domingo, 26 de octubre de 2008

Críticos

Entre las siete acepciones que el DRAE otorga a la palabra “crisis” nos hemos habituado a considerar exclusivamente las dos últimas, las que aluden a situaciones complicadas y dificultosas, cuando no directamente de carestía. El resto de ellas tienen más que ver con el momento decisivo de un proceso, sea una enfermedad, un negocio o un juicio. El momento crítico es el punto de no retorno, a partir del cual eso dejará de ser lo mismo. Este sentido de la palabra “crisis” encuentra también su lugar en el debate actual en torno al sistema económico que vemos hundirse bajo nuestros pies pero, si queremos llegar hasta el final, no podemos observar nuestra realidad desde un punto de vista estrictamente economicista. No habremos aprendido nada de esta crisis si no nos damos cuenta de que, más que un cambio de estructura, lo que necesitamos es una revolución de nuestras conciencias que empiece por el desvelamiento de que no podemos renunciar a mantener nuestra capacidad crítica despierta.
Es difícil sustraerse a la corriente mediática, sobre todo cuando la realidad nos toca nuestro órgano vital más sensible. ¿El corazón? No, hombre, el bolsillo. Pero, pensar que la crisis económica es la única noticia digna de atención en nuestro tiempo, es una trampa. Nuestras conversaciones pueden estar atestadas de referencias a la situación financiera general o a los números rojos que figuran en nuestras cartillas, podemos seguir con una mezcla de expectación, congoja e incomprensión las diferentes informaciones que nos hablan de caídas bursátiles, de inyecciones de liquidez, de incremento en el número de parados, pero sólo hay que echarle un vistazo a los periódicos para darnos cuenta de que, aunque en lugar menos destacado, no dejan de sucederse a nuestro alrededor acontecimientos, fenómenos y descubrimientos de trascendencia no menos marcada.

¿Cómo no sentirnos conmovidos por el exilio forzoso de miles de gitanos dentro de la civilizada Europa en una imagen que nos retrotrae a los periodos más siniestros de nuestra reciente historia? ¿Cómo podemos permanecer impasibles mientras el desarrollo científico permite que unos padres puedan tener un hijo pre-programado para sanar a su aún desconocido hermano? ¿Cómo olvidar, sin salir de nuestro país, que tenemos un sistema judicial aquejado de una profunda ceguera ante la incapacidad de los distintos gobiernos para dotarlo de unos medios dignos, al mismo tiempo que las instituciones del Estado escenifican un verdadero esperpento en nombre de las víctimas de la represión franquista?

Un europeo de la Edad Media podía transitar por la vida casi como un vegetal. Con una esperanza de vida que en la mayoría de los casos no superaba la veintena, aquel vecino tenía un rol asignado que asumía necesariamente. El siervo, el religioso, el señor sabían qué se esperaba de ellos y lo llevaban a término sin resistencias de ningún tipo. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. De vez en cuando, una plaga, una guerra o una herejía perturbaban el natural discurrir de los días y sus noches. Pero esos golpes dados al tablero también formaban parte del Plan.

Las revoluciones (o crisis) culturales (el Humanismo), religiosas (Lutero), políticas (Maquiavelo) y científicas (Galileo) lo trastornaron todo, pero aún pasarían siglos hasta que estas explosiones subterráneas llegasen a la superficie, afectando al común de los mortales.

Los europeos de hoy somos el resultado de toda esta evolución y, pese a la vigencia de la religión, hemos desarrollado, incluso los más bovinos, cierta perspectiva crítica a la que no podemos renunciar. Los tiempos de servidumbre voluntaria han quedado atrás. Lo vemos con el nacimiento del homo-economicus, del super-consumidor de nuestras sociedades capitalistas y lo constatamos en su capacidad para elegir entre marcas, productos y versiones, que van desde el tipo de salsa que acompañará a los macarrones, al político que nos representará como alcalde, pasando por cuál será la espiritualidad con la que nos identifiquemos. Porque, en el gran Mercado actual tan pronto elegimos el color de nuestro coche como el Dios al que adoramos. Incluso podemos elegir ir andando y renunciar al Creador. Puede que sea políticamente incorrecto pero, ¿cuándo en otro momento de nuestra historia, tantos pudieron elegir tanto?

Nos pueden engañar. Pero, no podemos permitirnos engañarnos a nosotros mismos.

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