El día que leí en el periódico que Carlos Llamas volvía a ponerse a las riendas de Hora 25, sentí una gran alegría. La publicidad escogida para la ocasión decía: “Ya estamos todos”. Me emocionó. Recuerdo la expectación que generó su regreso, en mayo pasado, y la desilusión que a sus oyentes nos embargó la primera noche. Su voz -ese torrente modelado a voluntad- resonaba cascada a causa de los estragos producidos por la enfermedad que padecía. Recuerdo que pensé: “¿por qué vuelve en estas condiciones?”, “¿es que no se escucha a sí mismo?”. En aquellos instantes, al tiempo que agradecía el esfuerzo por retornar a una normalidad ya imposible, no pude evitar, pese a forcejear contra ese pensamiento, sentir una profunda pena. Al poco tiempo, la misma voz que se había asomado para plantar batalla, como si quisiera a través del aire exhalado tirar del resto del cuerpo, volvía a desaparecer. No habría vuelta atrás.
Siempre se van muchos, pero perturbadoramente pareciera que ya están siendo demasiados. El periodista Carlos Llamas ha sido el último en sumarse a esa pléyade de ilustres del pensamiento, las letras, el arte o el periodismo que nos han sido arrebatados en los últimos meses. Y si bien es cierto que las desapariciones de Bergman, Umbral, Pavarotti o André Gorz -esta última de un dramatismo conmovedor, al suicidarse junto a la mujer de toda su vida-, me han resultado penosas, la del veterano periodista de la SER ha sido la única capaz de vidriarme la mirada.
En esta corta existencia que recorremos son muchas las personas que “rozamos” y muy escasas las que se quedan adheridas a nuestra vivencia. A veces es un poeta quien nos abre las puertas de las percepción, otras un maestro el que, al principio de modo invisible, nos marca el camino; para los más afortunados casi siempre hay una mujer que como la Beatriz de Dante nos guía en este mundanal purgatorio y, cosas de la vida, un simple periodista también puede convertirse en singular compañero de fatigas.
Por eso, el descubrimiento durante mi primera juventud del programa de Llamas adquirió una especial relevancia. Con el periodista zamorano, a través de sus intencionadas aperturas, de sus crónicas diarias y de las tertulias que cada noche moderaba, fui abrazando la edad adulta.
De ahí que no pueda decir si Carlos Llamas fue o no un gran periodista. No destapó ninguna gran trama secreta, no fundó un grupo multimedia, no fue la imagen televisiva de ninguna gran compañía, ni siquiera obtuvo una letra en la Academia de la Lengua. Pero contribuyó, incluso cuando me irritaba profundamente con lo que sus detractores tachaban de “arengas progresistas”, al desarrollo de mi visión del mundo.
Buen viaje.
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