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Ha muerto la Édith Piaf española. Casi sin hacer ruido. Olvidada. Angustiada. Deprimida. Sola.
La murciana hacía mucho que había visto declinar su estrella, tal vez atrapada entre los ramajes de un jardín que hacía mucho que había visto secarse sus últimas flores. Pero ha tenido que irse, con apenas 61 años, para que quienes amamos la música popular nos demos cuenta de lo que supuso su figura.
Cuentan quienes la conocieron, que Mari Trini era “tremendamente suya”, un ser reservado, esquivo, celoso de su intimidad y también de su propia música. “Nadie más que ella interpretó sus canciones”, afirman con sorpresa quienes no entienden que haya artistas que no están dispuestos a ver cómo otros le ponen imágenes a sus novelas, cantan sus poemas o versionan sus canciones; en definitiva, que apartando la más que golosa rentabilidad de este tipo de transacciones, no admiten que nadie se interponga entre ellos mismos y su arte.
Quién sabe. Puede que fueran esos seis años que permaneció de niña atada a una cama a causa de una grave enfermedad, y que terminarían dándole ese aire tan característico, casi canallesco. A lo mejor tuvo algo que ver ese temple murciano, proclive a la circunspección, esquinado, de hombres enjutos y mujeres de madurez precoz. Quizá fuese solo una cuestión de genes. El caso es que ya desde muy joven, compañeros como Luis Eduardo Aute, con quien colaboró en sus inicios, pudieron constatar el temperamento a la vez discreto y apasionado -rasgos que, lejos de lo que se suele creer, no son en absoluto contradictorios- de una artista inconfundible que estaría llamada a firmar algunos de los trabajos más importantes de nuestra música en los años 70.
Y es cierto. No hacía falta saber nada de la vida de Mari Trini -vida que en lo profesional nos ofrece curiosos golpes de azar, como el hecho de que Nicholas Ray la descubriera en Madrid y decidiera representarla, pero que ella custodió pretorianamente en el terreno personal-, para descubrir un cierto desequilibrio interno, un malestar, un desasosiego que le conferían algo así como una aureola de drama. Esto explicaría su temprana muerte. El hecho de que hiciera meses que ni sus más íntimos consiguieran ponerse en contacto con ella. El desconocimiento acerca de las causas de su fallecimiento. El olvido al que ya en vida -y pese a algún tibio homenaje como el que la SGAE “generosamente” le rindió por sus más de diez millones de discos vendidos- en este país de rácanos, peluseros y desagradecidos la habíamos condenado.
Con Mari Trini se va también un pedazo de nuestra biografía, de quienes crecimos con ella cuando descollaba en el panorama de la música española antes de que la “movida” la barriera para las nuevas generaciones. En mi casa teníamos un disco de ella, una placa, que decíamos entonces, que incluía la mítica “Una estrella en el jardín”. La recuerdo sonando una y otra vez en el viejo Toshiba que nos compró mi padre, un incombustible aparato de radio que casi tres décadas después aún sigue dando guerra.
En lo que hoy llamaríamos el playlist de mi casa Mari Trini se turnaba, previo shuffle manual, con Camilo Sesto, Rocío Dúrcal, Mari Fe, la Jurado, Juan Pardo o Isabel Pantoja. Pero a mí Mari Trini me gustaba especialmente. Tal vez me cayera simpática porque veía en ella algo así como una paisana (aunque yo hubiera nacido ya en Andalucía). Nunca tuve la oportunidad de preguntarle a mi madre, tan coplera, por qué le gustaba Mari Trini. Desgraciadamente, ahora ya sé que nunca podré preguntarle a Mari Trini qué secreto escondía su voz para que le gustara tanto a mi madre.
[artículo recomendado por soitu]
El post que nunca he escrito, está atravesado también por la lectura de un artículo, salido de la pluma de George Steiner y compilado precisamente en un volumen llamado Los libros que nunca he escrito. En el mismo, el gran profesor, al reflexionar sobre la relación entre “hombre” y “bestia”, reconoce su amor por los animales, a los que en apenas unas páginas dedica un verdadero monumento intelectual de tintes autobiográficos con el que quizá el más completo humanista de nuestro tiempo se sitúa ante el abismo de integrarse en el círculo de aquellos que, bien por un “defecto emocional” o por “inmadurez” psicológica -y sin negar la dosis de sentimentalismo y autocomplacencia que tal actitud comporta-, aman más a sus mascotas que a los seres humanos, al menos que a la mayoría de estos.
El post que nunca fui capaz de escribir, empezó a incubarse, si lo pienso bien, mucho antes, sin duda que de modo inconsciente hace años, tal vez de niño, cuando la atracción y el temor hacia los perros se confundían en mi ánimo. Pero, de manera decisiva, vívida, irrenunciable, cuando conocí a Mari Carmen y, con ella, a nuestro Kurt. Hasta ese momento, yo era de los que pensaba orgullosamente con Sartre que el que quería a los animales lo hacía en contra de las personas. Hoy quizá también esté de acuerdo con esta máxima, con la diferencia de que, ahora puedo decirlo, no me importa en absoluto.
