viernes, 18 de enero de 2008

El problema religioso

Leyendo el discurso que pronunció Manuel Azaña dentro de la discusión en torno al artículo 26 de la Constitución republicana, que formulaba la separación de Iglesia y Estado -y que regala El Mundo dentro de una magnífica colección de escritos políticos-, a la luz de la tensa relación que mantiene el actual Gobierno con la jerarquía católica, me he puesto a pensar en lo que separa a aquella sociedad de la actual en esta materia.

Sin duda, muchas cosas han variado en los más de setenta años transcurridos desde que el 13 de octubre del 31 el líder de Acción Republicana pronunciara uno de los discursos más influyentes de la política española. Aquel que ha quedado para la historia con el título de una de sus frases más polémicas: “España ha dejado de ser católica”. Entre ese país dividido, marchito y subdesarrollado, y el que hoy conocemos media un mundo. Tampoco España ni la Iglesia eran los mismos. Ni, por supuesto, el régimen. Poco o nada tiene que ver aquella incipiente, ingenua y amenazada República con nuestra monarquía parlamentaria consolidada. Tampoco los políticos eran los mismos. Existía en ellos un candor -que no excluía también bajezas de toda laya- exclusivo de aquellos llamados a construir un orden nuevo. Pero también una brillantez inalcanzable para nuestros actuales mandatarios.

Pero, pese a tan notables diferencias, ya Azaña señalaba tres ‘problemas’ sustanciales a los que el nuevo Estado debía hacer frente: el problema de las autonomías locales, el problema social y el problema religioso. De ellos, el primero sigue de plena actualidad. El segundo, por cuanto apuntaba a la reforma de la propiedad, quedó integrado dentro del sistema económico, y, el tercero, el religioso, sigue dando de qué hablar.

En el fondo, el audaz y brillante (e improvisado) discurso de Azaña resultaba irreprochable en sus términos. Para empezar, no había un problema religioso propiamente dicho, ya que éste “no puede exceder de los límites de la conciencia personal. Es ahí “donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino”. Se trataba estrictamente de un “problema político, de constitución del Estado”, que había que solucionar de una vez. Por eso, el hábil orador en ningún caso discutió que en España hubiera millones de creyentes. Pero hacía un matiz muy importante: “lo que da el ser religioso de un país (..) no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura”. Y ésta ya no era la que había alumbrado el genio creador de nuestra patria en siglos pasados.

Sin embargo, pese a mostrarse mucho más templado que los socialistas, Azaña -que sólo un día después de este discurso alcanzaría la jefatura del Gobierno- se había equivocado a la hora de medir los tiempos e intentó coger del árbol la fruta del laicismo cuando la sociedad distaba mucho de estar madura. Intentar desterrar la enseñanza religiosa de las aulas fue considerado como una afrenta por los sectores más conservadores de la sociedad española, y este elemento lastraría decisivamente el ambicioso proyecto republicano.

Es más, este hecho sigue influyendo en los actuales gobernantes quienes, a pesar de que el catolicismo no ha hecho más que perder adeptos en nuestro país, siguen manteniendo una relación con la Iglesia que se mueve entre la ambigüedad, el temor y la tibieza. Quizá recuerden también aquella otra frase de Azaña, pronunciada ya mientras el curso de la guerra anunciaba la inminente caída de la República: “El enemigo de un español es siempre otro español”.

Actualización: 21/01/2008

Me ha resultado llamativa al hilo de lo que hablamos más arriba una viñeta de Elgar publicada en Sur. Refleja..., iba a decir que de manera muy gráfica (y cómo no), refleja, en fin, nítidamente las posturas enfrentadas que sobre el tema se siguen suscitando hoy en día.

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