viernes, 25 de noviembre de 2011

La burbuja cultural

El Centro Niemeyer de Avilés se ha convertido en el símbolo más emblemático de la explosión de la burbuja cultural

Casi parece una alucinación. Casi fue ayer. No había pueblo grande o modesta pedanía que no aspirase a contar con su propio teatro o auditorio, o al menos con una de esas salas futuristas multiusos dotadas de las más modernas prestaciones y que despertaban el recelo de los operarios municipales cuando se interrogaban acerca de quién demonios sabría hacer funcionar aquello: la mesa de mezclas, el proyector, las luces, los micrófonos, las butacas reclinables, el ordenador, el termostato, joder, si solo tengo dos manos.

Fluía el dinero. Incluso el más redomado mindundi con capacidad para echarse una guitarra al hombro tenía un caché superior al millón de pesetas (siempre números redondos, mejor que sobre a que falte, total, qué era eso en euros). Personajes televisivos, a veces meros secundarios en infumables series de éxito, eran contratados sin medida para hacer pregones en las fiestas patronales. Poco había de importar que hubieran pisado alguna vez el pueblo de cuyo presupuesto municipal habrían de salir sus emolumentos; al fin y al cabo nada resultaba más hospitalario que un cheque a rebosar de ceros que estimulara al invitado a ensalzar las bondades del lugar descubiertas a través de wikipedia, el cariñoso trato recibido por parte de los serviciales concejales, la calidad del almuerzo dispensado en uno de esos nuevos restaurantes locales regentados por uno que una vez estuvo en una conferencia de un discípulo de uno de los nuevos gurús de la cocina periférica, en los que podías probar de todo menos las viandas propias del sitio o al menos algo que se les pareciese).

Las autonomías, por supuesto, eran las que con más vigor le daban al fuelle. Ese parece su sino. Ellas enarbolaban la bandera de esta nueva prosperidad. La organización de diferentes circuitos culturales parecía querer dejar a experimentos pasados como La Barraca –experiencia republicana en la que muchos, teóricamente, se inspiraban- en una rústica experiencia antediluviana. Qué camiones itinerantes ni qué siglo de Oro muerto. Qué teatro aficionado ni qué visión de España cuando podíamos fundar nuestras propias compañías nacionales y hacerle descubrir al democrático público el más deshumanizado arte de vanguardia (ante todo dinamización y transversalidad, señores). En todo caso, por supuesto, antes Shakespeare o Chéjov que Benavente, Galdós, Arniches o Buero. Y en caso de duda, siempre, siempre, siempre Lorca.

No sólo el teatro, ni mucho menos, acaparaba el presupuesto. De hecho, solo ocupaba un capítulo marginal en comparación con otras actividades. Cómo no tener un par de certámenes literarios, una muestra de cine, un festival flamenco, un ciclo de jazz , un salón de cómic y como poco un par de cursos de verano de la Universidad, además, claro, de la programación ordinaria. Eso era lo mínimo para un pueblo medio, de entre dos y cuatro iglesias. Lo de menos era el dinero. Lo había raudales. Los ayuntamientos, las diputaciones, las comunidades tenían las arcas llenas. No daba tiempo a contarlo. Las recalificaciones eran como las minas de oro en la Norteamérica del XIX con la diferencia de que éstas no había que ir a buscarlas, empeñándose en una imprevisible aventura. Estaban ahí los terrenos, al alcance de la mano (cómo no se nos había ocurrido antes) y cada día valían más, sobre todo los mal llamados “protegidos”, ya saben de esos a los que bañaba un riachuelo, o tenían vistas a la sierra o estaban reservados para hospitales, colegios, plantas de reciclaje, equipamientos deportivos... Sí, esos valían más y había que hacerse un poco más de rogar. Solo un poco. Además, luego con un poco de suerte, solo un poco, la promotora de turno tendría el orgullo de ver su banderola (palabra mágica de una época extinta) colgada en el propio teatro y fotografiarse terminada la función (el funcionario o el cargo de confianza de marras también hubo de aprender a utilizar la cámara digital y el photoshop y el correo electrónico) con el artista de turno, quien mientras les firmaba a éste y a medio equipo de Gobierno un autógrafo para las-niñas-pequeñas-que-no-han-podido-venir-porque-se-han-quedado-con-la-madre-ya-me-entiende, no podía quitarse (hay miles de documentos gráficos que lo atestiguan) la cara de estupefacción ante el hecho de que en Quintopinar del Cuernopelao tuvieran pasta para correr con los gastos del show, inflado hasta lo indecible, apoquinando incluso por adelantado.