El caso es que todo este desbarajuste racional y emocional que ha marcado mi relación con los animales, me impidió escribir hace justo un año el homenaje que Kurt habría merecido. Me hubiese gustado contar entonces el modo en que su pérdida estrechó las paredes de nuestra casa de un modo asfixiante; cómo de insoportable era el silencio que de pronto lo invadía todo y cuán dignos de conmiseración éramos -cuando, pasadas unas semanas, nos habituamos a la nueva situación-, quienes al regresar de la calle podíamos abrir la puerta sin el temor de que él se escapara.
En todo este tiempo dibujé mil veces en mi cabeza su epitafio; deletreé hasta la extenuación la leyenda con la que, divertidos, en casa lo llamábamos: “ladrador y mordedor”; observé su fotografía en la espera de que fuese capaz de transmitirme el coraje necesario. Pero, siempre tenía que abandonar mi empresa. Las palabras no llegaban a formarse cuando habían vuelto a sumirse en el magma de mis pensamientos.
Un año después, y aunque Junior y Sierra, dos tiernos cachorros que han vuelto a llenar de alegría (y de pelusas) la casa, han ocupado el espacio físico que Kurt habitaba, he aprendido que nada llenará su vacío.
Quién sabe, quizá algún día pueda hablarles de ello. A lo mejor, más adelante, seré capaz de escribir ese maldito post.
[artículo recomendado por soitu]
No, pero el toreo tiene una estética, una plasticidad, una belleza…, dicen sus apologistas. Puro rito. El momento en el que al torero le ponen el traje de luces, el beso a la estampita de la Virgen del Perpetuo Socorro –que es muy milagrosa-, el marcial paseíllo, la música de la banda, el brindis, el capote, la muleta, la montera, ole. Y ya no digamos la sagrada ceremonia que preside los actos de quienes asisten desde el graderío a la corrida. Ese vestirse bien, como de persona que va a los toros, esa capacha con buen vino del terreno, su embutido, su tortillita, su buen puro, el pañuelo recién lavado y planchado dispuesto en el bolsillo, ole, ole y ole. Ah, el público de los toros, el auténtico detentador de las esencias del Arte, el verdarero receptáculo del sagrado pathos que constituye la esencia de la “fiesta”. Un público compuesto de hombres y mujeres, de niños, sin complejos, que saben apreciar la casta, la bravura, la verdad frente a la pusilánime mansedumbre de los representantes de lo políticamente correcto. Gente con una sensibilidad auténtica, que no se achanta ante la visión de la sangre y que, más que aquellos que tratan de acabar con la “fiesta” y hasta se atreven a manifestarse a la puerta de las plazas –como si ellos fueran unos bárbaros o algo así- portando carteles blasfemos y profiriendo soflamas pueriles, saben apreciar de verdad la grandeza del animal al que se va a sacrificar sobre el altar del Arte. Estos son los verdaderos defensores de los animales. Los defensores del Arte.
Sin embargo, todavía hay quienes pensamos, vaya por Dios, que el toreo no es un arte, o al menos no uno mayor que la caza o la pesca o, por referirme a actividades menos sangrientas, el punto de cruz o bailar el trompo. Uno, que ha escuchado contar a algunas personas lo emocionante que fue la última matanza (por la del cerdo en este caso) a la que asistieron ha llegado a la conclusión de que la sensibilidad de la gente es muy particular. De ahí que no basta con que algunos llamen Arte a algo para que lo sea, desde la obra de los hermanos Chapman a un pase dado por un tipo que hace desfilar al toro bajo su tela entre cabriolas, como si le acabara de dar un ataque epiléptico.Sin embargo, para los aficionados de este espectáculo que para vergüenza de algunos es considerado como símbolo de la nación española, el toreo es más todavía: es una Bella Arte. Y quienes alcanzan el mayor grado de perfección en el oficio pueden por tanto ser considerados camaradas de Bernini, Tiziano, Mozart, o Baudelaire.
