martes, 5 de mayo de 2009

La política como cosmética

No debe de ser fácil para todo un presidente de la República francesa asumir que da igual lo que diga o haga, que hable del terrorismo o del G-20, de la crisis económica o de la alta tensión. Al final, nadie recordará en poco tiempo qué políticas ha intentado llevar a cabo durante su visita oficial a un país, mientras que el vestuario de su esposa, sus contoneos de casquivana redimida, su sonrisa vitaldent, permanecerán por siempre en la retina de los espectadores.

Es la política en la era de la comunicación, de la globalización, del merchandising, del marketing a escala. Tiempo en el que los gestos son más importantes que las ideas, de máscaras, de fachadas, de entronización de la apariencia.

El rey de España mandando callar a Hugo Chávez; la mujer de Obama pasándole el brazo por la espalda a la reina de Inglaterra; la exmodelo y cantante (sic) italiana hollando las alfombras rojas con sus zapatitos de tacón, recién bajada del avión, en su vestido de domingo, se convierten en momentos estelares de la política, en referencia obligada para millones de personas que engullen sin masticar toda la indigesta manduca que los medios ponen a su alcance.

Nada de particular, por tanto, que haya presidentes que, imbuidos por este espíritu decorativo, reformen gobiernos atendiendo sólo a los aspectos cosméticos de la cuestión, con independencia de la cualificación de los miembros de su ejecutivo, que será en todo caso circunstancial y accesoria, pero en ningún momento un elemento decisivo. ¿Que la economía se hunde? Lo negamos. ¿Que se destruye empleo en caída libre? Miramos para otro lado. Lo importante es que la calle no se altere y meter bajo la alfombra del déficit público todas las pérdidas de un sistema que se desangra.

Zapatero, sin embargo, es lo que podríamos llamar un Max Factor -un maquillador de los maquilladores- de la política pues, pese a su capacidad asombrosa y rompepolígrafos para darle la vuelta a los hechos, se mueve dentro de ciertos parámetros, los que delimita la corrección política, tan del gusto de nuestros líderes de la izquierda.

Otros, y es muy de agradecer, lo hacen sin complejos. Es el caso de don Silvio Berlusconi quien, más allá de algunas debilidades humanas que no se esfuerza en disimular -le gusta el juego, las mujeres, le gusta el vino, no le gustan los inmigrantes, los comunistas ni los medios de comunicación que no le pertenecen- ha decidido darle al electorado lo que a éste realmente le gusta. Y si hasta los periódicos progresistas “serios” españoles llevan a su portada los traseros respectivos de Leticia Ortiz y Carla Bruni como principal argumento informativo del día, ¿por qué habría de parecernos mal, o peor, que el líder del PdL organice un cásting para captar nuevas caras para su formación dirigido a actrices y bailarinas?

¿No es más honesto hacerlo a las claras que elaborar, como hacen los principales partidos españoles, sus listas en función de a quién hay que quitarse de en medio procurándole un buen retiro, allá en Bruselas? Además, ¿qué transmite más frescura y renovación? ¿Jáuregui o una bella exconcursante de Gran Hermano? ¿Mayor Oreja o una conejita de Playboy?

La mujer de Berlusconi, no parece pensar lo mismo y ha vuelto a poner el grito en el cielo con la ocurrencia de su marido. Es más, ha anunciado que se divorcia. Ella, claro, es que lo enamoró gracias a sus estudios sobre la fenomenología de Husserl, a su capacidad para parir frases luminosas como ésta: “La mujer debe ser el ángel moral del hogar”.

Ni siquiera grandes defensoras de la mujer como Carla Bruni o la propia ministra Aído, habrían llegado tan lejos.

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