Don Delillo
El hombre del salto
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral, Barcelona, 2007
“Un ‘miembro fantasma’, según lo definen los neurólogos, consiste en “un recuerdo o imagen persistente de una parte del cuerpo, normalmente una extremidad, durante meses o años después de su pérdida.” El ‘fantasma’ garantiza de este modo la continuidad mental con la fracción seccionada resultando no sólo útil sino esencial para la rehabilitación del paciente, en especial en aquellos casos en los que éste necesita una prótesis. Tal es así que su existencia llega a ser tan “real” que el propio afectado puede sentir picor o dolor en aquellas zonas que ya no están ahí físicamente. En El hombre del salto, la última novela del escritor estadounidense Don DeLillo (Nueva York, 1936) también existen miembros fantasmas, dos concretamente. Son las dos torres del World Trade Center que el pasado 11 de septiembre de 2001 eran arrasadas –amputadas- al impactar sobre ellas dos aviones pilotados por sendos grupos de terroristas suicidas. Pero a diferencia de los fantasmas de la neurología estos se parecen más a los que sugieren aquellas imágenes de desaparecidos que según algunas culturas se les aparecen a los vivos para atormentarles por sus supuestos pecados pasados. Es decir, en vez de ayudarte a caminar te obligan a marchar sin rumbo. Se comportan así como esa “metralla orgánica” –compuesta de pedacitos de las víctimas que se incrustan en la piel, como le describe el sanitario que lo atiende de sus heridas al protagonista de la obra - que termina aflorando en forma de bultitos, en este caso de traumas sobre la piel y la psique de las víctimas.
El hombre del salto
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral, Barcelona, 2007
“Un ‘miembro fantasma’, según lo definen los neurólogos, consiste en “un recuerdo o imagen persistente de una parte del cuerpo, normalmente una extremidad, durante meses o años después de su pérdida.” El ‘fantasma’ garantiza de este modo la continuidad mental con la fracción seccionada resultando no sólo útil sino esencial para la rehabilitación del paciente, en especial en aquellos casos en los que éste necesita una prótesis. Tal es así que su existencia llega a ser tan “real” que el propio afectado puede sentir picor o dolor en aquellas zonas que ya no están ahí físicamente. En El hombre del salto, la última novela del escritor estadounidense Don DeLillo (Nueva York, 1936) también existen miembros fantasmas, dos concretamente. Son las dos torres del World Trade Center que el pasado 11 de septiembre de 2001 eran arrasadas –amputadas- al impactar sobre ellas dos aviones pilotados por sendos grupos de terroristas suicidas. Pero a diferencia de los fantasmas de la neurología estos se parecen más a los que sugieren aquellas imágenes de desaparecidos que según algunas culturas se les aparecen a los vivos para atormentarles por sus supuestos pecados pasados. Es decir, en vez de ayudarte a caminar te obligan a marchar sin rumbo. Se comportan así como esa “metralla orgánica” –compuesta de pedacitos de las víctimas que se incrustan en la piel, como le describe el sanitario que lo atiende de sus heridas al protagonista de la obra - que termina aflorando en forma de bultitos, en este caso de traumas sobre la piel y la psique de las víctimas.
Y es que varios personajes comparten protagonismo en la trama de esta última novela en torno al 11-S, pero todos ellos, giran merced al prodigio envolvente del estilo de DeLillo, como autómatas en medio de los escombros y la destrucción material y espiritual de una ciudad desquiciada, en torno a la ausencia alargada de las torres. El escritor se convierte en testigo de excepción a la hora de describir la psicosis colectiva (“por favor, informen de cualquier comportamiento sospechoso o paquete abandonado” (p. 150) de una ciudad que se resiste a aceptar que sus viejas seguridades han caducado.
“Ya no era una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con la chaqueta. Iban con pañuelos apretados contra la boca. Llevaban los zapatos en la mano, una mujer con un zapato en cada mano pasó corriendo junto a él. Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándose en torno, y había gente que buscaba cobijo debajo de los coches” (p.9).
