No podemos ni debemos olvidar el Holocausto del pueblo judío. ¿Cuántas veces habremos escuchado esta máxima? ¿No nos sentimos conmovidos al leer el Diario de Ana Frank, o al ver La lista de Schindler o El Pianista? ¿No nos perturba ferozmente la poesía de Paul Celan, y, por encima de todo, no sentimos que al recordar estamos de algún modo rindiendo tributo a todas las víctimas de aquella perversa carnicería? Los pueblos que no conocen su propia historia están condenados a repetirla. ¿No es una expresión de circulación corriente entre personas de todo signo? La negativa de los turcos a no reconocer el genocidio del pueblo armenio, ¿no nos llena a todos de indignación? Es más, ¿no es uno de los motivos que esgrimen algunos ‘liberales’ para cerrar la entrada de Turquía en la UE?
Lejos de lo que en ocasiones pudiera pensarse, la nuestra es una epoca de conservación. La inflación en el número de museos, canales temáticos y retrospectivas de todo tipo (de la moda a la filosofía), nos convierten en seres que, como el ángel de la Historia de Klee, tienen un pie anclado en el pasado. El “hombre nuevo” ensalzado por la Revolución y por el que el Che Guevara mató y fue matado, quedó atrás y, querámoslo o no, estamos condenados a asumir que llevamos a nuestra espalda el pesado fardo que heredamos de quienes nos precedieron.
Aún así, de vez en cuando, hay quienes reivindican su derecho a mirar al futuro. Lo hacen para no dividir, para no abrir viejas heridas, para garantizar nuestra convivencia. Pero llama la atención que suelan ser los mismos que en otros momentos no tienen inconveniente en tirar de archivo para reivindicar tal o cual tradición sangrienta o para legitimar históricamente su propio concepto de nación.
Porque, ¿qué puede justificar el revuelo desencadenado por la Ley de la Memoria Histórica? ¿Se puede estar permanentemente incitando a mirar al pasado de nuestra Transición -como en un eterno presente absoluto- pero resulta inmoral ir más atrás? Superado el riesgo de confrontación civil, ¿qué puede motivar esta cerrazón no ya a abrir, sino a cerrar un capítulo decisivo de nuestra historia reciente? ¿O es que puede la Iglesia reconocer a ‘sus’ mártires de la Guerra Civil y el Estado no compensar moralmente a quienes, en ocasiones, lo perdieron todo por sus creencias, o simplemente porque pasaban por allí?
Otros pueblos hace mucho que superaron este tipo de complejos. La Alemania posterior a la II Guerra Mundial, tras enfrentarse al pacto de silencio fruto de una hiriente sensación de culpa colectiva, tuvo que afrontar el brutal episodio que convirtió a la nación más culta de Europa en una eficacísima máquina de muerte.
No nos engañemos. No estamos ante un Estado vengador movido por el revanchismo. Hablamos de justicia, o si el termino suena demasiado grueso, de reconfortar a los olvidados. De pasar página escribiendo, no arrancando las hojas que no nos gustan.
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