¿Qué pensaría el Che si viera su rostro –según la versión inmortalizada por Korda- estampado en el minúsculo tanga de una top model? ¿Se pondría a cantar a lo Ortega Cano “Estamos tan a gustito”, o asumiría el fracaso de toda una vida de estudios, luchas, sueños e ideales?
Cuando Ernesto Guevara fue asesinado en el poblado boliviano de La Higuera hace cuarenta años, el sueño de la revolución universal socialista era aún una utopía de este mundo. Con una Berlín partida en dos como símbolo de la “guerra fría”, y a rebufo de una descolonización apresurada, la liberación de los oprimidos por medio de las armas no resultaba del todo una praxis descabellada. Más si tenemos en cuenta que él había sido protagonista de una gesta heroica al derrocar la dictadura cubana de Batista junto a un puñado de hombres dirigido por Fidel Castro que, lo que no es menos importante, habían contado con la adhesión de casi todo un pueblo.
Este joven Che que idealmente recrea la película Diarios de motocicleta (filme y banda sonora son admirables), tiene muchos paralelismos con el que años más tarde se jugará la vida en el Congo y la perderá en Bolivia. Sólo así se entiende que cuando todo lo encaminaba a convertirlo en un burócrata al servicio del Partido en Cuba, decidiera, dejando atrás familia y comodidades, reemprender la lucha armada. Y de qué manera. Abandonado a su suerte, con unos recursos muy escasos, con ínfimas posibilidades de victoria, movido únicamente por el deseo de sacar a “nuestra América mayúscula” de la miseria que asolaba a sus habitantes.
Mucho se ha hablado del carácter frío, sanguinario incluso, del que hizo gala el Che en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. Sus detractores recuerdan al guerrillero implacable capaz de ajusticiar sin pestañear a los traidores y cobardes y, en definitiva, a quien no comulgase con sus ideas. Sobre este asunto han prevalecido dos lecturas: la que lo encasilla como un criminal para el que cualquier fin justificaba los medios; o su antagónica, ensalzada por la ‘Revolución’, según la cual Ernesto Guevara encarnó al irreprochable héroe de leyenda, al mártir del socialismo cuyo ejemplo recordarán los siglos.
El caso es que en Guevara, como en los auténticos “revolucionarios”, teoría y praxis se dieron la mano, de tal modo que a la lectura reflexiva del pensamiento marxista (el filósofo alemán al igual que Mao, aunque también Goytisolo, León Felipe u Onetti, le acompañaron en sus “aventuras”) le seguía indefectiblemente la acción encaminada, por medio de la violencia, a tomar el poder, a crear el “hombre nuevo”. ¿Terrorista o soldado de la Libertad? ¿Robespierre o Robin Hood? Según se mire.
Con motivo del 40º aniversario de su muerte Fidel ha manifestado: “Era un predestinado, pero él no lo sabía”. ¿Mesianismo? Claro, quién mejor que el argentino para representar al héroe trágico de la Revolución. Pero, ¿se veía de este modo a sí mismo el Che? En una carta a su madre de julio de 1956, el ya entusiasta admirador de Castro, afirma: “No soy Cristo y filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo […] trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otro lugar”. Sin embargo, tres años después, en otra misiva escrita entre sus viajes por medio mundo como representante del gobierno revolucionario de La Habana su tono es distinto: “No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos […] Sin embargo, estoy contento; me siento algo en la vida, no sólo una fuerza interior poderosa, que siempre la sentí, sino una capacidad para transmitirla a los demás. Un absoluto sentimiento fatalista de mi misión me quita todo miedo”. Guevara acababa de asumir su condición histórica, aunque sin sospechar siquiera el grado de repercusión que su figura llegará a alcanzar. Y en parte, gracias a su amigo Castro.
