Pocos personajes han ejercido tanta influencia en la cultura occidental como el protagonista de La Odisea. Ulises no es un héroe al uso, un guerrero como Aquiles, Menelao o Áyax, con todos esos atributos físicos y accesorios, que les convierten en el primer antecedente de los modernos personajes de cómic. Ulises es, por encima de todo, un tipo con recursos. No quiere pasar a la historia, sino volver a casa, a Ítaca, donde Penélope -la que esperaba sentada en un banco de la estación en la canción de Serrat- lo espera tejiendo y destejiendo túnicas y sueños. Pero, si algo hace que el poema homérico pueda ser considerado como uno de los textos base de la civilización europea, es su superación del mito. Ulises, el astuto, es ya el hombre que quiere dominar a la naturaleza, que antepone su racionalidad al destino, o fatum -como cuando regresa ileso del Hades-, que está dispuesto a negociar con los propios dioses.
Este dominio de la naturaleza, semilla de lo que más de dos mil años después será la Ilustración, merecerá una revisión crítica por parte de la Escuela de Frankfurt, quien verá en el mito de Odiseo el inicio de todos nuestros males modernos y más concretamente de los horrores cometidos durante la II Guerra mundial. Pero, al margen de este tipo de lecturas, La Odisea es un libro apasionante, una novela de aventuras que se sitúa en la base de lo que un día se dará en llamar la cultura europea.
14 kilómetros separan el sur de España de África, el continente que casi con toda seguridad más fascinación ha despertado entre la moderna literatura viajera. Obligada resulta la lectura de Ébano, del desaparecido Ryszard Kapuscinski, junto a la danesa Karen Blixen, autora del legendario Memorias de África -que llevó con singular maestría Sydney Pollack a la gran pantalla-, una de las personas que mejor nos han trasladado la “experiencia” africana.
En los Ensayos completos, publicados por Losada, Blixen -más conocida como Isak Dinesen- nos ofrece el irregular relato de sus casi 20 años de residencia en el África negra. En este sentido, a pesar de la belleza de la descripción de los paisajes, no se trata de un libro propiamente de viajes, sino de un volumen que aglutina las reflexiones de una aristócrata blanca, dotada de un especial talento para la observación, que quedó prendada por un continente maltratado por la versión menos amable de la “civilización”.
Espontánea e irónica, liviana en ocasiones, otras veces profunda, Blixen nos cuenta al desnudo retazos de su vida en África. “Un gran mundo de poesía se me ha abierto y me ha metido en su seno, aquí, y lo he amado”, le confesó a su madre poco antes de tener que abandonar, enferma y arruinada, la granja de café que regentaba en Kenia, y trasladarse a Europa. Tenía 46 años. Y estaba a punto de convertirse en una escritora muy popular.
Condensar en algo más de cuatrocientas páginas, la esencia de Asia parece algo más que una quimera. Sin embargo, el londinense Colin Thubron, uno de los grandes escritores viajeros de la actualidad, ha aceptado el reto y ha seguido las huellas de los grandes aventureros que le han precedido a través de un viaje a lo largo de la mayor ruta terrestre del mundo. El resultado de recorrer en autocar, coche, carro o camello más de once mil kilómetros tiene por título La sombra de la ruta de la seda (Península), un fantástico libro que nos lleva en sentido inverso al habitual desde China a las montañas del Asia Central, pasando por Afganistán, las llanuras de Irán y el Kurdistán turco.
El propio título nos parece una invitación a entrar en un mundo exótico, en un verdadero territorio de leyenda capaz de retrotraernos a un pasado remoto en el que Occidente y Oriente estaban únicamente unidos a través de este estrecho cordón umbilical que fue la Ruta de la seda. Quien espere algo de todo esto, puede que se sienta defraudado. El título de Thubron no es un relato histórico sobre el pasado esplendor de una civilización milenaria, sino que arriesga a dibujar, sin menoscabo para su magnífica prosa, y haciendo acopio de declaraciones de los habitantes que va encontrando en su camino, la actualidad de un continente diverso y convulso.
El fanatismo religioso, la China de la Revolución Cultural, los nacionalismos y, en definitiva, la dificultad de encajar en el tablero político mundial las barreras étnicas, lingüísticas y religiosas permiten a este autor realizar una visión profunda y por momentos poética de buena parte del inabarcable territorio asiático. Pondrá a trabajar todos sus sentidos.
Australia suele venir asociada en nuestra mente a grandes territorios casi vírgenes, en los que habita una población civilizada y próspera que rinde pleitesía a la reina de Inglaterra, un oasis de paz únicamente alterado por las ocasionales invasiones de conejos. Australia es ese vasto continente con el que sueña el personaje de Javier Bardem en Los lunes del sol mientras observa una mancha de humedad en el techo de su mísera pensión. Pero, los orígenes de este país no fueron precisamente idílicos.
