viernes, 30 de noviembre de 2007

España suspende en ciencias

Miguel Servet, Villanueva de Sigena (Huesca), 29 de septiembre de 1511-Ginebra, 27 de octubre de 1553


España vuelve a no salir muy bien parada en el último informe del Programa Internacional de Evaluación de estudiantes, PISA, según sus siglas en inglés, relativo al año 2006. De lo que se trataba ahora era de determinar el nivel de conocimientos científicos de los alumnos en los países desarrollados. Y los compatriotas de Servet, Ramón y Cajal o Marañón no hemos salido muy rumbosos. Y no digamos los andaluces, una vez más a la cola.

Esta ‘inferioridad’ de los españoles en el terreno científico no es nueva. Y no podemos achacársela en exclusiva a nuestro convulso siglo XX y al frenazo de la guerra y la posterior represión franquista, que terminaron provocando una diáspora no sólo de políticos o artistas, sino de lo mejor de nuestra entonces incipiente comunidad científica. Históricamente los españoles hemos dado eminentes poetas, pintores, arquitectos o dramaturgos. Pero nuestra nómina de grandes científicos resulta irrisoria si la comparamos con la de países de nuesra órbita europea como Reino Unido, Francia, Italia, Holanda o Alemania.

En este sentido, si nos fijamos, por ejemplo, en la ‘edad de oro’ del pensamiento científico moderno, la que se extiende por los siglos XVI, XVII y XVIII, resulta muy complicado encontrar a un español. Copérnico, Brahe, Galileo, Kepler, Newton, Descartes, Bacon, Leibniz... Sólo al genial Spinoza lo podemos considerar como ‘uno de los nuestros’, en la medida en que desciende de judíos expulsados en tiempos de los Reyes Católicos (por si no tuviéramos bastante).

Algunos han atribuido esta carencia al ‘carácter español’, a la predominante latina o mediterránea (el sol, el mar, el clima..., como si en León no hiciese el frío de Königsberg) que nos haría incompetentes para las tareas intelectualmente rigurosas ( El Quijote no es un producto mayúsculo de la inteligencia humana, claro), convirtiéndonos en unos negados para la ciencia y la filosofía (ramas del saber hoy escindidas, pero que no dejan de designar en origen a la misma realidad) Entonces, ¿cómo explicar la inclusión de italianos o franceses entre los hombres más luminosos de la Ciencia de su tiempo?

Está claro que el espíritu de la Contrarreforma, alentado por la monarquía española, no favoreció la creación de un clima intelectual propicio. A un lado y otro del ‘telón de acero’ religioso de la época, los cultivadores del saber se enfrentaron -en ocasiones pagando con la vida, como Bruno, en otras traicionando sus propias convicciones, como el temeroso Galileo- al poder represor de sus iglesias. Pero los aires de apertura en la esfera económica, política, social y científica ligados a la ética del protestantismo (por decirlo con Max Weber) propiciaron una verdadera revolución en el orbe cristiano que más tarde fundamentaría el nacimiento de los Estados Unidos.

España, afortunadamente, se ha desprendido de muchos lastres en los últimos treinta años, hasta el punto de que estamos en camino de acabar con nuestra inane pelea con la Ciencia. Pero la incomprensible e irresponsable tacañería de los diferentes políticos que nos han gobernado están suponiendo un fardo que nos está impidiendo dar el salto definitivo. Porque los datos del ‘Informe PISA’ tienen su correlato en las instancias ‘superiores’. Y aquí es donde se nos revela la precariedad de los investigadores, la escasez de laboratorios, la falta de medios y de recursos en este capítulo de la octava potencia mundial.

O nos ‘espabilamos’ o, a este ritmo, escuchar a un andaluz diciendo ¡eureka! va a ser más difícil que un judío llegue a presidente de Gobierno en Irán.

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