A menudo se ha especulado que fueron diferencias entre Castro y el Che las que motivaron el abandono de este último de la isla. La ruptura no parece probable, al menos de forma abierta. El Che nunca renegó de Fidel (en voz alta). Pero, si bien es cierto que la adhesión del argentino al proyecto del líder cubano se mantuvo (en público) inalterable a lo largo de los años, es posible seguir el rastro de una desilusión a través de un puñado de testimonios que han llegado hasta nosotros. Así, en unas declaraciones a Naser: “Después de la revolución, no son ya los revolucionarios quienes hacen el trabajo sino los tecnócratas, los burócratas. Y ellos son contrarrevolucionarios”. ¿Temía el impenitente fumador de puros convertirse en contrarrevolucionario? ¿Entreveía entonces el Che lo que con en unos pocos años llegaría a hacer Fidel de la isla, esto es, una nación asfixiada económicamente y con las libertades absolutamente restringidas? De lo que no tenemos duda hoy es de que la salida, primero, y la muerte, más tarde del Che resultaron providenciales para Castro. No sólo ganó para la “causa” un icono poderosísimo –al que atribuirle incluso unos restos mortales cuanto menos dudosos si es necesario con tal de erigirle un panteón-, sino que se evitó muchos problemas, los derivados de su humanismo marxista (que no es patrimonio del Partido), de su compromiso personal con los oprimidos de todo el mundo. No en vano, y en contraste con el universalismo de sus propios planteamientos, Guevara ya había definido en su día al Comandante de “nacionalista revolucionario”. Y Fidel ya tenía “su” Cuba.
Observando las fotografías que nos lo muestran -hinchado por la cortisona con la que trataba de combatir tu pertinaz asma-, trabajando en las plantaciones de caña, o leyendo aquellos apuntes de juventud en los que se autodefinía como un “vago rematado”, asistiendo al relato de sus fatigosas expediciones guerrilleras que le segarían la vida, comprendemos en toda su profundidad a la persona tras el personaje. “No sólo no soy moderado –llegó a decir- sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llamada sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda”.
Suena anacrónico. Como todas las utopías que por fin encontraron su tiempo en el pasado. Como el Don Quijote que a través de sus numerosas lecturas, reverenció. Como le escribió a sus padres antes de lanzarse a su aventura guerrillera en el Congo: “Otra vez, siento bajo mis talones el costillar de Rocinante
Cuando Ernesto Guevara fue asesinado en el poblado boliviano de La Higuera hace cuarenta años, el sueño de la revolución universal socialista era aún una utopía de este mundo. Con una Berlín partida en dos como símbolo de la “guerra fría”, y a rebufo de una descolonización apresurada, la liberación de los oprimidos por medio de las armas no resultaba del todo una praxis descabellada. Más si tenemos en cuenta que él había sido protagonista de una gesta heroica al derrocar la dictadura cubana de Batista junto a un puñado de hombres dirigido por Fidel Castro que, lo que no es menos importante, habían contado con la adhesión de casi todo un pueblo.
Este joven Che que idealmente recrea la película Diarios de motocicleta (filme y banda sonora son admirables), tiene muchos paralelismos con el que años más tarde se jugará la vida en el Congo y la perderá en Bolivia. Sólo así se entiende que cuando todo lo encaminaba a convertirlo en un burócrata al servicio del Partido en Cuba, decidiera, dejando atrás familia y comodidades, reemprender la lucha armada. Y de qué manera. Abandonado a su suerte, con unos recursos muy escasos, con ínfimas posibilidades de victoria, movido únicamente por el deseo de sacar a “nuestra América mayúscula” de la miseria que asolaba a sus habitantes.
Mucho se ha hablado del carácter frío, sanguinario incluso, del que hizo gala el Che en numerosas ocasiones a lo largo de su vida. Sus detractores recuerdan al guerrillero implacable capaz de ajusticiar sin pestañear a los traidores y cobardes y, en definitiva, a quien no comulgase con sus ideas. Sobre este asunto han prevalecido dos lecturas: la que lo encasilla como un criminal para el que cualquier fin justificaba los medios; o su antagónica, ensalzada por la ‘Revolución’, según la cual Ernesto Guevara encarnó al irreprochable héroe de leyenda, al mártir del socialismo cuyo ejemplo recordarán los siglos.