Muchos conocíamos a Robert Hugues por su dedicación a la crítica de arte, actividad por la que es reconocido a nivel mundial gracias en parte a sus colaboraciones con la revista Time, pero, además de esta faceta, el australiano se ha distinguido también por su afición a la historia, que pone de manifiesto en el interesantísimo La costa fatídica (Galaxia Gutenberg) en la que se convierte en cronista del siniestro nacimiento de su país natal.
Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, Inglaterra, la gran potencia de ultramar, se dedicó a fletar un sinfín de barcos repletos de presidiarios rumbo a las remotas costas australianas, convirtiendo la isla en una inmensa cárcel, en la que habitaban miles de convictos. Este episodio histórico sirve a Hugues de excusa para escribir un libro de aventuras -en la línea de London o Stevenson- que analiza la conversión de este vasto escenario desértico y salvaje en una nación gobernada por el imperio de la ley.
Un libro, en definitiva, que cuenta también cómo los poderosos pretenden desembarazarse de los residuos que sus propias sociedades generan mandándolos lo más lejos posible, y de cómo, en alguna ocasión, de las alcantarillas de la barbarie puede emerger la civilización.
Hasta este mismo año había sido imposible enlazar por avión la Antártida. Eso sí, si no eres un científico que desarrollas un proyecto en la zona, no podrás conseguir un billete para recorrer los 3.400 kilómetros que separan Hobart, capital de Tasmania, de la estación de Casey. La Antártida, el sexto continente -o al menos eso es lo que nos decían en el libro de Sociedad del cole-, no parece el destino idóneo para unas vacaciones. Pero, es innegable la fascinación que ha despertado a lo largo de la edad contemporánea.
La conquista del Polo Sur fue la obsesión de un puñado de exploradores de comienzos del siglo XX, y en concreto del noruego Roald Amundsen y el británico Robert Scott, que culminaron en 1912 su trágica carrera para conquistar uno de los últimos parajes vírgenes del planeta. Las expediciones de estos dos hombres han cautivado a generaciones de lectores. De hecho, la obra de Apsley Cherry-Garrard titulada El peor viaje del mundo, publicada en 1922 es considerada por muchos como el mejor libro de viajes jamás escrito. Y esta misma aventura es la que recoge, mucho más recientemente, El último lugar de la Tierra (Península) de Roland Huntford, un libro que relata a través de una rigurosa investigación, las hazañas de estos viajeros suicidas que alcanzaron el Polo Sur con apenas un mes de diferencia, convirtiéndose en héroes de leyenda.
La obra rebosa humanidad. Relata, entre otras cosas, cómo Scott no quiso utilizar perros -a diferencia de su rival- en esta su segunda expedición, sino caballos, para no tener que sacrificar a los primeros.
El 12 de noviembre de 1912, se encontraron los cadáveres de Scott y otros dos miembros de la expedición dentro de una tienda de campaña. Su diario contenía un pasaje que se haría célebre: “me gustaría tener una historia que contar sobre la fortaleza, resistencia y valor de mis compañeros que removería el corazón de todos los ingleses. Estas torpes notas y nuestros cuerpos muertos, contarán la historia.”
Los diarios, los apuntes sueltos, los cuadernos de viaje han sido una fuente inapreciable para comprender la vida de los grandes hombres a lo largo de la historia. Si Scott fue uno de los héroes británicos del siglo XX, América Latina vio encarnarse a su particular Quijote en la figura de un guerrillero asmático, mártir o verdugo, que cabalgó a lomos de una motocicleta -la Poderosa II- para descubrir, con apenas 23 años, la “América mayúscula”. Hablamos de Ernesto Guevara, alias “el Che”.
“No es éste el relato de hazañas impresionantes” -apuntó en lo que años más tarde sería publicado como Notas de viaje este joven médico. Pero sin duda, fue un viaje iniciatico que dejaría una profunda huella en el ánimo de este lector empedernido, y cuyas impresiones no pueden ser atendidas hoy en día sino a la luz de los sucesos que terminaría protagonizando. “Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento -diría el Che más tarde-, sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte”.
Estas aventuras juveniles de Guevara, acompañado de su amigo Alberto Granados -que serían llevadas magistralmente a la gran pantalla bajo el título Diarios de motocicleta-, están llenas humor y autoironía. Pero, junto a las descripciones, los encuentros, las experiencias -como la que vive en el leprosario- subyace el nacimiento de la conciencia del futuro revolucionario, algo evidente en “Acotación al margen”, página reveladora que trasciende la vivencia personal y que, con indudables ecos de las encendidas soflamas de Simón bolívar, es el reflejo de la sangrienta y trágica historia del continente americano: “Sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo, y sé porque lo veo impreso en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos...”
Tal vez al errante Guevara, como al viajero en general se le podría aplicar la frase de Montaigne: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco”.
[artículo recomendado por soitu]
3 comentarios:
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