viernes, 15 de junio de 2012

CHÉJOV EN EL INEM

Antón Chéjov esperando para renovar su tarjeta de demanda. Como se aprecia en la imagen si se pusiera de pie le sacaría dos cabezas al resto de parados. Es lo que tiene ser un "grande" de las Letras.

Será que últimamente salgo poco o quizá, simplemente, que de un tiempo a esta parte todo me maravilla, como si fuera visto de una nueva forma, con una nueva intensidad. En el INEM (o SAE, SPEE o como sea, INRI podría valer también) no es difícil que surjan pequeñas anécdotas que a poco que nos lo propusiéramos podrían convertirse en verdaderas historias. Basta con sentarse y ver y escuchar para avizorar profundos mundos detrás que cada cara larga, de cada palabra destemplada. Esto de hoy es diferente. Es casi farsesco, En apariencia intrascendente, pero totalmente real.

Mientras aguardo a que aparezca mi nombre en la pantalla, llega una pareja y se sienta a mi lado. Él es un hombre fortachón, rubio y con el pelo a cepillo, con pinta de experimentado portero de discoteca o ex agente del KGB. Ella, muy guapa, aparenta ser su pareja, o igual es su hermana, o a lo mejor trabaja para él… Esto es la Costa del Sol y cualquier cosa es posible: a lo mejor es las tres cosas a la vez. Yo estoy leyendo mi Chéjov de Letras Universales de Cátedra. Acabo de terminar ‘Las tres hermanas’ que me ha encantado y que no conocía y empiezo ‘El jardín de los cerezos’, que ya apenas recuerdo. Entonces, los escucho hablar. Sí, me digo: eso es ruso. Decido lanzar el anzuelo. Elevo un poco la portada del libro haciendo el título visible. Pasado medio minuto, alcanzo mi propósito. ¡Han picado! Él le dice algo a ella. Ella mi mira. Después, ríen. Él vuelve a mirar la portada. Comentan algo. Más risas. Yo aún dudo. Igual es otra cosa. Pero no. Cazo en el aire “Chejova”. No hay duda. Cuando él vuelve a girarse hacia mí yo intervengo. Le digo mostrando el ejemplar: éste es uno de los vuestros. Él me pregunta si sé ruso. Niego con la cabeza, creo que añado: ojalá. A continuación pongo el libro sobre una pequeña mesa que compartimos y dejo que lea la portada, donde aparecen los títulos escritos en cirílico como saliendo de un samovar. Él se los lee a ella en voz alta. Ella asiente con ingenuidad. Él, pese a su aparente rudeza, también muestra algo parecido a ternura o nostalgia, o así me lo parece a mí. Y ahí termina todo. Se olvidan de mí. O eso creo. Igual comentan la insólita escena que supone ver a este español barbudo y reseco en un rincón perdido del sur de Europa, leyendo a miles de kilómetros de su patria y aunque sea en castellano, a uno de los maestros de una literatura, la suya, que igual detestaban cuando les obligaban a estudiarla en el colegio. Si es que tuvieron algo parecido. O cualquiera sabe.

Cuando termino mis gestiones, ellos siguen ahí, esperando. Pienso en que podría regalarles el libro, decirles: “tomad, para que mejoréis vuestros español”. Sé que sería grandioso y estoy a punto de hacerlo, lo juro. Pero, al final me retraigo. ¿Será ese irracional apego a los libros? ¿Será timidez? ¿Será mi exacerbado sentimiento del ridículo? En cualquier caso, me niego a terminar ese capítulo ahí. Cuando estoy en la misma puerta, me giro y les pregunto: cómo se dice “adiós” en ruso. Ellos responden al mismo tiempo con una palabra que yo intento repetir a continuación sin éxito. Reímos. Entonces, yo simplemente digo “adiós” y salgo.

Por la calle abajo pienso en qué extraño es todo y de manera más concreta en qué pensaría el ruso si supiera que ahora mismo, desde hace un par de semanas, estoy escribiendo una historia en la que aparece un ruso con pinta de portero de discoteca, cuyo nombre es Boris. Tentado he estado de preguntarle su nombre, pero no habría podido soportar que se llamara Boris también. Entonces, ya sabría que su acompañante es en realidad rumana, que se hace llamar Katia y que es la prostituta más deseada de la zona. Entonces habría sabido que mi historia ya estaba escrita y que, aunque no muy bien, podría haber terminado peor.

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