martes, 19 de enero de 2010

Juan Luis Cebrián: El pianista en el burdel

Que cada año se publiquen unos 60.000 títulos en España mientras los índices de lectura no nos dejan demasiado bien parados si nos comparamos con muchos de los países de nuestro entorno, es un dato que bien debería movernos a una reflexión. Que de esos miles de ejemplares sólo una ínfima parte llegue hasta los escaparates de las librerías y que de éstos no necesariamente los mejores se coloquen entre los más vendidos, es otra circunstancia que merecería un análisis no menos detallado. Que, mientras con frecuencia un puñado de obras menores concentran la atención de los lectores, verdaderas obras maestras puedan no ser nunca descubiertas por el gran público, incluso permanezcan por siempre –incapaces de penetrar en el círculo de hierro que traza la industria cultural- en el fondo de un cajón, es un pensamiento que tiene mucho de descorazonador.
Así, es justo asumir de inicio que el que un servidor dedique una fracción de su tiempo y un portal de literatura de su espacio a reseñar un título de una de esas escasas personas que en España no necesitan de publicidad extra para promocionar un libro, puede resultar un sinsentido. Muy pocos autores, como Juan Luis Cebrián, disponen de todo un grupo multimedia detrás para hacer de caja de resonancia, por no hablar de que el juicio que sobre la obra en cuestión aquí se emita difícilmente podrá influenciar en modo alguno sobre la repercusión que ésta alcance. Si éste fuese negativo, no serviría para destrozar una reputación (tampoco, para mi desgracia, ni yo soy Sartre ni él, posiblemente por suerte, el Mauriac al que el francés zarandeó (“Dios no es un artista; Mauriac tampoco”) con una demoledora crítica en la NRF); y si todo lo contrario, solo serviría para sumarse al coro de los aduladores a los que la mera enunciación de marcas como Santillana, Alfaguara, El País, Ser, Cuatro, etc, bastaría para borrar de su teclado cualquier combinación de palabras dirigidas a poner en solfa la solvencia ensayística de uno de los mayores gurús de la comunicación “global” en español.

Sin embargo, y al margen de otras consideraciones, lo que tenga que decir el que fuera fundador y primer director de El País y actual consejero delegado del grupo Prisa, sobre el estado del periodismo en la actualidad, tema central de El pianista en el burdel, debe interesar a todos aquellos que piensen, contra Chesterton, que este oficio consiste en algo más que en decir que ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo, no digamos a quienes, como en mi caso, nos ganamos mal que bien la vida en estos menesteres. Todo, a pesar de que quienes se acerquen a esta obra publicada por Galaxia-Gutenberg con la intención de escudriñar algún turbio secreto, acariciar alguna revelación trascendental o siquiera un pecadillo venial, no podrán salir más decepcionados de su lectura. De las controvertidas relaciones entre Cebrián (y todo su grupo) con el expresidente José María Aznar –que constituyen la parte más áspera del volumen- ya teníamos sobrada información (a Aznar lo define, por cierto, de un modo un poco deslucido para alguien que escribe novelas y ocupa un sillón en la RAE, como “el hombrecillo del bigote, con cara a lo Chaplin y alma de inquisidor” o “matarife de la libertad de expresión”), y no cabe decir nada diferente respecto de su evocación de los años de profesión bajo la Dictadura, junto a la narración del papel de la prensa durante la Transición, el capítulo más autobiográfico del libro y probablemente el que más pueda llamar la atención a un joven estudiante de periodismo nacido ya en democracia (aun cuando, terriblemente, algunas de las prácticas de los censores de la época no disten tanto de las que hoy aplican, a despecho del artículo 20 de la Constitución –ése que preside en punto de cruz sus despachos-, algunos directores de periódicos.
Lo que Cebrián consuma a lo largo de esta compilación de ensayos–en la línea de las Cartas a un joven poeta de Rilke, las Cartas a un joven novelista de Vargas Llosa o las propias Cartas a un joven periodista del autor de La agonía del dragón- es una lección, a menudo abstracta y con frecuencia cimentada sobre terrenos profusamente hollados-, sobre el oficio periodístico, que parecería dirigida a quienes se encuentran a punto de encaminar sus pasos hacia esta profesión y que por momentos se asemeja a aquellos libros que se les entregaban a los alumnos de último curso de bachillerato antes de elegir carrera.
El primer ensayo del libro está imbuido de este espíritu. La no demasiado original elección del “mito Watergate” no hace sino reforzar este esfuerzo divulgativo por enarbolar los grandes principios del periodismo (veracidad, independencia, libertad de expresión) haciéndolos reposar sobre un caso emblemático de nuestra época, conocido por todos pero al mismo tiempo impermeable al paso del tiempo, incluso se diría que revalorizado con los años de acuerdo al surco zigzagueante que la prensa, de un tiempo a esta parte, merced a las crecientes “presiones, manipulaciones y chantajes” debe sortear.

