martes, 9 de diciembre de 2008

Esquilmar España

Mercadona. 20.30 h. de un viernes, víspera del Día de la Constitución. La gente que acaba de salir de sus trabajos agota los últimos minutos antes del toque de queda. Hasta el domingo, los comercios permanecerán cerrados. 36 horas, nada menos, sin poder consumir. Largas colas en las cajas, pasillos atestados de gente, tráfico denso de carritos. De repente, gritos, pasos acelerados, revuelo junto a una de las salidas laterales del establecimiento. Algunos dependientes uniformados del centro acuden para saber qué pasa. Los clientes se miran pasmados sin entender nada, al tiempo que siguen con la vista a una mujer de mediana edad, bajita, con gafas, pelo corto, ropa oscura, discreta, una mujer en sí perfectamente normal hasta decir basta, de ese tipo de personas cuyas facciones y figura podemos olvidar inmediatamente incluso aunque las acabáramos de ver, esa mujer, digo se mueve nerviosa de un lado para otro. Nerviosa no es la palabra. Está indignada. A un paso mismo del ‘atacamiento’. Apunta hacia la salida lateral, que conduce hacia una escalera que desciende a su vez hasta el aparcamiento, farfullando algo cada vez en tono más alto. Conforme sube la voz, sus palabras se hacen más inteligibles. Por lo que parece, acaban de robar. “Vienen aquí…, a comer y a beber sin trabajar…” Acude junto a un carrito que está al pie de una de las cajas y debajo de una bolsa de verduras o algo así, descubre una botella de whisky. “Ellos a robar…y mientras los españoles, trabajando”.

Zas.

La mujer insignificante resulta que es una racista de tomo y lomo. Quién lo hubiera dicho. Pero, sorprende el modo en el que defiende los intereses españoles frente a las invasiones bárbaras. Pero, no. Claro, es que esa mujer no es una clienta más que aguardaba en cola y ha descubierto al dipsómano ladrón inmigrante. Es una encargada del supermercado. Diremos más, parece LA encargada. Lo muestran el modo autoritario y aleccionador con el que se mueve y la reacción que adoptan el resto de compañeros, quienes se dirigen a ella entre abrumados y serviciales, manteniendo ese difícil equilibrio de quien sabe que debe mantener la jerarquía ante la persona –a la que probablemente desprecia- que ocupa el que podría ser su puesto, la cumbre de la pirámide de un trabajo enervante y mal pagado que te obliga a trabajar un domingo por la mañana y a hacer como que persigues a un tipo o tipa que quería camuflar una botella porque no podía permitirse pagarla.

Poco a poco la escena se dispersa. Todo vuelve a la normalidad, aunque pesa en el ambiente una espesa capa, un olor como a putrefacción. Hay yogures rociados por la escalera, últimos vestigios de la improvisada huida, restos de un naufragio tan poco novelesco como en sí mismo desolador. Del terrible criminal ‘no español’ –pues como bien apunta la sabia encargada nosotros trabajamos y seríamos incapaces de robar una botella de whisky y mucho menos en un supermercado 100% español, como es Mercadona (que otra cosa sería en el Eroski de los vascos esos de los cojones), del maleante digo, nada más se sabe. Se ha ido como una sombra dispuesto a hundirse de nuevo en su mundo de sombras. Sólo queda flotando en el aire su fechoría y la justa recriminación en el ágora hacendadística por parte de la Encargada ante un coro de clientes pasmados.

Quedan lógicamente muchas preguntas sin respuesta. ¿Habrá sido un acaloramiento pasajero o es que la mujer es así? ¿Considerará a todos los extranjeros igual de extranjeros, quiero decir, hay inmigrantes más ladrones que otros o son todos iguales? Lo digo, porque este Mercadona está enclavado en una zona muy turística del sur de España en la que viven (y compran) muchos ciudadanos alemanes, ingleses, belgas…, pero donde también de un tiempo a esta parte ha recalado (y ha comprado) una importante población de origen sudamericano, magrebí, rumano o subsahariano. Falta también por responder si cuando dice que los de aquí trabajamos, incluye a los más de dos millones de españoles de toda la vida que están en el paro ahora mismo o da por sentado de que éstos por muy desempleados que estuvieran jamás robarían, pues son más de pedir.

Sin desvelar estos enigmas, podríamos llegar a pensar, fíjense lo que les digo, que en España hay racismo. Sí, sé que resulta difícil de aceptar a la primera. Pero, es más, podríamos llegar a la conclusión de que ese racismo no es nuevo, que estaba larvado en nuestra sociedad y se ha empezado a quitar la máscara, saliendo a pecho descubierto (y a voz en grito) ahora que la crisis económica ha dejado en la cuneta a muchos inmigrantes. Mientras los políticos insistían en que éstos traían riqueza, y que incluso eran protagonistas de nuestro despegue económico, había que ponerse un punto en la boca, o dejar esos comentarios poco decorosos para el ámbito estrictamente privado.

Pero ya no es necesario. Ahora urge que se vayan y dejen de esquilmar España, coño. Que nosotros siempre hemos sido un país de currantes, pobres pero honrados. Y si no los necesitamos para matarnos a palos como hermanos la mayor parte de nuestra historia, ni para mantener una dictadura durante cuarenta años, ni siquiera para emigrar a millones durante el pasado siglo, menos ahora para que vengan a robarnos nuestro mejor whisky escocés.

Al salir, la encargada ocupa una caja en el otro extremo del recinto. Está irreconocible. Se podría llegar incluso a pensar, recordando su celo reciente, que en realidad no es una simple subalterna de súper, sino que es la heredera del imperio Mercadona, que como la hija del dueño de Inditex, está ahí de incógnito para conocer a fondo y en carne propia el oficio de vendedor de yogures. Luce su mejor sonrisa mientras unos niños encantadores ayudan a sus papis a guardar la compra. Que no haya miseria. Bolsas a gogó, que no queremos hacerle perder el tiempo a esos nuestros clientes honrados a la hora de pedirnos alguna bolsa más, por favor. Ni que decir tiene que los niños son blancos como un pan de pueblo. De tan blancos casi podrían ser extranjeros. Uy, no, que esos solo vienen a robarnos mientras los españoles abrimos supermercados y creamos puestos de encargada para mantenerlos a todos a raya.

Con gente así, podemos dormir más tranquilos. Ahora ya podemos celebrar en paz y armonía nuestros treinta años de Constitución.

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