viernes, 19 de febrero de 2010

Cartas a Stalin

Dos creadores ante el abismo de su desaparición material e intelectual. Dos maestros de la literatura rogándole a un dictador el indulto que les permita seguir haciendo lo único que dota de sentido a sus vidas. Bulgákov y Zamiatin. El escritor de la extraordinaria El maestro y Margarita y el forjador de la distopía moderna.

Y frente a ellos, en la inmediata distancia, muñiendo el destino de millones de seres humanos, lósif Visarionovich.

“Al cabo de diez años mis fuerzas se han agotado; no tengo ánimos suficientes para vivir más tiempo acorralado, sabiendo que no puedo publicar, ni representar mis obras en la URSS”, escribe un Bulgákov aquejado de fuertes crisis nerviosas que ha enviado a las llamas su primer borrador de la que será su mayor obra. “Para mí, como para cualquier otro escritor, la privación de la posibilidad de escribir constituye un castigo mortal”, resuena como en un coro la voz de Zamiatin. Tanto el ruso como el ucraniano saben lo que es sufrir el acoso de la NKVD, la inquisitorial persecución de la crítica acrítica (“aquellos ilotas, panegiristas y personas atemorizadas y serviles” (en palabras de Bulgákov), los insultos, el ostracismo, la censura.

Se podría esperar que al verse acorralados, los dos autores adoptarán una actitud más sumisa, se autoinculparán, como harán más tarde durante los procesos de Moscú algunos de los más relevantes personajes de la Revolución, pasarán a escribir obras “comunistas”.

Pero, no.

“Particularmente, nunca he ocultado mi actitud ante el servilismo literario, el vasallaje y la hipocresía, diría Zamiatin. “Soy un ferviente admirador de esa libertad –afirma, como apostillando al anterior, Bulgákov- y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible.”

En Cartas a Stalin (Editorial Veintisiete Letras) destacan misivas desperadas, angustiadas, implorantes, cartas capaces de trascender su contingencia histórica para quedar como monumentos a una libertad que se puede pedir, pero no vender.

Todavía Zamiatin tendrá suerte y gracias a la intercesión de Gorki, saldrá de la URSS para no regresar, aunque su obra cumbre, aquella de la que beberían Huxley u Orwell, Nosotros, no se publicará en su país hasta 1988. Solo un año más tarde aparecería por primera vez la versión completa de El maestro y Margarita de Bulgákov, a quien el camarada Stalin no le concedió el anhelado permiso y tuvo que permanecer en el “exilio interior” y, por lo tanto sujeto a innumerables vejaciones hasta su muerte en 1940.

También en la República Socialista había que expulsar a los poetas, a ser posible después de humillarlos, apedrearlos, anularlos. Pero la vida y la obra de estos dos autores (como la de otros integrantes de aquella gran generación a la que pertenecieron Ajmátova, Mandelshtam, Pilniak, Bábel, Platónov o Pasternak) constituye un testimonio trágico pero esperanzador de cómo el arte, entendido como compromiso trascendente, tarde o temprano es capaz de reducir a un tamaño diminuto a quienes, como aquel maníaco georgiano, un día se creyeron Dios y su profeta.

APÉNDICE
LOS PROCESOS DE MOSCÚ

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