Porque si bien es cierto que El pianista en el burdel (título que, como es de sobra conocido, alude al célebre adagio periodístico) redunda en lugares comunes y clichés, está atravesado, y aquí reside su principal interés, por la sombra de una crisis que si bien no es nueva (sino que es consustancial a su propia génesis, como el propio autor se encargará de recordar) parece haber arreciado en los últimos años, tal vez porque ahora como en el siglo XVII, los ciudadanos siguen prefiriendo “la imaginación a la verdad a fin de que ésta no la disturbe demasiado”.

Las siempre agónicas relaciones entre la prensa y el poder instituido ocupan buena parte de las reflexiones que Cebrián nos brinda sobre el oficio, y en este sentido, aun cuando con frecuencia el autor se encarga de subrayar los principios éticos que deben servir de pórtico a todo aquel que ejerza la tarea de informar, cierto nihilismo invade la obra, como si a pesar de que resulta propio del periodismo el verse sometido a las andanadas de los políticos de turno, en tiempo reciente los medios hubieran entregado definitivamente la cuchara resignándose demasiadas veces a nadar “en las babas de la adulación”.

En este sentido, más allá de la autocrítica, no faltan las ásperas catilinarias contra el poder político, ni contra los gobiernos presuntamente democráticos que –resucitando el espíritu de los imprimátur de los antiguos periódicos- se encargan de premiar a sus amigos y castigar a los enemigos a su antojo a la hora de repartir el espectro radioeléctrico. Una revelación que debe de haberle dejado patidifuso.

Porque al fin y al cabo, Cebrián no oculta que junto a la administración de una propiedad pública (el derecho a la información) los directores de periódicos deben velar por otros intereses, esto es, “la continuidad de la empresa, los puestos de trabajo, la pervivencia misma de la tribuna que dirige”. Y los anuncios (a más concesiones, más anuncios y más influencia, no lo olvidemos), que las empresas e instituciones, sean públicas o privadas, insertan en función de la capacidad del contenido para atraer consumidores, “son fundamentales para financiar los medios de comunicación”, hasta el punto de que lejos de ser un “enemigo del sistema”, se convierten en su “aliado”. Acabáramos.

La profesión periodística, del mismo modo que –apunta Cebrián- “tiene a la vez un origen canalla y un pedigrí regio, características que la han acompañado durante toda su historia”, parece moverse entre la defensa de las libertades frente a los abusos de los que mandan y, en el extremo opuesto, la arbitrariedad y el desdén hacia los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, “las cosas últimamente no han hecho sino empeorar”. Y así, junto a la extensa lista de amenazas que el autor de Francomoribundia se encarga de repasar, y entre las que figuran la abundancia de información (que no redunda automáticamente en “una mejor información”); la dificultad de discernir la línea que separa la propaganda del deber de informar; la invasión de la vida privada que no sólo la llamada prensa rosa perpetra; el empeño de algunos de “gobernar desde las páginas de los periódicos”; la degradación del concepto de periodismo como género literario particular análogo al ensayo, la novela o la obra de pensamiento, y por lo tanto su encanallamiento; la transformación de la información en mero ocio y entretenimiento; o que la rentabilidad de las empresas de comunicación termine solapando todo lo demás al grito de “todo vale”; aparece otro escollo que es de nuevo cuño: la avalancha digital, el cambio de paradigma de la información que internet ha propiciado y de manera específica, lo que Cebrián llama “los confidenciales” y que explica como “esa infinita pléyade de boletines en red que mezclan realidad y mentira, difamación y elogio, con una arbitrariedad impune”.
En este punto descubrimos cómo Cebrián va de pionero pero trasunta un miedo reverencial a los nuevos medios digitales, a los que observa con un indisimulado paternalismo y a los que parece querer exorcizar adhiriéndoles una etiqueta que, suponemos, el consejero delegado de Prisa no le colocaría a elpais.es (que no parece un “vertedero de estupideces e inmundicias”). No sabemos si aquí se erige en celoso defensor de las esencias del oficio, si la nostalgia por un pasado glorioso (esa época dorada (sic) que terminó con la concesión de las primeras emisoras privadas de televisión) le empaña la mirada o si es a través de la visión del que, al fin y al cabo, hace tiempo que colgó la pluma de periodista para erguir la calculadora del vendedor de diarios, por quien se pronuncia. El caso es que, a pesar de sostener en más de una ocasión que la cuestión fundamental no reside en el soporte de la información, sino en la información misma, incluso de cantar las alabanzas de lo que supone la convergencia entre textos, vídeo y audio dentro de un mercado global sin fronteras geográficas ni temporales, Cebrián se mueve con enorme incomodidad entre tanta ‘modernura’ y termina cayendo él mismo en aquello que pretende denunciar, mezclando lo serio con lo grotesco y, lo que es más preocupante, dejando pasar de largo una evidencia: que parte del mejor periodismo se hace ya hoy a través de plataformas digitales.