Por eso, no salgo de mi asombro cuando observo que en estos días en que el mundo del toreo (y de manera extensa la sociedad en su conjunto merced al seguidismo acrítico de la mayor parte de nuestros medios de comunicación) está viviendo una intensa polémica por la concesión de la medalla de oro en las Bellas Artes a uno de los matadores (nunca un nombre de oficio fue mejor puesto) más célebres del país (la popularidad forma parte también del “ambiente” del toreo, a diferencia de lo que ocurre en disciplinas “hermanas” como la arquitectura, la escultura o la fotografía, cuyos máximos representantes suelen ser bastante desconocidos para el gran público), digo que no puedo contener mi estupor ante el hecho de que muy pocos hayan reparado en lo chocante que resulta que se debata sobre los méritos del premiado sin cuestionar el hecho mismo de que un torero, sea de la escuela que sea e incluso aunque, cosa a veces inverosímil, haya terminado la antigua EGB, pueda ser considerado un artista mientras que el carnicero de mi barrio, que es un Aquiles cortando chuletas, no.Servidor, que de Estética siempre andó algo cortito, a pesar de haber metido su hocico en las “lecciones” que sobre el asunto dictó Hegel y haber pegado sus grandes orejas de burro a las palabras del maestro Schiller, sigue viendo (y los cuatro que siguen han recibido la misma medalla que es centro de la polémica) arte en Paco de Lucía pero sólo habilidad en una verónica; belleza en la danza de Tamara Rojo pero nada más que gimnasia en un pase de pecho; maestría en la mirada de Bertolucci pero únicamente destreza en clavar dos banderillas; lo sublime en la voz de Cecilia Bartoli, pero sólo puntería, y valentía claro –pero también la hay en el pescador, el minero o el equilibrista- en la suerte de matar.
La cuestión, por tanto, no debería ser si José Tomás o Fran Rivera, Morante de la Puebla o el Niño de la Cubitera, sino si toros sí o toros no. Pues qué han creado los anteriores, qué mundos han soñado, a qué abismos de la imaginación han bajado para después cantarlos. Pero, está visto que pese al importante rechazo que la fiesta nacional suscita, este debate no está aún maduro. Quizá sea más fácil hacerlo el día en que uno de los dos principales partidos políticos del país, y saben a cuál me refiero, abandone su habitual hipocresía -que hace que algunos de sus dirigentes condenen en privado lo que se muestran incapaces de avalar con los hechos cuando llegan al poder-, y en vez de poner a todo un Ministerio de Cultura a rendir honores a quienes han hecho grandes fortunas trabajando como matachines, rechace de plano (en el país en el que darle un cachete a un niño es un delito) la obscena escenificación de la tortura animal que suponen los festejos taurinos.
La noticia, ya de entrada, es prodigiosa. Hasta me atrevería decir de que de una contundente plasticidad. Un profesor de clásicas de un instituto, harto un día de que las cámaras instaladas en el centro registren cada uno de sus movimientos, en un arrebato de orgullosa dignidad, arranca de cuajo la que está apuntándole mientras imparte su lección y dos más que pilla por ahí cerca y se las lleva consigo, donde no puedan seguir husmeando en vidas ajenas.
Más tarde, denunciado por la directora del centro y acosado por la policía, y dándole al espontáneo gesto la solemnidad de quien ha reflexionado en frío sobre el asunto, decide no devolver el material sustraído ni colaborar con la investigación, pese a que este detalle le pueda ocasionar graves problemas, sin ir más lejos su detención en el propio centro acusado de hurto.
La historia, como digo, sería de por sí extraordinaria, digna de un rebelde, o de un loco justiciero, pero cuenta con un aliciente extra: el hecho de que el protagonista del suceso sea un escritor de éxito. En este caso el ganador del premio Alfaguara de Novela 2007, el murciano Luis Leante.
Cuenta su esposa en declaraciones a La Verdad que esta situación es consecuencia de la “presión psicológica” que sufre su marido desde hace dos años por parte de la directora del instituto alicantino (El Pla) en el que trabaja. Según su relato, ésta le ha tomado ojeriza por ser la cabeza visible de una parte de los profesores que no comparte la forma de gestionar el centro, de tal modo que la instalación sin previo aviso de estas cámaras habría sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia del autor de ‘Mira si yo te querré’.
El propio Leante afirmaba esta pasada noche, después de que el juez de guardia de Alicante lo dejara en libertad con cargos, y tras haber vivido una "experiencia horrible" en los calabozos que compartió "incomunicado con drogadictos con síndrome de abstinencia y esquizofrénicos" que se le habían "cruzado los cables".
Pero, uno quisiera verlo más que como una ofuscación pasajera, como un gesto de cívica rebeldía ante el acoso sistemático que todos los ciudadanos sufrimos por el control brutal que a veces sutil, y otras descaradamente, ejercen sobre nosotros en plena calle, en los aeropuertos, en nuestros puestos de trabajo y, no seamos ingenuos, hasta en nuestra propia casa con que sólo utilicemos el teléfono o accedamos a la red.
Algún mal pensado podría buscar otra explicación. Y es que por estos días se aguarda la salida al mercado de su nueva novela, ‘La luna roja’ y nada calienta más un lanzamiento que un buen escándalo. Desde luego, servidor, que no había prestado hasta ahora atención al autor ya lo tiene entre su lista de futuras lecturas. Faltaría más. Pijo.
“No hay nada que la gente no pueda ingeniárselas para elogiar, reprobar o encontrar una justificación acorde con sus inclinaciones, prejuicios y creencias”.
Molière.