Desde hace algunos años estamos asistiendo a un curioso debate en torno a la irrupción del llamado "libro electrónico". De forma general, se han creado dos frentes compuestos, por un lado, por aquello "apocalípticos" para quienes tal aparición vendría a darle la puntilla a cierta forma de cultura escrita, predominante desde la aparición de la imprenta -con todo lo que ello traería aparejado de deterioro y decadencia- y, por el otro, por el grupo de los "integrados", quienes, lectores habituales o no, ven en este fenómeno el triunfo definitivo del nuevo paradigma informático sobre la cultura anacrónica que representa el libro impreso. Vencer al contrario en su propio terreno.
Desde luego, el desarrollo del libro electrónico parece imparable, y a mi juicio, tiene aparejadas más ventajas que inconvenientes, como trataremos de observar. Para ello es necesario distanciarse en la medida de lo posible de nuestro objeto de análisis, lo que supone dejar a un lado prejuicios de cualquier tipo, y situar el fenómeno en su proceso histórico. Esto, por ejemplo, es lo que Félix Sagredo Fernández y Mª. Blanca Espinosa Temido intentaron hacer casi la friolera ya de diez años (¡la prehistoria en la era informática!) en un artículo en el que abordaban detenidamente esta cuestión: "Del libro, al libro electrónico-digital".
Entre otros argumentos a favor del "libro electrónico", y con la intención de superar determinadas barreras que podríamos llamar sincrónicas, estos profesores trazan una analogía con el "éxito" que obtuvo el libro después de Gutenberg, "al recoger una serie de modalidades ergonómicas que lo identificaron con el hombre y lo hicieron una extensión de sus mismos sentidos. Qué son, cubiertas y hojas, -dicen- sino una especie de fruto del gran árbol del conocimiento que, con sus ramas, manos en cierta sentido, nos presenta ese mismo fruto que el intelecto contempla, consume y disfruta, mientras lo sostiene con cariño quasi reverente. Hasta a veces le trasmitimos esa misma indirecta veneración, al traspasar a sus páginas con los dedos, como un ósculo el húmedo tacto de nuestra lengua." Si la humana es fundamentalmente una cultura del cerebro y de la mano es normal que tras 500 años de íntima relación a muchos nos parezca tan ajena la vida de un ser humano sin libros, como para un pez resulta inviable la vida fuera del agua.
Sin embargo, los autores del artículo están en lo cierto cuando afirman que "la cultura y la civilización están en continuo devenir". Y hoy en día ya estamos haciendo esa transición con otro "objeto", más frío, si se quiere, pero que ejerce sobre nosotros una enorme fascinación: la pantalla. "Esa pantalla que convive con nosotros, que nos sirve universalmente para trasmitir ideas, cultura, creación y conocimiento; y sin la cual nuestra vida, en estos precisos momentos, quedaría frustrada y truncada en muchos de sus aspectos; porque nos es tan vital o más que la misma lectura."
¿Exagerado? Me temo que no. En un artículo aparecido en el último Cultural de El Mundo se hablaba de la actual coyuntura en estos términos: "Hoy más que nunca arde la vetusta Biblioteca de Alejandría y resulta urgente comprender los mecanismos, las rutas, de las nuevas y virtuales salas en las que nos adentramos." Una vez nos ponemos a leer las opiniones de los autores y editores consultados, nos percatamos de que buena parte de los actores del mercado tradicional del libro aún no se ha dado cuenta de la revolución que tenemos a la vuelta de la esquina. Quizá porque no creen en ella, o quizá porque -como ese editor que ni siquiera sabe mandar un e-mail, pues le dicta las cartas a su secretaria- no se enteran. Pero, al margen de esto, cada vez menos dudan de que el libro electrónico ha dejado de llamar tímidamente a nuestra puerta para colarse en la sala de estar. Y lo ha hecho para quedarse.
Un ejemplo muy claro de la moderna fe en el Progreso que ofrece el libro electrónico nos lo ofrece un autor que viene profundizando desde hace años en este terreno. Se trata de Cory Doctorow, responsable de boing-boing, quien en una disertación a este respecto ("Libros electrónicos: ni libros, ni electrónicos", traducción de Javier Candeira) hace una encendida defensa de este dispositivo.
Doctorow, parte de dos "certezas": 1) Más y más gente está leyendo más palabras en más pantallas cada día; y 2) Menos y menos gente está leyendo menos palabras en menos páginas cada día. No estamos, pues, en el ámbito de lo hipotético sino radiografiando la realidad actual.
En este sentido, Doctorow, en sintonía con los anteriormente citados, está convencido de que el libro, esencialmente, es una "práctica" y no un "objeto", lo que es un concepto bastante "radical". Reconoce, que "los libros electrónicos no ganan a los libros de papel en cuanto a tipografía sofisticada, no están a su altura en cuanto a la calidad del papel o al olor de la cola". Pero, a su vez, destaca sus limitaciones: "intenta mandarle un libro de papel a un amigo que vive en Brasil, gratis, en menos de un segundo. O cargar mil libros de papel en un dedal de memoria flash que llevas enganchado al llavero. O buscar en un libro de papel cada aparición del nombre de un personaje para encontrar un párrafo querido. Demonios, intenta copiar un párrafo lúcido y conciso de un libro de papel para ponerlo en tu firma de correo."