Informar con rigor, con objetividad, sin descuidar los intereses empresariales, poniendo coto a las intromisiones del poder político pero valiéndose de este mismo poder para aspirar a lograr o para consolidar una posición de liderazgo, y ser capaz a la vez de tomar partido ante los hechos que se le presentan, de dejar de lado la neutralidad y pronunciarse sin ambages sobre las grandes cuestiones de la actualidad, incluso a costa de poner en peligro esos mismos intereses… Esta conflictividad de valores que se da en las empresas periodísticas entre su supuesta razón de ser y la necesidad de generar riqueza es la que atraviesa la obra y nos da cuenta, por otra parte, del conflicto que padece el empresario/periodista. Lo que nos hace recordar aquél célebre caso, convertido en triste paradigma del carácter camaleónico de la prensa según qué circunstancias, que nos ilustra acerca de cómo fueron evolucionando los titulares de un periódico francés durante los días del destierro de Napoleón y su posterior retorno a París:

“El Monstruo se escapó de su destierro”.“El Tigre se ha mostrado en el terreno.
Las tropas avanzan para detener por todos lados su progreso”. “El Tirano está
ahora en Lyon. Cunde el temor en las calles por su aparición”. “El Usurpador
está a 60 horas de marcha de la capital”. “Bonaparte avanza con marcha forzada”.
“Napoleón llegará a los muros de París mañana”. “El Emperador está en
Fontainebleau”. “Su Majestad El Emperador hizo su entrada pública y llegó a las
Tullerias. Nada puede exceder la alegría universal ¡Viva el Imperio!”

Evidentemente, no queremos sugerir que éste sea un patrón recurrente ni que podamos aplicarlo a quien nos ocupa –por mucho que haya quien malintencionadamente juzgue como mágica la transformación de Cebrián de “periodista del Régimen” a “adalid de las libertades”- pero sus, por otra parte, razonables críticas, nos hacen cuestionarnos la legitimidad de los motivos que encierran. ¿O no es cierto que la propia empresa de la que el fundador de El País es consejero-delegado viene librando en los últimos años una descarnada lucha con el Gobierno por el control de la influencia mediática? ¿Podemos tener la certidumbre de que las penetrantes críticas a cierta política oficial de medios obedecen únicamente al deseo de denunciar una injusticia, la erosión de la libre competencia, o estamos llamados a pensar con no menos base que tal denuncia no refleja por encima de todo una airada defensa de los propios intereses en tiempos de especiales dificultades económicas?

El romanticismo de Cebrián se acaba con la Transición, la bohemia del oficio termina sepultada cuando los censores oficiales del régimen ceden el testigo a la plural dictadura del mercado. Y si bien la influencia de los periódicos, tal y como los hemos conocido, “toca a su fin” (el propio Napoleón, por seguir con el personaje, afirmaba temer más a tres diarios que a mil bayonetas) no es menos cierto que el papel de las grandes empresas en cuya estructura se integran, sigue siendo decisivo para el transitar de nuestras sociedades democráticas. La devoción y el negocio vuelven a imbricarse en este punto y terminan de configurar un ideario en el que lo local y lo global (lo “glocal”, como lo acuñara Roland Robertson) se funden en aras de la propia supervivencia. El castellano, como idioma que une a cuatrocientos millones de personas en el mundo, se convierte así en una extraordinaria oportunidad para afrontar la dispersión de la era digital y los escasos márgenes económicos con los que trabaja el nuevo periodismo. La concentración se convierte en una verdadera necesidad. El paso de “independiente” a “global” de la cabecera de El País está más que justificado.

En el fondo, doscientas páginas después sigue en pie una constatación, que los burdeles siguen siendo más respetables que las propias redacciones de los diarios. O que hay formas más dignas de prostituirse que otras. A este triste certificado hay que sumar el hecho de que terminamos obteniendo razones más que convincentes para poner en cuarentena las palabras de Sami Naïr, director de la colección, en su prólogo. Allí donde dice, refiriéndose al autor: “Pero lo que no se puede discutir, porque es indiscutible, es que será siempre una gran voz libre de la España democrática”. Dejémoslo en “gran voz”; lo de “libre” es harina de otro costal. Que nadie se rasgue las vestiduras. No podría ser de otra forma.
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Publicado en literaturas.com

2 comentarios:

antonio dijo...

No creo que sea un aporte.
Ni que crezca el índice de lectura.
Podria escribir algo asi:
Como acabar con una empresa, de Franco a ZP.
sALUDOS BUEN BLOG.

Anónimo dijo...

interesante lo que propone pero deberia enmarcar respecto a la lectura un conocimiento más amplio como el anális del club bildemberg

 
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