Primero quiso darle una sorpresa. Y urdió un plan para llevarla a la tele. Una vez en el plató, como el conejo de la chistera, aparecía por arte de magia de uno de los laterales. Todo un efecto que despertó los aplausos de un público que sacaba los pañuelos en previsión de una más que inminente reconciliación. El joven había mantenido una relación sentimental con la invitada que ésta había roto hacía un mes. Ahora, con su participación en el programa de televisión pretendía recuperar su amor. Pero, la propuesta de matrimonio, con anillo incluido, fue rechazada. Un ooohhh se adueñó del plató. Un ooohhh que preconizaba el grito desgarrado de la víctima al recibir tan sólo unos días más tarde la puñalada en el cuello que al tiempo que terminaba con su vida iniciaba la existencia huérfana de un niño de dos años.
No era la primera vez que algo así ocurría. El caso de la joven Svetlana nos ha traído a la cabeza el de Ana Orantes, ¿recuerdan?, aquella mujer granadina maltratada, que fue quemada viva por su marido tras relatar su historia en televisión. Las dos son ejemplos manifiestos de la moderna tortura hacia la mujer. Pero, ¿sólo eso? ¿No debe obligar al Gobierno, a los jueces, a la policía a actuar con mayor diligencia? ¿Y no deberían los medios de comunicación envueltos en casos como éste reflexionar también sobre su grado de responsabilidad? En este reciente el detenido por el apuñalamiento mortal había sido condenado el pasado 31 de octubre por un delito de maltrato a 11 meses de prisión, con prohibición de acercarse a la víctima a menos de 500 metros, aunque al no habérsele comunicado la condena al acusado, ya que no pudo ser localizado por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, no era una “sentencia firme”.
Pero las teles prefieren lavarse las manos. Una escueta disculpa, un “no teníamos ni idea”, como si la esencia misma de determinados programas no alentara el convertir la vida en “espectáculo”, no en el sentido en el que el DRAE define este término -como “función o diversión pública celebrada en un teatro, en un circo o en cualquier otro edificio o lugar en que se congrega la gente para presenciarla”-, sino llegando a considerar la existencia íntima del personaje como el fin último de su trabajo. Fernando Fernán Gómez, que se nos acaba de ir, fue un ejemplo de resistencia a esa “espectacularización” de la sociedad, lesiva con la intimidad, que es seña de nuestro tiempo y que ya describiera Guy Debord hace justamente cuatro décadas en su conocido La sociedad del espectáculo.
No toda la televisión merece estar en esta categoría. Lejos de lo que afirman algunos “apocalípticos”, en el sentido que Umberto Eco le confería a este término, existe una tele de calidad. Es la de espacios como 'Página 2', 'Informe Semanal', 'En portada', pero también, dentro del terreno del entretenimiento, la de programas como 'Buenafuente', o 'Sé lo que hicisteis'; pero hay otra, barriobajera e irresponsable, que al producirse dramáticos acontecimientos como los relatados nos animan a sostener con Debord: “El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño.”
Artículo recomendado: Editorial de El País (23/11/2007)
Texto íntegro en castellano de La sociètè du spectacle, Champ Libre, 1967
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