Doctorow no es un "integrado" al uso. Proviene de una cultura libresca. Reconoce poseer 10.000 ejemplares repartidos en dos bibliotecas. "Ahora bien -afirma-, tanto como me gustan los libros, me encantan los ordenadores." Y así se detiene a comparar la revolución actual con otras producidas en épocas precedentes. "Los ordenadores son fundamentalmente diferentes de los libros modernos, del mismo modo en que los libros impresos son diferentes de las biblias monásticas (…). En aquel tiempo, un "libro" era algo producido durante muchos meses de trabajo por un copista, normalmente un monje, sobre un sustrato duradero y sexy como la piel de feto ovino." La fotocopiadora de Gutenberg alteraría todo aquello. Copias en minutos, nuevas texturas, mayor accesibilidad, democratización progresiva del libro, al fin y al cabo.
"Olvidémonos de todo ese asunto de que el modelo de copia de Internet es más disruptor que las tecnologías anteriores. Por el amor de Dios, los artistas de vodevil que pusieron un pleito a Marconi por inventar la radio tuvieron que pasar de un régimen en el que tenían el cien por ciento de control sobre quién podía entrar en un teatro y escucharles actuar a un régimen en el que tenían el cero por ciento de control de quién podía comprar o fabricar una radio y sintonizar una grabación en la que ellos actuaban. Por las mismas, comparen una Biblia manuscrita y una Biblia de Lutero; junto a ese cambio de fase, Napster es una nadería."
De momento, algo que ha impedido en la práctica una mayor profundización es la ausencia de un prototipo ideal de libro electrónico que pueda suplir esas cualidades "materiales" del libro que conocemos. Existen numerosos ejemplos de estos dispositivos de e-book, el iLiad (fabricado por una filial de Philips), el Reader de Sony, el HanLin eBook, el STAReBOOK STK-101, el Bookeen Cybook y ahora el nuevo Kindle, producto de Amazon. Este último, en concreto, había levantado una euforia que fundadamente algunos se han encargado de apagar (xataka, alt1040.com ...).
Pero, que a nadie le quepa duda de que esos modelos electrónicos capaces de rivalizar con los actuales, orgánicos, llegarán. Y no tarde.
Mientras eso sucede, los "apocalípticos" siguen moviéndose en sus propias contradicciones. No prescindirían de sus equipos de alta fidelidad, de sus potentes ordenadores, de sus navegadores, ni por supuesto de los escáneres de los hospitales. Pero ven en el libro impreso la última frontera. Ya no se trata de mantener los ricos códices. Estos no serían más que los generales de la guerra que se está librando al frente de ejércitos compuestos en su mayoría por la soldada que representan los libros de bolsillo. Se trata, aseguran, de salvar la Cultura. Su idea de Cultura, claro.
Si nos ponemos puristas, los códices eran "mejores" que los libros impresos, los gramófonos y la radio netamente "deficientes" ante un buen recital, ver películas en DVD "menos" excitante que hacerlo en una gran sala de proyección, pasar las láminas de un tomo de Arte "incomparable" con pasear por el Prado. Pero, como señala Doctorow esto "no quiere decir que los viejos medios mueran. Los artistas siguen haciendo manuscritos iluminados, los grandes pianistas siguen subiendo al escenario del Carnegie Hall, y los estantes siguen repletos de reveladoras biografías de músicos, más detalladas que ningún folleto del interior de un disco. "
Sin embargo, lo que no está tan claro todavía es que la experiencia lectora sea "peor" en un libro de papel o en el digital. Será quizá peor en unos sentidos que en otros. A mí personalmente la posibilidad de poder disponer en un mismo aparato de, por ejemplo, la obra completa de un autor, descargarme en segundos los volúmenes que me apetezca, pasar los textos que me interesen a mi ordenador personal, aumentar o reducir a placer la fuente del texto (o cambiársela), o de las imágenes, no me parece un escenario dramático. O desde luego, menos traumático que saber que en dos o tres décadas los volúmenes que ahora compramos se habrán convertido en un mazo de serrín deshilachado. Reconozco que hasta fecha muy reciente, era realmente escéptico ante las bondades de muchos de los nuevos sistemas de comunicación, incluido el libro electrónico. Pero desde que tuve la oportunidad de ver el cortometraje francés '¿Possible ou probable?', mis viejas resistencias se quebraron.
Algo me dice en el fondo que esto no está bien. Un prejuicio de "apocalíptico". ¿O un prejuicio de clase? Al fin y al cabo, mi biblioteca personal contribuye a reforzar mi estatus. E incluso mi patrimonio.
No lo sé. Pero, de lo que no me cabe duda es de que todo esto me resulta apasionante.
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