Un avión que se dirige hacia Las Palmas sufre un accidente en Barajas mientras intenta despegar. Aún no se conocen las causas, ni las víctimas. Todos son preguntas en el aire. Internet arde y yo aún no he terminado la siesta. Pero la explosión ya ha empezado a liberar historias, momentos que quedan suspendidos en el cielo como la nave antes de precipitarse al vacío, como si de repente todo un mundo reventara y en vez de trozos de materia despidiera fotografías. Son instantáneas movidas, que no han conseguido pegar un corte nítido y definitivo entre lo pasado y lo por venir, que sirven de puente mientras son deflagradas a cámara lenta, como esos planos de película épica en que un primer rostro refleja un horror sin sonido. Pero esto no es una película. No, aunque a los periodistas se les haya revelado el alma de guionista con el que sus editores sueñan. La 1. Miércoles 20 de agosto. Especial Accidente aéreo. 27% de share.
“Yo tenía que coger ese avión pero llegué tarde” dice un chico con acento de las islas por la radio. Es siempre la misma cantinela. Cambian los protagonistas, los escenarios, el idioma. Es como en el 11-M y poco importa que aquí no hubiera terroristas. Para algunas cosas es lo mismo. Para entrever el misterio y la fatalidad. La amarga ironía de la vida. Lo Terrible, lo Incompresible, lo Arbitrario. ¿Se enfadó al enterarse de que por haber llegado cinco minutos tarde no podría coger el vuelo? Seguro que maldijo por su mala suerte. Además, podía haber volado, pero en primera clase. Prefirió esperar. Tal vez no llevara suelto. O lo acabaran de despedir del trabajo. O no lo esperara nadie. Prefirió esperar. Dos horas. Sin saber que era la vida quien aún lo esperaba. Ahora lo sabe. Si tiene un hijo podrá llamarlo Overbooking.
Nunca había visto nada así” dice un bombero con diez años de profesión a las espaldas temblándole la voz. “Era un infierno”. Faltan las palabras. Las de costumbre están gastadas pero son las que son. Y a la vez sobran, atruenan, se multiplican por todos los medios. A toda costa. Hay que conocer lo que no queremos saber. Como los timbres, las entonaciones vibrantes de la voz, el suspiro que precede a la siguiente frase. No hay que herir. La palabra “calcinado” es espantosa (como lo será “identicación” horas más tarde) y aflora sin querer. Las imágenes recién vistas, desfilan por su cabeza como el tren por la galería de los horrores. Probablemente de niño ya soñaba con ser bombero.
En la terminal, veo por televisión, un hombre de mediana edad se detiene ante un grupo de periodistas. Sabe que su hija iba en el vuelo. Nada más. “Disculpen”, musita tratando de zafarse (pidiendo permiso para plantarse frente a la fatalidad), demostrando que quien es cabal lo es incluso cuando la muerte acecha. No sé qué fue de su hija. Me gustaría pensar –y sé que es horrible para con otros en similar situación- que está entre los diecinueve supervivientes. Diecinueve. Algunos graves “Críticos”. Disculpe usted. Buena suerte.
Por supuesto, están los niños. Son dos o tres o veinte. También bebés. Uno ha salvado la vida. “Aún no sabe que sus padres han muerto”, añade compungida la reportera, segura del efecto que va a producir. También podían haber llegado tarde, haber perdido el taxi, el padre podría haber resbalado en plena calle doblándose el tobillo; la madre haber apagado sin querer el despertador. Podrían. A posteriori tal pensamiento resulta patético. Como el caso de esa peluquera que viajaba como regalo de su esposo por haber aprobado unas oposiciones. Por qué en este momento. Por qué aprobó (la persona a la que arrebató la plaza posiblemente haya visto la noticia por la tele, indemne). Por qué sus vidas trazaron este trágico itinerario y no cualquiera de sus otras millones de variantes. No, no somos títeres. No estaba escrito. Ahora pasamos el lápiz. Más tarde, dentro de mucho, la goma devolverá al olvido lo que hoy nos perturba. Cuando no haya testigos. Cuando ya no estén el enfermero, el psicólogo, el policía, el operario de limpieza que se llega “a echar una mano”. Estaban ahí. Resultaron ilesos. ¿O no? También ellos deberán aprender a vivir con lo visto, a vivir con lo vivido. También con lo fenecido. ¿Habrán abrazado a sus hijos al volver a casa? ¿En qué pensaban mientras se quitaban las ropas oliendo a desgracia y se metían en la ducha? ¿En que cambiarían de trabajo? ¿En que le cogerían miedo a volar? Y sus familias. ¿Qué les dijeron? Puede que les prepararan la cena con los oídos prestos a escuchar. Sin preguntas. Sintiéndose insignificantes ante aquel que había regresado del inframundo. Que había tocado el Misterio obteniendo sólo como réplica una dosis intragable de Absurdo. Y que a pesar de todo, animal humano, podría cenar.
Teoría del caos. El vuelo caído de un avión en Madrid puede provocar un maremoto en el sudeste asiático (aunque no sea capaz de hacer bajar de su mástil una bandera en la villa olímpica). E incomprensiblemente algo me lleva a seguir viendo las imágenes (esa chica de naranja que solloza en una esquina; esas furgonetas, rodantes sepulcros abrillantados), a seguir escuchando las mismas cifras (y a ver el luto en la ropa de la presentadora), observando como detrás de un velo –voyeur avergonzado- a los mismos personajes diciendo las mismas cosas (“erosiones” en el rostro de la hermana hospitalizada). De vez en cuando, me sobresalto, blasfemo por lo bajo, o me estremezco con un nuevo testimonio, con un nuevo rostro arrasado por las lágrimas. Lágrimas que parecen haberse llevado por delante el futuro. Que hacen nacer ya un océano de nostalgia.
Existencias deshilachadas. Inaprensibles. Ruleta de imágenes girando hasta el infinito.
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