jueves, 21 de mayo de 2009

¿Debe disolverse la Iglesia?

Todo colectivo, asociación o grupo humano, sobre todo cuando está constituido legalmente como tal, como un todo orgánico que cumple unas funciones y se atiene a unos fines, y lógicamente a unos medios, debe regirse por una especie de código ético. Lo tienen los partidos políticos, aunque ni decir tiene que con frecuencia se lo saltan. Lo tienen los diferentes grupos profesionales en forma de código deontológico. Los periodistas que dicen “antes la muerte que la fuente”, los médicos que no revelarán tampoco los secretos que encierran sus consultas. Bueno, hasta en la cárcel cuentan que tienen sus propios reglamentos internos, no ya los celadores ni guardias, sino los propios presos, que hacen cumplir con todo el rigor en determinados casos y ante determinados delincuentes.

Así las cosas, por qué no habría la Iglesia católica, una de las instituciones más antiguas y veneradas del mundo, de tener su propio código. Y, por qué no habría de contener éste una cláusula que obligara a su disolución en caso de que sus miembros infringieran determinadas cláusulas.

Ojo, estamos hablando de la Iglesia. Quién más que ella habría de guardar estricta observancia de sus preceptos, dando un ejemplo moral con carácter universal en caso de no estar a la altura de unos propósitos que, recordemos, no son de este mundo, y que por lo tanto suponen la mayor prueba del desapego que mantienen respecto de los asuntos terrenales que habrían de observar sus "asociados".

Hasta la Iglesia ha reconocido en fecha reciente que los tiempos han cambiado y que, si bien es cierto que no han depurado sus responsabilidades de forma plena por las tropelías cometidas en el pasado (detalles como la Inquisición y su sospechoso silencio ante las atrocidades nazis, entre otras delicadezas), ni siquiera hoy podrán negar que pasó la época en que podían escurrir tranquilamente el bulto.

Por eso, el que haya salido a la luz que la cúpula de la Iglesia católica irlandesa conocía el abuso al que fueron sometidos los 35.000 niños que entre los años 50 y los 80 se acogieron a sus instituciones, debería ser un motivo más que suficiente para asumir algunas responsabilidades. No se trata solo de pedir perdón y luego irse a rezar diez avemarías. No basta cuando aparece un informe que documenta un catálogo de iniquidades cometidas contra miles de criaturas inocentes y que incluyen el abuso físico, sexual y emocional por parte de funcionarios eclesiásticos que alentaron dichos comportamientos deleznables y protegieron a sus pedófilos para que no fueran detenidos.

Los detalles que revela el caso son espeluznantes. Son verdaderas pinturas negras más próximas a las torturas de Abu Ghraib que a la vida dentro de unas instituciones que deberían ser un ejemplo ético en este mundo de descreídos.

Con qué autoridad pueda la Iglesia pedir nada, exigir nada, adoctrinar nada, criticar nada, cuando la frase “Dejad que los niños se acerquen a mí” se ha convertido en una fórmula sórdida y monstruosa que nos hace pensar inevitablemente en todas las felonías realizadas al amparo o en nombre de un mensaje que ni ellos mismos creen. Qué banalización del mal es ésta que practican los supuestos salvadores de la humanidad, los garantes de la vida eterna.

No, no basta, con pedir perdón ni rezar tres padresnuestros. Lo mejor que puede hacer la Iglesia Católica es agachar humildemente la cabeza, quitarse los zapatos, echarse al camino, hundirse en el mismo magma del que nació y desaparecer para siempre.

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