El inicio de la obra, que narra la visión del protagonista, el ejecutivo Keith Neudecker, nos sitúa físicamente en esta atmósfera de desastre que permanece suspendida sobre los personajes del libro durante toda la novela. Aquí se inscribe la figura del “hombre del salto” que da nombre a la obra. Esta imagen alude por un lado a una fotografía tomada por Richard Drew minutos después del primer ataque en la mañana del 11 de septiembre de 2001, en la que se muestra a uno de aquellos hombres que se precipitaron al vacío desde las torres huyendo del humo y del fuego y que se hizo célebre en la prensa de la época (hasta el punto que sirvió de tema central para un documental); y en el caso concreto de la novela, a la presencia de un personaje, un artista callejero, que aparece en momentos clave, realizando una performance sobre las Torres. “Había un hombre colgando por encima de la calle, cabeza abajo. Llevaba un traje de ejecutivo, tenía una rodilla levantada y los brazos pegados al cuerpo. Apenas se veía el arnés de seguridad, que le asomaba por la pernera recta del pantalón y estaba anclado el riel decorativo del viaducto. Le habían hablado de él, un artista callejero al que llamaban el Hombre del Salto. Había hecho varias apariciones la semana pasada, sin previo aviso, en varias partes de la ciudad, colgado de una u otra estructura, siempre cabeza abajo, con traje, corbata y zapatos de vestir (p. 42)”
El “hombre del salto” se convierte de este modo en una poderosa imagen que simboliza la condición paradójica de la sociedad estadounidense. Parte de espectáculo, parte de neurosis, parte de absurdo. Pero el papel de esta figura y su presencia latente a lo largo de la obra, pese a su capacidad casi hipnótica, representa sólo de uno de los numerosos círculos concéntricos que teje el grueso conglomerado de motivos y relaciones que unen a los personajes para plasmar, partiendo de imágenes concretas, la realidad que describe la novela. La del “hombre del salto” es una de ellas. La de un hombre portando un maletín emergiendo del hall de una de las torres, como en la escena anteriormente descrita, es otra de las más potentes. Así lo ha apuntado el mismo DeLillo en alguna de las entrevistas de promoción del título. Lo que nos transporta a la técnica empleada en el libro: “Sólo quería resolver los personajes y, con el tiempo, crear un equilibrio, un ritmo, la repetición. Escribir muchos tramos sueltos para luego encajarlos dándoles un sentido, fundiendo pasado y presente.” Así se va articulando la narración en torno a una serie de ondas “expansivas” que van adquiriendo consistencia o por el contrario extinguiéndose entre las nubes de ceniza de la ciudad.
La relación de Keith con Lianne, situada en el marco de un regreso al hogar después del atentado que tiene todas las trazas de lo imposible; la de Lianne con su madre Nina, y la que ésta mantiene a su vez con Martin, un marchante de arte de origen europeo; el affair del protagonista con Florence, víctima también de “los aviones” y con la que mantiene una apática relación fruto de su común pertenencia a la clase de las víctimas, de los que estaban allí, dentro; la relación de este mismo personaje con el póker, sostenida a lo largo de la novela y que terminará arrastrándolo al absurdo irreflexivo de su consagración al juego; la descripción en tres momentos bien diferenciados –en lo que supone un contrapunto, tal vez innecesario aunque brillantemente resuelto en la tercera parte, con el resto de la narración- de los preparativos del atentado por parte de Hammad, uno de los terroristas suicidas; o la constante del mal de Alzheimer –símbolo del olvido en tiempos de memorias heridas- irrumpiendo una y otra vez en los talleres que Lianne coordina, en la muerte del padre que se suicidó para evitar que ella tuviera que ver el momento en que no la reconocía; son así hiladas de este tapete que el autor va construyendo y que lejos de poner tierra de por medio respecto del punto de partida nos vuelve a acercar a él dibujando un círculo perfecto hacia las últimas páginas de la obra.
La frase del personaje central en uno de sus primeros reencuentros con Lianne marca el tono general de la obra: “Estamos preparados para hundirnos en nuestras pequeñas vidas” (p. 91). Porque no es que la existencia de los personajes anterior a los atentados fuera idílica. Muchas de las angustias y ansiedades que luego se detallan ya estaban allí. Pero, las explosiones tienen también un efecto deflagrador sobre las vidas de los protagonistas y en un segundo plano sobre la sociedad en su conjunto.
El miedo se propaga, lo que a un nivel más sutil se plasma en la desconfianza generalizada hacia el vecino, el otro. Es el temor del árabe que asiste al taller de pacientes de Alzheimer que Lianne dirige hacia quienes lo miran de un modo diferente; es la propia Lianne -obsesionada con las imágenes de los atentados- agrediendo a su vecina de escalera por poner música árabe.
En este sentido, estamos también ante una novela política que despliega a través de sus personajes una visión coral en torno a las causas y consecuencias de los atentados. Confluyen así entre las páginas del libro, por un lado, la repulsión de la sociedad occidental ante el fundamentalismo religioso de los asesinos, que se manifiesta a través de las opiniones de la mayor parte de las víctimas en contraste con la actitud del activista de la célula islamista, cuya transformación en frío vehículo aniquilador de su pueblo, el de los hijos de Alá representa el crudo envés de la moneda. Además DeLillo se vale de la figura de Martin, el amante de su suegra, para exponer cierta visión mediadora que sin llegar a justificar abiertamente los atentados da voz a esa parte de la sociedad, especialmente europea e izquierdista que piensa que vivimos en un mundo “enfermo”, fruto de la codicia de los poderosos, “Martin se envolvía en la discusión como en una capa, agarrándose una mano con la otra, y hablaba de tierras perdidas, de Estados fallidos, de intervencionismo extranjero, de dinero, de imperio, de petróleo, del corazón narcisista de Occidente” (p. 132). O en otro pasaje del libro: “Para eso edificasteis las torres, sin embargo, ¿no? ¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder que algún día se convirtiesen en fantasmas de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente. ¿Qué otra razón podría haber para llegar tan alto y luego doblar, hacerlo por duplicado? Como es una fantasía, ¿por qué no hacerla dos veces? Es como decir: ‘Aquí está, a ver si la derribas”. (p. 136) Martin, cuyo verdadero nombre, que da título al segundo capítulo es Ernst Hechinger, se convierte de esta forma en un personaje estereotipado, condición reforzada por su supuesta pertenencia durante su juventud a Baader-Meinhof, el grupo que a principios de los setenta sembró el terror en la República Federal de Alemania.
