Cuando llegan estas fechas, muchas personas se acercan a su librería más cercana a comprar un libro. La imagen sería insólita en cualquier otro momento del año, pero estos tochos de papel escritos con portadas de cartón duro son uno de los regalos clásicos de Reyes.
Las cifras nos dicen que en España se publican muchos, muchísimos libros, más de 50.000 anuales, pero que un alto porcentaje de la población no lee ninguno. Hasta ahora era mayor la relación de libros comprados a la de leídos, dándose el caso que magníficas bibliotecas personales podían pertenecer a personas a las que el placer de la lectura les es del todo ajeno, pero estamos a un cuarto de hora de llegar a un punto en el que la cantidad de ejemplares editados se equipare con la de obras leídas. Un delirante dispendio.
La extraña situación que vive el sector encuentra su distorsionado reflejo en el gremio de los libreros, quienes de pasar a representar una especie de modernos sacerdotes del saber -al fin y al cabo encuentran su antecedente en las viejas abadías medievales- se han convertido en muchos casos en simples vendedores sin cualificación alguna.
Hace unos días, se nos presentaba esta realidad en toda su crudeza cuando conocíamos que algunos empleados de la mítica librería madrileña Fuentetaja se ponían en huelga indefinida para reivindicar, entre otras cosas, mejoras salariales. Los “huelguistas” denuncian que desde hace 8 años todos los trabajadores han sufrido una congelación salarial que se mantiene hasta la fecha. Además, critican a la dirección el que, pese a esgrimir como excusa que la librería no da beneficios, desde la reapertura en su nuevo emplazamiento, los anaqueles siguen vacíos en numerosas secciones y departamentos, se pospone la creación de una página web, “funcional y estructurada desde un punto de vista comercial”, no se vigila el fondo de librería y no existe “un concepto rector de librería definido”.
Pero, estos libreros, cuyos sueldos -pese a llevar en algunos casos más de diez años trabajando para la casa- oscilan entre los 700 y los 900 euros, lamentan además la pérdida de cierto “espíritu”, quizá el que alumbró el negocio cuando la librería abrió sus puertas en plena dictadura franquista y, -especializada en publicaciones de Humanidades y Ciencias Sociales-, se convirtió en un auténtico referente para quienes buscaban títulos prohibidos por la censura.
Ilusos.
Esos tiempos ya no volverán. Ahora lo que se llevan son los ‘rankings’ de los más vendidos -verdadera biblia del lector actual-, y los libreros (ejem) con gorra y nombre en la camisa, a los que hay que aclararles -son casos reales- que Camus (Albert) no se escribe Camí, y que Sartre (por Jean-Paul) no es lo mismo que Sastre (por Alfonso).
Siempre, claro, hay excepciones. Pero esas ‘rara avis’ parecen condenadas a la extinción. En una sociedad de técnicos, los trabajadores de la palabra se quedan sin respiraderos. Al fin y al cabo, pagarle por encima del salario mínimo a alguien para venderte un libro -que a lo mejor ni te gusta luego-, es tontería. Eso ya lo hacen las máquinas y sin tener que darles las gracias. Como en el metro.
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