctor.

En cualquier caso, la naturaleza del Rey de los Elfos está sujeta a debate. El nombre se traduce literalmente del alemán como “Rey de los Alisos”, a diferencia de la traducción “Rey de los Elfos” (la cual sería en alemán Elfenkönig o Elbenkönig). Se ha dicho que “Erlkönig” es una mala traducción hecha del danés “ellerkonge” o “elverkonge” la cual sí quiere decir “Rey de los Elfos”. De acuerdo con el folclore alemán y danés el Rey de los Elfos aparece como presagio de la muerte, parecido a la banshee en la mitología irlandesa, pero a diferencia de la banshee, el Rey de los Elfos solo se le aparece a la persona que va a morir. Su forma y expresión le dicen a la persona qué tipo de muerte tendrá: una expresión de dolor significara una muerte dolorosa mientras que una expresión pacifica una muerte tranquila. Otra interpretación sugiere que la leyenda dice que cualquiera que toque al Rey de los Elfos debe morir.

El poema ha sido usado como texto para lieder por muchos compositores clásicos, aunque el más famoso es indudablemente el de Franz Schubert, en su op. 1 d. 328.

En la versión shubertiana cuatro personajes (narrador, padre, hijo y el Rey de los Elfos) son cantados por un vocalista, aunque ocasionalmente también por cuatro. Schubert puso a cada personaje en diferente escala vocal y cada uno con su propio ritmo, de modo que la mayoría de vocalistas que cantan usan un tono diferente para cada personaje. Además, un quinto personaje, el caballo, esta implícito en el rápida figura del tresillo que toca el pianista simulando las pisadas del animal.

La composición se considera muy difícil de cantar debido a la caracterización vocal requerida del vocalista así como la dificultad del acompañamiento, que requiere la rápida repetición de acordes y octavas para crear el drama y la urgencia del poema original. Es por lo tanto, un tema ante el que un intérprete puede zozobrar o mostrar sus dotes dramáticas en toda su expresión. Anne Sofie von Otter consigue infligirle verdadera autenticidad a la caracterización de cada registro y ahí reside la grandeza de su versión. Verdaderamente emocionante.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Bye, bye Soitu


La desaparición de un medio, independientemente de su propuesta, de su línea editorial, supone un motivo de inquietud y alarma para la comunicación de un país. Una sociedad compleja exige una compleja trama de intérpretes que intenten descifrar las claves por las que una época transita. Ésa es la labor mediadora que la prensa desde hace siglos, con grandes aciertos (como los que llevaron a dos jóvenes periodistas del Post a derrocar a todo un presidente de los EE.UU o hicieron posible una transición pacífica a la democracia en España) y estrepitosos fracasos (los que por ejemplo TNYT protagonizó durante la primera fase de la reciente guerra de Irak), ha desempeñado.

Sin embargo, existen decesos que producen mayor congoja que otros, que en tiempos de recortes masivos y generalizada precariedad, generan una dosis extra de rabia e impotencia. Y estos fueron precisamente los sentimientos que me asaltaron hace unos días cuando me enteré de que el portal de información digital soitu había tenido que echar el cierre.

Soitu era el sueño de un grupo de profesionales bien curtidos que habían avizorado que el panorama de la comunicación había sufrido una transformación vertiginosa a la que no podía sustraerse una redacción que pudiera considerarse moderna. Y sobre esta en apariencia sencilla premisa decidieron montar un proyecto que pusiera las nuevas tecnologías al servicio del periodista y en última instancia del lector/usuario. Así, decidieron apostar por un diseño innovador (reconocido a nivel mundial) y crearon canales de información y de participación dirigidos a un lector al que se le trataba de tú a tú, sin paternalismo, confiando en su mayoría de edad, pero también sin vanas concesiones.

Como otros muchos -antes de que terminara enganchado al portal, cuando no podía imaginar que terminaría convertido en asiduo lector y agradecido colaborador-, yo llegué a soitu arrastrado por Javier Pérez de Albéniz, ácido crítico de televisión que venía rebotado de elmundo.es, en donde sus críticas a las teorías de la conspiración sobre el 11-M abanderadas por Pedro J., le habían granjeado, pese al éxito de su blog, no pocos enemigos. La libertad de “El descodificador” a la hora de repartir mandobles a diestro y siniestro, su vasta cultura, suponían un soplo de aire fresco en el panorama previsible y maniqueo en el que se movían los principales líderes de opinión y suponía, sin duda, la mejor tarjeta de presentación para el ‘no mass media’ que nacía.

Porque si soitu pudo tener muchas virtudes la principal fue su aura de independencia (ese “¿y estos de qué palo van?”) que le permitía poner en solfa a Zapatero o a Rajoy, a la ministra Aído o a Esperanza Aguirre, incluso al sector financiero en su conjunto, pese a que su principal inversor era una entidad bancaria. Tal vez este afán por mantener su autonomía respecto a los poderes fácticos haya precipitado su final, pero es la misma resistencia a las presiones que tuvo que sufrir un medio que empezaba a recibir ya más de un millón de visitas mensuales, y por lo tanto que “influía”, lo que le han abierto a este canal sin ínfulas una puerta a la grandeza.

Después de casi dos años acariciando el futuro de la información, murieron con las botas puestas y encima tuvieron narices de celebrar su velatorio en un último guiño de ironía e inteligencia. Sí, realmente habéis dejado un cadáver exquisito para consumo de necrófagos futuros con paladares a prueba de mesianismos y retórica hueca.



 
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