En este sentido, El hombre del salto constituye un punto y seguido dentro de la obra del autor. Incluso para algunos cierra el círculo iniciado a finales de los años 70’ con la publicación de Jugadores, el retrato de una joven pareja en la que el marido se ve involucrado en un grupo terrorista que planea volar la Bolsa de Nueva York, donde trabaja. Algunos elementos de esta novela han llevado a algunos críticos a tildarla de “profética”. No sólo porque el tema central de la obra fuera el terrorismo, asunto que por cierto no inquietaba lo más mínimo al americano de a pie en el momento en que fue escrita. Sino por la atmósfera general que destila y de manera más concreta por algunos pasajes, como aquel en que durante una fiesta en un ático mientras la mujer del protagonista avista las Torres, un vecino comenta por casualidad: “Ese avión parece que vaya a estrellarse contra ellas”.
A pesar de que buena parte de la crítica tanto en su país como en el extranjero ha considerado El hombre del salto como una de las novelas mayores de Delillo –quien especialmente desde la publicación de Underworld en 1997 ha merecido ser definido por críticos como Harold Bloom, Martin Amis, o Michael Ondaatje como uno de los grandes novelistas contemporáneos, situándolo en su país a la altura de autores como Fitzgerald, Dreiser o Pynchon- no han faltado las lecturas menos complacientes. La influyente crítica literaria de The New York Times Michiko Kakutani se mostraba especialmente dura en al artículo, (“Un hombre una mujer y un Día de Terror”) con el que recibía la aparición de la obra en EE.UU en mayo pasado. El centro de sus afilados dardos se situaba en torno a la actitud del protagonista, Keith Neudecker, a lo largo de la novela, lo que le mereció su más contundente reprobación. Para Katukani, DeLillo en vez de plasmarnos en toda su diversidad los estragos de los atentados se limita a mostrarnos a “un hombre absorto en sí mismo, que salió a través del fuego y la ceniza de aquel día y decidió pasar su previsible futuro jugando estúpidamente a las cartas en el desierto de Nevada”.
Y si bien es cierto que la actitud del personaje puede resultar desconcertante, en cuanto que mantiene un distanciamiento que roza en ocasiones con lo inverosímil ante lo que se nos figura que debería ser la reacción de una persona de carne y hueso tras vivir una experiencia similar, el caso es que el rol que juega –y que en ocasiones nos recuerda al protagonista de El extranjero de Camus- funciona eficazmente dentro de la trama, ayudando a crear una especie de anticlímax dramático de gran efecto. Es el hombre anodino superado por los acontecimientos que en vez de adoptar decisiones racionales –como un Kiriloff- ante una realidad que le sobrepasa, opta por sucumbir a la más irreflexiva inacción. En Keith Neudecker no tienen cabida la desesperación, ni la búsqueda de respuestas, como en el caso de Lianne, por parte de ninguna supuesta entidad divina. “Al final –afirmaba en otro lugar DeLillo refiriéndose a su estilo- siempre encontramos a un hombre en una habitación pequeña, un hombre que se ha encerrado, y esto es algo que sucede en mi obra —el hombre que se esconde de actos violentos o que planea actos violentos, o el individuo reducido al silencio por las fuerzas que lo rodean". Aunque esta habitación cerrada no tenga por qué aludir a ningún lugar físico concreto, sino a una especia de tierra baldía que impele al individuo a tomar decisiones sin importarle las consecuencias que se deriven de sus propios actos.
Desde que hace más de seis años se produjeran los terribles hechos que la novela recrea muchos han sido los intentos que la literatura o el cine –por no hablar del ensayo o el género documental- han consagrado para recrear el impacto del 11-S. Novelas como Windows on the World de Frédéric Beigbeder; La buena vida de Jay McInerney; Sábado, de Ian McEwan, Terrorista, de John Updike, Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer, o Los hijos del emperador de Claire Messud; al igual que cintas como World Trade Center de Oliver Stone o el filme United 93 de Paul Greengrass; dan buena cuenta de las múltiples perspectivas desde las que se ha enfocado el acontecimiento de mayores consecuencias para nuestra historia en lo que llevamos de siglo. Pero, con DeLillo y su última novela posiblemente estemos ante una de sus más logradas plasmaciones artísticas. El hombre del salto es una buena historia inteligentemente contada, brillante por momentos, y que dotada de una poderosa fuerza expresiva en el uso del lenguaje mantiene una tensión dramática que es capaz de arrastrar al lector de principio a fin. Se trata además, lo que no es menos importante, de una novela imprevisible en su desarrollo. Que hasta ahora no habíamos leído.
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