domingo, 10 de agosto de 2008

Bibliocaustos

Fotograma de la versión cinematográfica de 'Fahrenheit 451' que dirigió Francois Truffaut

Ray Bradbury es un hombre obsesionado con los libros. Como escritor esto debería ser lo más normal del mundo. Pero al afirmar lo anterior hay que destacar que no se trata sólo de literatura –cosa de por sí más que seria-, sino del libro como objeto material que es a la vez un esencial vehículo de cultura y a las librerías de viejo como verdaderos templos del conocimiento.

El autor que sorprendió al mundo en la década del 50 publicando uno de esos ‘best-sellers’ que terminan entrando en la lista de obras inmortales de una época, Farenheit 451 - precisamente una novela en la que los personajes son perseguidos si resultan sospechosos de poseer libros- se ha lanzado en esta última etapa de su ya larga vida a la defensa de las librerías y más concretamente de las librerías de viejo. “Vas a una librería de libros usados y te sorprendes a ti mismo –manifestó Bradbury en una de las intervenciones que dentro de su labor proselitista está desarrollando en diferentes puntos de su país-. La sorpresa debería ser la base de la vida. No deberías saber lo que está haciendo. Deberías ir a una librería para ser sorprendido y cambiar. Las librerías te cambian y te revelan nuevas zonas de ti mismo. Esa es la importancia de las librerías de viejo.”

Uno que a lo largo de su periplo vital ha llegado a ver en estos lugares un auténtico paraíso en el que aislarse rodeado de maestros de las forzosas tareas y quebrantos del día a día, puede entender de qué habla el autor, saber que entre pilas de volúmenes con frecuencia ajados y de hojas amarillentas, incluso la alergia al polvo puede ser sinónimo de algo parecido a un refugio en el que abandonarse al vagabundeo intelectual.

Pensando esta semana en la causa que abandera Bradbury, precisamente mientras compraba como siempre con el mismo ingenuo entusiasmo algunos libros usados, me enteraba del fallecimiento de Solzhenitsin, la gran voz de los crímenes soviéticos en tiempos de Stalin que supo destripar como nadie las turbias entrañas de lo que él dio a conocer como ‘el archipiélago Gulag’.
Las conexiones entre ambas “noticias” resultaban obvias. En ambos casos, el del viejo defensor de una cultura en apariencia amenazada y el del testigo de uno de los sistemas de opresión más sofisticados y crueles de la historia, podíamos trazar trayectorias confluyentes. Lúcidos testigos de su tiempo, pueden ser considerados, uno como fabulador, el otro como cronista, como destacados adalides de la libertad, como vigías siempre alertas ante el afán destructor de las ideologías.

El caso de Bradbury es singular. En apariencia su vida discurre por los senderos de una democracia consolidada como es la estadounidense, pura encarnación en teoría del anti-Estado. En este sentido debería situarse en el extremo opuesto al del escritor soviético. Pero en tiempos de la Guerra fría pudo también sentir sobre su nuca el aliento de totalitarismos más sutiles en forma de caza de brujas. Por eso se unió como epígono con Fahrenheit 451 a esa pléyade de espléndidos narradores que conformaron lo mejor de la literatura anti-utópica heredera de una tradición decimonónica asentada sobre nombres como los de Julio Verne, Mary Shelley o H.G. Wells.

Zamiatin, Huxley, Orwell y el mismo Bradbuy representan algo así como una segunda hornada de escritores que se reveló contra algunos de los males que creyeron diagnosticar en la realidad de su tiempo: la conversión del individuo en número, la sumersión de la persona en una masa innominada e indiferenciada de seres, la forzosa supresión de los estados “carenciales” (tristeza, soledad, angustia, duda…), el consumo como dogma, la libertad como fuente de desdicha…, y que trazaron el dibujo más o menos ajustado de sistemas políticos autoritarios que propugnaban la aniquilación de la cultura escrita en beneficio de otra audiovisual en la que la televisión ejerce su implacable poder de seducción. En todos ellos se escenifica una lucha de determinados sujetos –pues aún existe una Resistencia intelectual- frente al pensamiento único que representa el Sistema. Y son precisamente estos marginados, estos inconformistas, estos angustiados y lúcidos representantes de una cultura en extinción, los que deberán oponer su estilo arcaico de vida al mundo feliz diseñado en los tubos de ensayo del porvenir.

