
Entro a la sala a ver Ágora con un saco de prejuicios cargado a mi espalda. Desde que la película se estrenara hace unas semanas he tenido tiempo de visionar en televisión un buen puñado de fragmentos, no he podido evitar tragarme algún pedazo de 'making off' y, por supuesto he escuchado los más diversos comentarios por parte de espectadores y críticos. Con ese bagaje a cuestas me siento en la sala casi vacía (a pesar de que la peli está siendo un éxito de taquilla, la afluencia en lunes a los cines es verdaderamente exigua) preparado para ver un filme tildado a la vez, según la particular exégesis de cada uno, de “correcto pero frío”, “pretencioso”, “emocionante hasta las lágrimas”, “parte de una campaña ideológica orquestada por la izquierda” (sic), “aburrido”, “impropio de la talla de su autor”, “obra maestra” y otra serie de calificaciones y descripciones que, aisladas o combinadas a veces hasta de modo contradictorio, han conseguido anular cualquier juicio anticipado de valor por mi parte, pero que de algún modo han ido acrecentado mis deseos de ver el resultado hasta el punto de arrancarme del sofá (y esto es lo más que se pudiera decir para alguien que hace tiempo cambió la sala por la salita) para ir a verla en la gran pantalla.
Durante los primeros minutos todavía procuro encajar algunas de las críticas que espumean en mi mente y así intento formarme una idea de conjunto a través de la lectura separada de cada una de las primeras secuencias. Así me voy diciendo alternativamente “qué bien rodada está”, “esto tiene pinta de bodrio”, “la fotografía, espectacular”, “para mí que ésta es de ésas lentas”, “¿sería Alejandría realmente así?”, “mucha pasta y pocas nueces” … Hasta que llega un momento en el que, de modo inconsciente, aparto todas esas inútiles conjeturas y simplemente me dejo llevar. A partir de entonces –e insisto, la sensación es prácticamente imperceptible- me convierto en cautivo de la historia que Amenábar quiere contar.
Y menuda historia.
Porque hay que ser un tipo como Amenábar, un tipo capaz de debutar con una de las mejores películas de la historia del cine español, un tipo capaz de componer sus propias bandas sonoras (aunque no es el caso), un tipo capaz de camelarse a Tom Cruise y Nicole Kidman para rodar una película de fantasmas, un tipo que ha ganado un Óscar a los treinta y pocos años, un genio, en definitiva, para atreverse a recrear la Alejandría del siglo IV y contar la historia de la primera mujer filósofa de la historia.
Y hay que ser Amenábar, un maestro consorte del guión (junto a Mateo Gil son como los Furthman-Brackett del cine contemporáneo) para poner en imágenes uno de los mayores atentados contra la Cultura de Occidente (la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, más concretamente del Serapeo que conservaba los documentos que no habían sido aniquilados en los atentados anteriores); para narrar la peripecia vital de la infeliz Hipatia –así la describía Antonio Escotado en lo que me supuso mi primera referencia sobre el personaje- conociendo de antemano el espectador su funesto sino, y encima salir airoso.
Desde el primer momento, el director/narrador nos demuestra que juega con un material altamente sensible, que navega por un mar gélido que en cualquier momento puede cerrarse ante él y dejarlo atrapado en el hielo. Es tal la fuerza icónica del personaje central que cargar las tintas a base de pergeñar grandes trazos dramáticos en torno a su figura podría suponer convertirlo en caricatura. Por otra parte, corre el riesgo de perderse en la abstracción y dejarse seducir por el reino de las ideas puras en el que se mueve quien al fin y al cabo es por encima de todo una filósofa, una científica, y a fin de cuentas, lo que está haciendo es una película. En ese difícil equilibrio entre los dramáticos hechos históricos (modificados a conveniencia de acuerdo a las necesidades narrativas, a veces de modo poco justificable como ocurre con el personaje de Silesio de Cirene), el carácter paradigmático de la pensadora (su condición de intelectual, de mujer, de mujer intelectual) y el deseo de contar una historia que sea a la vez reflejo de un tiempo y denuncia universal de la barbarie, que emocione y entretenga, pero sin concesiones a la frivolidad, se mueve el director.
