Hubo un tiempo en el que a los hombres les dio por pensar que era posible hacer del mundo una casa grande, en la que para pasar de una habitación a otra no serían necesarios salvoconductos, en la que todas las puertas estarían abiertas. Ese mundo ideal, un sueño de una élite ilustrada, sufrió un golpe devastador con la I Guerra Mundial. Tras ese momento, ya no se recuperaría. En este sentido, la globalización actual no sería más que una constatación del tremendo fracaso del ser humano a la hora de resolver la dialéctica entre libertad y seguridad, que se pone de manifiesto en el hecho de que mientras las distancias se acortan, las comunicaciones aproximan a ciudadanos de distintas latitudes y las mercancías y capitales circulan libremente, los ciudadanos jamás se han sentido tan controlados.
Stefan Zweig fue un lúcido testigo de parte de lo mejor y de los peor del siglo XX. Criado en el sueño cosmopolita de su Viena natal, terminaría sufriendo en sus propias carnes los efectos desoladores del nacionalsocialismo, ese corte ontológico en el devenir de la historia humana.
El siguiente pasaje forma parte de su imprescindible “El mundo de ayer”, más conocido por su subtítulo “Memorias de un europeo”. Se trata, sin duda, de uno de los más deleitosos frescos de toda una época (la primera mitad del pasado siglo”) de la mano de uno de nuestros escritores más grandes. Allí donde un alma sensible, un corazón grande, una mente cultivada y una determinada época confluyen, hacen nacer párrafos como estos:
5. Stefan Zweig. Permiso para vivir
“tal vez nada demuestra de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de estos fastidios; las mismas fronteras que hoy, aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich. Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje. Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primer las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido.
Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas “bagatelas” nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas, el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma! Durante aquellos años, todos estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un “permiso”. Cuando nos encontrábamos los mismos que antes solíamos hablar de una poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de “afidávits” y permisos y de si debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa. Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy –como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal- considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros. Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales.
Quizá estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes. Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi “yo” original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío. Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los cincuenta y ocho años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras.”
[Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (trad. de J. Fontcuberta y A. Orzeszek), Acantilado, Barcelona, 2008 (12ª reimp.), pp.514-517]
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