viernes, 9 de mayo de 2008

Hogueras

Alemania recordará este 10 de mayo una de las fechas simbólicamente más infaustas dentro del abominable escenario del que fue protagonista durante los años más oscuros de la reciente historia de la humanidad: el 75º aniversario de la quema de libros de la Bebelplatz de Berlín.

Miles de libros de autores considerados “peligrosos” y “antigermánicos” fueron arrojados a la hoguera por los voluntarios de las SA y ciudadanos corrientes, en lo que supuso la culminación del proceso de purga que el Nacionalsocialismo había estado realizando desde su llegada al poder en los círculos intelectuales y académicos.

Desde su atril, el inteligente y perverso Goebbels proclamaba: “Alemania comienza a limpiarse interna y externamente”, y qué mejor manera que una ceremonia en forma de medieval aquelarre, para representar el sacrificio que el Imperio de los Mil Años estaba dispuesto a ejecutar en los años siguientes.

Dicen que Sigmund Freud comentó al ser informado del levantamiento de las piras: “Es un gran progreso con respecto a la Edad Media. Ahora queman mis libros, pero entonces me hubieran quemado a mí”.

A resultas de las purgas bibliográficas nazis, la obra de numerosos autores contemporáneos “menores” -no los Zweig, ni Brecht ni Heinrich Mann- literalmente fue borrada el fuego. Y a pesar de que, como dice el novelista Philip Roth, “todos los escritores quemados por el III Reich fueron dignificados por las llamas”, tres cuartos de siglo después de los hechos, podemos contemplar esta destrucción como una victoria póstuma de la barbarie nazi de la que conviene tomar buena nota.

Evidentemente, no se trata de un caso excepcional. Desde que algún grupo de fanáticos destruyera las primeras tablillas sumerias hasta los casos de censura que siguen produciéndose en dictaduras de todo el mundo -véase el caso de Myanmar, antigua Birmania, donde la ayuda humanitaria como consecuencia del paso de un tifón está llegando con cuentagotas, por miedo al “contagio extranjero”-, la tentación de fulminar obras “perniciosas” ha resultado irresistible y no ha habido credo o ideología que no haya elaborado a lo largo de la historia su particular índice de libros prohibidos, cuando no depurado directamente a sus autores.

En esto, como en todo, siempre hay quien se distingue por su grado de excelencia. La Iglesia católica, por ejemplo, alcanzó un nivel de sofisticación admirable a la hora de borrar aquellos textos poco convenientes para la doctrina. Así, no tuvieron ningún problema en liquidar nueve décimas partes de los escritos de los paganos griegos, aunque, eso sí, supieron meter a Platón y Aristóteles en el dogma, aunque al precio de miniaturizar su pensamiento de forma en ocasiones ridícula.

Será por eso que me sigue conmoviendo particularmente el caso de Giordano Bruno. Cuentan que, tras serle leída la sentencia en donde se le declaraba “herético, impenitente, pertinaz y obstinado” que lo condenaba a morir en la hoguera, se dirigió así a sus jueces: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”.

Como los olvidados escritores alemanes y judíos -muchos ambas cosas- borrados hace 75 años, la Historia también lo ha absuelto de sus imaginarios crímenes.

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