En definitiva, el Estado Cultural avanzaba como una apisonadora, llevando el conocimiento a unos precios ridículos, cuando no gratis, a cualquier rincón de la piel de toro, del Estado, sin más, como ahora era llamado. Nuevos museos (o centros culturales y/o de interpretación, así se denominaban) abrían sus puertas mientras que los de toda la vida acumulaban interminables colas a sus puertas. La Cultura molaba. Jornadas, seminarios, congresos, festivales, proliferaban por doquier. Por veinte euros podías ponerte al día acerca de cualquier tema (desde Arqueología mágica hasta las últimas tendencias en Librodepilación) y encima recibir una carpeta, un boli, un cuaderno y, con suerte una bolsa o mochilita que no desentonaría en nada con tu atuendo habitual. ¡Incluso querrías ponértela terminado el evento! Por supuesto, el transporte público era gratuito, que para eso los autobuses eran nuevos en espera de que llegara el correspondiente tranvía o metro que tenía media ciudad patas arriba. No problema. Cubiertas las necesidades básicas, la gente reivindicaba su derecho a conocer, a disfrutar, a aprender de un modo hedonista, ecléctico, plural. Pan y libros. La sociedad pos era una realidad y si un peón de albañil podía llevarse a su casa dos mil euros mensuales limpios, por qué no podría tener derecho él, con su piercing, su tatuaje tribal y sus pantalones chorreaos de a cien euros -pensaban los gestores culturales y sus asesores y los auxiliares de estos y los becarios de los anteriores-, a tragarse cuatro horas de la mejor ópera italiana (o de un Wagner más consumición) en el teatro de al lado de su casa.

Pero, entonces llegó la crisis. La inmobiliaria. Qué les voy a contar que no sepan. Bah, se veía venir. Aunque todavía no pasaba nada. La maquinaria perfectamente engrasada no podía detenerse. Los presupuestos estaban aprobados, las despensas aún llenas, casi tanto como las terrazas de bares y cafeterías de los centros comerciales que habían nacido como hongos rutilantes de felicidad sin fin. Para qué preocuparse. Gracias a nuestro florecimiento espiritual éramos ya tan listos como para saber deletrear Lehman Brothers sin que nos preocupara en absoluto lo que allí estaba pasando. A las muy malas nos tendríamos que conformar con comprarnos los tejanos, los jeans, los putos vaqueros de toda la vida, aquí en Europa y no en Nueva York como antes. Jo, vaya, por Esquilo te lo digo. Sin embargo, la cosa era un poco más grave. A pesar de que los grandes tótems de la cultura patria seguían compartiendo gira con el partido todavía hegemónico, ése al que tanto debían (por sus progresistas políticas sociales, quiero decir), un creciente runrún emergía desde alguna cavernosa profundidad. El ojo rojo de Sauron de la crisis ya nos tenía localizados y pasó lo que tenía que pasar.

Nuestra prosperidad no se había cimentado en la investigación y el conocimiento, en alta tecnología, en la exportación o la diversificación industrial, ni siquiera en el sector servicios, mucho menos en la Cultura. Eso habíamos querido creer todos mientras le dábamos a la máquina de hacer pisos. No, no, con el frenazo del ladrillo se paró todo lo demás. El país entero. Y la burbuja cultural no tardaría también en explotar. Las arcas de la Administración se habían quedado vacías. Fallaron las previsiones. Y con la iniciativa privada ya no se podía contar. ¡Si no vendo los pisos cómo te voy a dar tres mil euros para un recital de piano!, decían indignados aquellos desprendidos mecenas de antaño. Lógico. Así las cosas, primero se fueron demorando los pagos, después disminuyeron las contrataciones, pronto se fueron paralizando los nuevos centros previstos y a la vuelta de unos meses se acabó el dinero hasta para imprimir la programación (primero la habían hecho en blanco y negro; ahora la mandarían en pdf, que es más ecológico). Vamos, que en menos que un diputado se garantiza la pensión máxima se pasó en las inauguraciones de reducir las raciones de jamón a poner sólo un vino español algo peleón, y de ahí directamente a dejarle claro al artista invitado que si quería exponer tenía que correr él con los gastos, no ya los del catálogo -por supuesto, qué locura- sino incluso los derivados de la luz de la sala. De la publicidad en medios de comunicación a cargo del erario público ya ni hablar. ¡Ni siquiera en los afines! Con lo que se les debía y viceversa estaban empatados.