La Historia entrevista con pasión, pero bañada con luz fría. La obsesión por el tempo narrativo. La perfección formal. El dibujo detallado de unos personajes a menudo arquetípicos pero a los que se les ha tocado en muchos casos con la varita de la incertidumbre, son las herramientas de las que se vale Amenábar para situar la lucha entre las tinieblas de la ignorancia, el dogmatismo y la barbarie (que representan los cristianos sí, pero también los judíos que se preparan para una nueva diáspora e incluso los propios paganos idólatras que han levantado la Biblioteca pero también estatuas a las que adorar de hinojos); y las luces de la inteligencia y el conocimiento que representa Hipatia.
Es en este sentido que la película consigue no sucumbir en la trampa del maniqueísmo, incluso del legítimo resentimiento hacia quienes se convierten, en nombre del Dios Único, en artífices de la destrucción de lo que de sublime aún conserva el mundo antiguo. Por eso, aunque ciertamente resulte exagerado el considerar el capítulo que desarrolla Amenábar como el final de una era esplendorosa que cede el testigo al empuje de la superstición la intolerancia) al mundo pagano al que somos invitados a asomarnos, no le son escamoteados sus tintes más sombríos, como el fanatismo religioso que también se encuentra instalado, o la perpetuación de una esclavitud física y moral que sirve al mismo tiempo de caldo de cultivo para movimientos insurgentes que, como el propio cristianismo, beben del rencor hacia un gobierno despótico e hipócrita que como el que representa el Imperio Romano los mantuvo durante siglos en la pobreza, en la semiclandestinidad, sojuzgados.
Amenábar se eleva así sobre la contingencia histórica y apunta directamente al fanatismo como categoría, sabedor de que allí donde una vez los cristianos fueron instrumento de destrucción –aunque hay que reconocer que prolongarán durante mucho tiempo su reinado de oscuridad-, más tarde podrán ser otros –los propios árabes que siglos después reducirán a cenizas cualquier volumen que hubiera podido escapar al ansia liberticida del patriarca de Alejandria, Teófilo y de otro santo de la Iglesia, su sobrino Cirilo- los encargados de consumar la purga (porque “Si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”)
Quizá por este motivo donde la película, a mi juicio, brilla con más luz es en la representación de la Razón abriéndose camino a través de los estudios de Hipatia. Éste es verdaderamente el eje en torno al que orbita –y nunca mejor dicho- el filme. Podrán quemar buena parte del conocimiento acumulado, podrán reducir la espiritualidad a un sucedáneo de fe, estrecho, ridículo, obsceno, pero allá donde una mente libre se abra paso, donde unos ojos intenten escrutar en las estrellas la dinámica celeste, donde un alma se interrogue sin cerrojos sobre el destino de los humanos, podrá haber esperanza.
Éste es el mensaje, si tuviera alguno, de Ágora. Ésta es la lectura que sus responsables y, sobremanera la protagonista, Rachel Weisz (de la que no diré que me ha sorprendido, pues ya en El jardinero fiel nos demostró de lo que es capaz delante de una cámara) consiguen trasladar en las algo más de dos horas que dura la cinta. El que mientras el mundo se desangra, Roma cede el testigo a un nuevo imperio, y los predicadores se disputan las almas, con el libro único en una mano y la espada en la otra, sobre el tablero de la ignorancia, el hombre –en este caso una mujer investida de una sobria dignidad (sofrosine) que trascenderá la furia de sus perseguidores- será capaz de elevarse sobre su propia podredumbre para aspirar a rozar siquiera un trozo de absoluto.
Hipatia, alcanza así la categoría de símbolo y se inscribe en la lista mártires laicos que, como antes Anaxágoras y Sócrates, o más adelante Galileo, Spinoza, Bruno.., tendrán que sufrir las acusaciones de incitación al desorden, impiedad o herejía, siendo obligados a retractarse, condenados al exilio, asesinados o amablemente conducidos al suicidio. La imagen de los siniestros parabolanos, la facción más extremista del cristianismo imperante, su voluntad homicida, sus gritos desesperados de “Dios es uno” hace que resuenen en nuestra memoria los “mueras a la inteligencia” que, entonados en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, un día de octubre del 36 trataron de acorralar a una de las mentes más lúcidas del siglo XX español.También nuestro Miguel de Unamuno ("venceréis pero no convenceréis"), como aquella sabia alejandrina mil quinientos años antes, se negó a abjurar de sus ideas.
Éste es el mensaje, si tuviera alguno, de Ágora. No el cerril anticatolicismo del que se le acusa. Ésta es la póstuma victoria de la hija de Teón. De Hipatia, la más grande.