“Era un placer quemar.
Era un placer especial ver las cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas […] Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón”.

Así se inicia Fahrenheit 451 (“temperatura a la que el papel de los libros se enciende y arde”), una novela en la que Bradbury, obsesionado con bibliotecas y llamas, traza nuevamente un paisaje distópico donde no existe la discrepancia y la felicidad es una obligación, sólo que ahora llevando hasta el primer plano de la trama la desaparición de la era de Gutenberg, sepultada bajo las hordas de cierta “cultura” de la imagen en la que prevalecen los valores de lo light, y donde la seguridad y el confort suplantan la misma capacidad del individuo para dudar.

Lejos de resultar profecías, como con frecuencia se les atribuye, estos libros encierran un retrato, y bastante fiel, de numerosos episodios históricos acaecidos en el pasado. Épocas de represión, de intolerancia, de dogmatismo, de gulags, de bomberos que en vez de mangueras portan lanzallamas, como en aquellos aquelarres medievales que siglos después recuperó el nazismo. Sombras de odio e ignorancia danzando en torno a piras repletas de tomos crepitantes.
Como demuestra Fernando Báez en Historia Univesal de la destrucción de los libros –libro que fervientemente recomiendo-, la destrucción de libros camina en paralelo del devenir humano, por lo que no se puede decir –los fundamentalismos actuales dan fe de ello- que sea una fase superada de nuestra Historia.

Quemar un libro es como dar vivas a la Muerte. Decía el poeta Henrich Heine: “Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. Y ni siquiera invistiéndonos de un buen traje de cinismo nos consuelan las palabras de Freud, cuando ante las reacciones que a nivel mundial suscitaron las quemas de libros nazis, salió al paso en respuesta a una periodista considerándolas como un avance en la historia humana: “En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros”.

Definitivamente tiene razón Milton cuando en ese gran manifiesto contra la censura que fue su Aeropagitica afirmaba: “tanto como matar a un hombre es matar un buen libro. Quien mata un hombre mata una criatura razonable, imagen de Dios; pero quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios…”

El caso es que algo tiene el fuego, sobre todo a 451 grados fahrenheit, que estremece y provoca una irresistible atracción. O en palabras del siniestro capitán Beatty de Bradbury: “¿Qué tiene el fuego que nos parece tan hermoso? No importa qué edad tengamos. Siempre nos atrae […] Un movimiento perpetuo. Algo que el hombre siempre quiso inventar. O casi el movimiento perpetuo. Si uno lo dejase arder, duraría toda la vida. ¿Qué es el fuego? Un misterio.”

La destrucción de de libros, intencionada o accidental se revela como un atentado contra la Cultura, ya que si bien existen libros cuyo valor estético o como vehículo de conocimiento es bastante dudoso, es evidente que nada simboliza mejor al ser humano dotado de razón –Borges lo sabía muy bien- que la biblioteca. Existen, sin embargo, otros incendios menos llamativos, más sutiles, preventivos, libros que arden sin cerillas. Hablamos aquí del progresivo abandono del libro, de la lectura, que empezaría con la sustitución de la auténtica literatura por una insoportable verborrea, producto de la inflación de palabras que George Steiner ya hace mucho que señaló como propia de nuestro tiempo. Es el “analfabetismo funcional” o “iletrismo” la plaga que ya nos asola. Este tipo de patología es la que sufren aquellas personas que “sabiendo leer y escribir, han perdido la práctica de hacerlo hasta el punto de no comprender un texto simple en relación con su vida cotidiana” en palabras del profesor Sánchez Noriega. Pero esto ya, como diría un sabio, es otro tema.

Como modesto homenaje al desaparecido Solzhenitsin y al todavía combativo Bradbury podríamos terminar estas reflexiones colectivas que he tratado de hilar no sé si con demasiada fortuna, recordando aquellas palabras del mejor Sartre –el más universal y por lo tanto menos dogmático- en un ensayo de gran influencia durante la parte central del pasado siglo, en ¿Qué es la literatura? Allí cuando afirma: “El hombre puede prescindir de la literatura. Pero puede prescindir del hombre todavía mejor”. Olé.

[artículo recomendado por soitu]

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