El caso es que en Guevara, como en los auténticos “revolucionarios”, teoría y praxis se dieron la mano, de tal modo que a la lectura reflexiva del pensamiento marxista (el filósofo alemán al igual que Mao, aunque también Goytisolo, León Felipe u Onetti, le acompañaron en sus “aventuras”) le seguía indefectiblemente la acción encaminada, por medio de la violencia, a tomar el poder, a crear el “hombre nuevo”. ¿Terrorista o soldado de la Libertad? ¿Robespierre o Robin Hood? Según se mire.
Con motivo del 40º aniversario de su muerte Fidel ha manifestado: “Era un predestinado, pero él no lo sabía”. ¿Mesianismo? Claro, quién mejor que el argentino para representar al héroe trágico de la Revolución. Pero, ¿se veía de este modo a sí mismo el Che? En una carta a su madre de julio de 1956, el ya entusiasta admirador de Castro, afirma: “No soy Cristo y filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo […] trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otro lugar”. Sin embargo, tres años después, en otra misiva escrita entre sus viajes por medio mundo como representante del gobierno revolucionario de La Habana su tono es distinto: “No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos […] Sin embargo, estoy contento; me siento algo en la vida, no sólo una fuerza interior poderosa, que siempre la sentí, sino una capacidad para transmitirla a los demás. Un absoluto sentimiento fatalista de mi misión me quita todo miedo”. Guevara acababa de asumir su condición histórica, aunque sin sospechar siquiera el grado de repercusión que su figura llegará a alcanzar. Y en parte, gracias a su amigo Castro.
A menudo se ha especulado que fueron diferencias entre Castro y el Che las que motivaron el abandono de este último de la isla. La ruptura no parece probable, al menos de forma abierta. El Che nunca renegó de Fidel (en voz alta). Pero, si bien es cierto que la adhesión del argentino al proyecto del líder cubano se mantuvo (en público) inalterable a lo largo de los años, es posible seguir el rastro de una desilusión a través de un puñado de testimonios que han llegado hasta nosotros. Así, en unas declaraciones a Naser: “Después de la revolución, no son ya los revolucionarios quienes hacen el trabajo sino los tecnócratas, los burócratas. Y ellos son contrarrevolucionarios”. ¿Temía el impenitente fumador de puros convertirse en contrarrevolucionario? ¿Entreveía entonces el Che lo que con en unos pocos años llegaría a hacer Fidel de la isla, esto es, una nación asfixiada económicamente y con las libertades absolutamente restringidas? De lo que no tenemos duda hoy es de que la salida, primero, y la muerte, más tarde del Che resultaron providenciales para Castro. No sólo ganó para la “causa” un icono poderosísimo –al que atribuirle incluso unos restos mortales cuanto menos dudosos si es necesario con tal de erigirle un panteón-, sino que se evitó muchos problemas, los derivados de su humanismo marxista (que no es patrimonio del Partido), de su compromiso personal con los oprimidos de todo el mundo. No en vano, y en contraste con el universalismo de sus propios planteamientos, Guevara ya había definido en su día al Comandante de “nacionalista revolucionario”. Y Fidel ya tenía “su” Cuba.
Observando las fotografías que nos lo muestran -hinchado por la cortisona con la que trataba de combatir tu pertinaz asma-, trabajando en las plantaciones de caña, o leyendo aquellos apuntes de juventud en los que se autodefinía como un “vago rematado”, asistiendo al relato de sus fatigosas expediciones guerrilleras que le segarían la vida, comprendemos en toda su profundidad a la persona tras el personaje. “No sólo no soy moderado –llegó a decir- sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llamada sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda”.
Suena anacrónico. Como todas las utopías que por fin encontraron su tiempo en el pasado. Como el Don Quijote que a través de sus numerosas lecturas, reverenció. Como le escribió a sus padres antes de lanzarse a su aventura guerrillera en el Congo: “Otra vez, siento bajo mis talones el costillar de Rocinante
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