jueves, 29 de enero de 2009

Renovarse y morir

Uno, la verdad, no es que se pare mucho a mirar las ofertas de empleo de los periódicos. Señal inequívoca de que aún tiene trabajo. Y síntoma también de que uno no pertenece a uno de esos gremios que encabezan la lista de los más demandados por las empresas en nuestro país, ya saben, ingenieros informáticos, programadores java …, y todo eso. Los que nos dedicamos a la comunicación, a quienes formamos parte de eso que se da en llamar los mass media, nos hemos resignado -pese a nuestro forzoso pero también a veces desproporcionado exhibicionismo-, a asumir cierta invisibilidad. E igual que un cobrador del frac no iría a pedirle trabajo a una antigua víctima, ni siquiera como cobrador del frac (algún día hablaremos de este noble oficio), tampoco a ningún redactor, fotógrafo o articulista literario (sic) se le ocurriría echarle un vistazo al papel salmón para mejorar sus condiciones laborales, no digamos para romper su estacionalidad de baja intensidad, vamos, para abandonar el paro. O al menos, eso es lo que me han contado.

Sin embargo, basta echarle estos días un vistazo a este tipo de anuncios para descubrir que no sólo los que formamos parte de este circo (“no le digas a mi madre que soy periodista, mejor dile que soy pianista en un burdel”) perderíamos el tiempo acudiendo a los económicos dominicales, sino que últimamente, pocos son los aceptados extramuros del INEM.

Ahora, en vez de encontrar empleo, lo que se lleva es ampliar nuestra formación. Engordar el CV, aunque no sepas ni qué significan estas siglas. Porque el futuro nos espera, porque hay que inyectarle liquidez a nuestro porvenir, porque no hay nada contra la crisis como gastarse 10.000 euros en un megamáster del universo.

Como si en vez de estudiar la forma de pagar la hipoteca el mes que viene, hubiésemos llegado a la conclusión, qué diablos, de que bien vale pasarse una temporada ahí formándote, a tu ritmo, currándonos el mañana.

Como si tuviéramos 10.000 euros. Como si hubiese un mañana.

La lista de cursos, jornadas, seminarios, posgraduados y másteres, sobre todo másteres, es infinita. Qué importa que manejes dos o tres idiomas, que sepas informática a nivel medio, que tengas carné de conducir y vehículo propio (aunque sea prestado), qué importa que te hayas pasado veinte años, sí, veinte por término medio, metido en un aula, escuchando a “maestros” que rara vez te advirtieron de que estabas viviendo una ficción que, una vez finalizada, te situaría, ante un mundo, el laboral, que poco o nada tenía que ver con la comedia que tan meticulosamente habían escenificado tantas personas adultas –de ésas que engrosan las listas de población activa- perfectamente conscientes de que tarde o temprano “eso” pasaría.

Le puedes preguntar a tus padres cuánto dinero invirtieron en ti durante ese tiempo, y divertirte especulando cuántos años necesitarás para amortizarlo, siempre, claro, que tengas trabajo. Pero, nada de eso te evitará sentir el vértigo de enfrentarte diariamente a un abismo que tú tampoco, en tu candidez, quisiste o supiste ver.

El caso es que ahora estás sin trabajo, o a punto de perderlo, o cuando menos rezando para que una de las cinco balas que a final de año serán disparadas sobre la masa innominada de trabajadores no termine incrustada en tu sien cuando eche a rodar la recámara.

Debería haber aprendido árabe, que decían que tiene mucho futuro, al menos fuera de Israel, piensas. O a esquilar, que ahora en Soria o por ahí se dan de hostias por que vaya alguien a despelucar ovejas.

Vamos, que sientes que has vuelto al principio. Y todo, porque no das el perfil. Porque no hay perfil que valga a menos que tengas un don fuera de lo normal dándole a una raqueta o inventando tendencias mundiales; o unos padres ricos que te permitan afrontar tu segunda doble-titulación o un cuarto máster, el de Roma, creo que es.

Con este panorama. ¿Saben cuál sería el acto verdaderamente revolucionario? Matricularnos todos en Filología clásica. Ahora, antes de que llegue doña Bolonia. Y que se joda el mundo.

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