Ahora que se habían quedado sin pasta llegaba el turno para los artistas locales. Porca miseria. En definitiva, al tiempo que la calidad se deterioraba, subían los precios. Hace nada podías ver el último espectáculo de, no sé, Els Fulanites por 6 euros, con suerte a lo mejor era hasta su estreno mundial, y ahora te pedían 12 –algo simbólico, algo simbólico- por asistir a la representación de final del curso del Taller de Teatro Municipal, vamos, para ver a tu vecino haciendo el gilipollas.

Habíamos vivido un sueño, una edad áurea del conocimiento. Ciencias y artes nunca antes habían irradiado con más fuerza. Daba la sensación de que había que ser muy lerdo u ocultarse mucho, muy lejos y muy hondo, para no aprender algo. A la salida del metro, en el supermercado, a través del televisor te golpeaban con miles de ofertas culturales a cuál más seductora. Y sin, embargo, ahora que despertamos a la realidad de la fecha, ¿podemos afirmar serenamente que nos hemos vuelto más sabios, sensibles, mejores? ¿Hemos aprovechado los españoles estos años pasados -que quién sabe si volverán- para crecer como pueblo? ¿O se ha llevado la resaca junto a nuestros ahorros todo lo demás, tal vez por la sencilla razón de que no había arraigado en realidad nada? Qué fue entonces lo que ocurrió. ¿Solo un gran paripé, una fiebre pasajera, el virus de una prosperidad mal entendida erradicado por la vacuna de una descomunal crisis económica? ¿Tenemos entonces que cerrar los teatros, erradicar ayudas y subvenciones, condenar a una nueva generación de creadores –por no hablar de los vigentes- al olvido, el exilio, la indigencia? ¿Lo que nos parecía normal ha pasado automáticamente a ser inmoral? ¿De bien de interés general debe pasar ahora la Cultura a ser un artículo de lujo, una excentricidad, una cosa elitista y trasnochada? ¿No hay término medio?

Una especie de fuerza ciega llevó a los españoles en apenas tres décadas a equipararnos con las naciones más avanzadas de Europa. Salíamos del desierto y en solo una generación nos convertimos en una referencia en materias tan disímiles y representativas en el mundo actual como los trasplantes de corazón, el transporte ferroviario o los deportes. A la par, nuestros directores y actores ganaron premios Oscar, nuestros pintores y arquitectos conquistaron el mundo, nuestros museos se convirtieron en referencias planetarias y no hubo campo de las artes en el que un español, de la danza a la escultura, del teatro a la literatura, de la música al audiovisual, no descollara. Hoy, esa misma fuerza ciega amenaza con destruir toda esa labor. Cuando veo a miles de compatriotas, muchos de entre ellos de mi generación, hijos de la Transición, coger las maletas y desparramarse por el mundo a la busca de un futuro no ya mejor sino teóricamente posible, desearía pensar que Ortega se equivocaba cuando decía: “Sobre el fondo anchísimo de la historia universal fuimos los españoles un ademán de coraje. Esta es nuestra grandeza, ésta es toda nuestra miseria”. El coraje, la hazaña, la voluntad son siempre necesarios, y muy especialmente en momentos como los actuales, pero carentes de razón, inteligencia y justicia, solo pueden conducirnos a estos insoportables vaivenes capaces de marcar el futuro de generaciones enteras hipotecando fatalmente el porvenir.

La burbuja cultural ha estallado pero aún estamos a tiempo de coger algunos de los pedazos que cayeron rociados por el suelo y empezar a construir con ellos algo verdaderamente genuino. Al principio parecerá más pequeño que lo que había antes, pero al tiempo descubriremos que lo que habrá perdido en volumen lo habrá ganado en peso.

2 comentarios:

marta dijo...

Gracias por este texto. Un desahogo leerlo, de veras, un descanso mental. Como hacer un ovillo de una madeja enredada.

apocaliptico dijo...

Marta, gracias a ti por dejarte caer por este rincón medio olvidado (en primer lugar por mí mismo). La verdad es que fue un desahogo escribirlo.

Saludos:

JMM

 
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