“Ojalá vivas en tiempos interesantes” . Maldición chino-pratchetteana
El día que muchos esperaban ha llegado. De momento, sólo es oficioso. Pero, mientras los estados se dedican a rescatar bancos y a nacionalizar inmobiliarias, ya hay quien se apresta a decretar el fin del capitalismo.
Hace sólo veinte años, la caída del muro de Berlín y la desintegración del sistema soviético habían servido para anunciar el comienzo de una nueva era. El entonces padre del actual presidente de EE.UU, proclamaba que un “nuevo orden” se imponía a escala mundial y que América sería su centinela. El fin de la Historia -como pomposa y confusamente lo llamó Fukuyama- había llegado. Pero el sueño duró poco. Sólo una década después, los atentados del 11-S ponían en entredicho la hegemonía de la primera potencia mundial. El despertar de China, el auge de la Unión Europea, el renacimiento de Rusia, se convertían además en pruebas de que, a diferencia de lo que habíamos creído, el final de la guerra fría no había consagrado la preeminencia de un Imperio -por poderosos que fueran los yankis- sino conformado un escenario verdaderamente multipolar y, por lo tanto, plagado de tensiones.
Pero, mientras las fricciones entre países iban agudizándose y asistíamos atónitos a un encrespamiento de las diferencias por motivos religiosos, sobrevivía, sin embargo, una fe inquebrantable en las virtudes del sistema, independientemente de si se abrazaba el credo democrático. Tras la crisis financiera de los años 97-98, las ex-colonias (ahora “dragones”) del sureste asiático habían resurgido con fuerza al tiempo que China abrazaba el capitalismo sin complejos. Los niveles de pobreza en el mundo se mantenían estables -esto es, altísimos-, pero Occidente asistía embelesado a su propio crecimiento. Había que remontarse hasta los años posteriores a la II Guerra mundial para observar un clima tan favorable.
Se desató la locura.
Comprar, comprar, comprar. Endeudarse, endeudarse, endeudarse. La facilidad para obtener dinero era pasmosa. Nadie pensaba que un día se pudiera agotar. Ni que la caja estaría vacía, pues nunca había guardado nada. Era humo especulativo. Un humo grueso, oscuro, que nos había cegado. Y de repente, los bancos empiezan a pedir socorro. O nos salváis o nos hundimos todos, gritan a voz en cuello, y cosas de la vida, ahí van los Estados, o sea, todos nosotros, a rescatar a quienes no habrían movido un dedo ni para curarnos un arañazo.
Comienzan las lamentaciones.
Los despreocupados ciudadanos de ayer no entienden nada. Se sienten decepcionados. En Nueva York se anima a los agentes bursátiles a que salten por las ventanas como en el crack del 29. Sólo que esta vez no saltan. Los grandes ejecutivos, que sí habían previsto el batacazo, se aseguran indemnizaciones millonarias. Y quién quiere suicidarse con 40 millones de dólares en el bolsillo.
Despertamos del sueño. Toda la vida trabajando para esto. En nuestro afán de “superación” no nos ha importado que tres quintas partes del planeta haya vivido todo este tiempo en la miseria. Su enfermedad es crónica, pero es su problema. Que mientras nos las veíamos felices hayamos convertido el planeta, nuestra casa, en una olla exprés.
Despertamos y lloramos. Nos sentimos insignificantes, ridículos. Nos han estafado y no sabemos por qué, aunque de vez en cuando una sombra cruza nuestra percepción. La sospecha de que también en parte somos responsables. Pero, pasará. Levantar el acta de defunción del capitalismo puede ser catártico, pero irreal. Si no aprendimos de las ocho o nueves grandes crisis anteriores ¿por qué tendríamos que hacerlo ahora?
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