lunes, 25 de mayo de 2009

Tocqueville en Vélez-Málaga

Hace unos meses, con motivo de los actos y fastos que están acompañando la celebración del 30º aniversario de las corporaciones democráticas en España, llegó a mi poder un manifiesto emitido por el Ayuntamiento de Vélez-Málaga, que me produjo una gran sorpresa. En el escrito, de un estilo ceremonioso y oficial, se reconocía el trabajo de todos aquellos que en el páramo patrio de finales de los 70 erigieron de la nada unas instituciones, los ayuntamientos democráticos, sin los que nuestra vida no sería ni parecida a la que es actualmente. Pero, más allá del, por otro lado, previsible mensaje que encerraba el discurso, me sorprendió la alusión final a Tocqueville con la que se ponía el punto y final al texto.

Todavía hoy no consigo explicarme por qué me llamó tanto la atención la referencia. Alexis de Tocqueville, ciertamente, como se insinuaba, fue un enorme valedor de los poderes locales -aunque él apuntaba a la sociedad civil más que a la clase política-, en un tiempo en el que la democracia, desde luego en una forma muy diferente a la que fecunda hoy nuestro suelo, sólo se había asentado en EE.UU e Inglaterra y, de manera intermitente, en Francia. Pero, quizá el hecho de que no descubriera entre los presentes en el acto a nadie que me diera el perfil de haber profundizado en la obra del francés lo suficiente como para insertarlo en el escrito, o el que un concejal comunista fuera el que citaba a uno de los grandes padres del liberalismo -hijo de arístocrata y terrateniente él mismo, y por tanto, a un adversario ideológico- me produjo cierta perplejidad. No olvidemos que Tocqueville, quien por cierto nos abandonó hace ahora 150 años, mantuvo durante décadas una especie de “guerra fría” intelectual con Marx, y que fue en parte gracias a este pulso por lo que su obra cayó en el olvido durante la primera mitad del siglo XX.

Sin embargo, acaso la extrañeza viniera de una inquietud más profunda, naciera del hecho de haber tomado conciencia del modo en que Tocqueville está siendo utilizado por quienes más alejados se encuentran de sus postulados. No me refiero a que él fuera un demócrata mientras que otros, amamantados y amamantándose por el sistema actual, no. Sino que, inevitablemente, la democracia igualitarista contra la que él nos previno está cumpliéndose punto por punto.

Claro que el de Cotentin no se manifestó sobre la paridad en las listas electorales, ni sobre el hecho de que se crearan comités, como los de salud revolucionaria, encargados de comprobar, por ejemplo, si las mujeres reciben igual trato que los hombres (sic) en el trabajo. Tampoco pudo pronunciarse sobre la regulación administrativa de hasta los usos y costumbres más nimios (dónde fumar y cómo, dónde sacar al perro y cómo, dónde tirar la basura y cómo) que habría de recibir una sociedad anestesiada, incapaz de pensar por sí misma. Y, mucho menos, pudo sospechar hasta qué punto la política, desde sus propias instituciones, podría dejarse enrrollar por la bandera de la propaganda.

Sobre esto no dijo nada. Pero lo intuyó. Pocos como él descubrieron tan pronto hasta qué punto la obsesión uniformadora podía poner en peligro las libertades de los ciudadanos y cómo corríamos el riesgo todos de dejarnos arropar por un “poder inmenso y tutelar”, que se ocupará de asegurar nuestro placer y de cuidar nuestro destino. Un poder “que no tiraniza en lo más mínimo”, pero que “apaga, atonta y reduce finalmente a cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, de los cuales el Gobierno es el pastor.”

Un poder, añado, al que se rinden servilmente izquierdas y derechas en su lucha universal por hacerse con él.

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