La subida de determinadas materias primas o al encarecimiento del crudo, de forma general, así como la crisis de los créditos hipotecarios o la depreciación del dólar frente al euro en los 'states', como fenómenos locales de impacto global, parecen, según las mismas fuentes, ser el origen de todos nuestros males.
Para los más legos en cuestiones de macroeconomía, la enumeración de estos factores, así como las medidas que una semana sí y otra también anuncian la Reserva Federal o el Banco Central Europeo en torno al precio del dinero (sic), nos dejan fríos ante la evidencia de que nuestro recién estrenado puesto –según PIB- como octava potencia mundial choca en la práctica con un el galopante aumento de la inflación y del desempleo, y por lo tanto con una brusca ralentización de nuestro crecimiento de dramáticas consecuencias para muchas familias.
Pero, bien por servirnos para acudir al origen de parte de nuestros problemas, bien por poder decir aquello de que “mal de muchos, consuelo de tontos”, resulta de enorme interés darse un paseo, aunque éste sea virtual, por Estados Unidos y observar algunas de las vetas de este escenario globalizado, y de su repercusión concreta sobre los habitantes de un país-continente diverso y contradictorio, acostumbrado para bien y para mal a ser dibujado en la distancia con el trazo grueso de nuestros prejuicios.
En un magnífico reportaje para 'The New York Times' publicado el pasado fin de semana (“America for Sale: 2 Outcomes When Foreigners Buy Factories”), Peter S. Goodman analizaba los efectos opuestos que la inversión extranjera había provocado en dos pequeñas ciudades del Estado de Michigan, situadas la una de otra, a una distancia inferior a los cien kilómetros.
La primera, llamada Holland, vio cómo hace cuatro años una fábrica local se estancaba y empezaba a despedir trabajadores hasta que la alemana Siemens decidió comprarla. En la actualidad la fábrica exporta equipos de tratamiento de aguas residuales a Asia y Oriente Medio y emplea el doble de trabajadores que en el momento de ser incorporada al gigante industrial.
En 2006, aproximadamente 60 millas al noreste, una multinacional sueca que había sido la fábrica de refrigeradores más grande del país, Electrolux, cerraba un complejo que se extendía a lo largo del Flat River en Greenville. Pese a que la gobernadora demócrata del Estado había prometido convencer a la empresa para quedarse montando un paquete de más de 120 millones de dólares en créditos estatales y locales y ofreciendo la construcción de una nueva planta, la empresa decidió desoír las demandas de sus hasta entonces vecinos y envió su producción a México, eliminando 2,700 empleos en una ciudad de 8,000 personas. “Ellos dijeron, -recuerda la mandataria-: “no hay nada que usted puede hacer para compensar el hecho que somos capaces de pagar 1.57 dólares por hora en México.”
En un caso, las consecuencias de la inversión extranjera fomentaron la creación de nuevos empleos, y la llegada de capital fresco para financiar la extensión y los vínculos con los mercados alrededor del globo. Sin embargo, en el caso de Greenville, la presencia de una gran empresa con fábricas en el mundo entero cumplió la amenaza que supone el universal fenómeno de la deslocalización.
Todo en un mismo estado, el de Michigan, en el que más de 200,000 residentes trabajaron para las filiales de empresas extranjeras desde 2005, según datos del Gobierno, una cantidad en cualquier caso insuficiente para recuperar aún a un territorio que ha deshecho 300,000 empleos en fábricas desde el año 2000.
Como recuerda el articulista de The NY Times “varios factores han propulsado la oleada de dinero extranjero que alcanza los Estados Unidos. La debilidad del dólar contra el yen japonés y divisas europeas convierte a las empresas americanas en baratas para muchos extranjeros. Los Estados Unidos siguen siendo el mercado mundial más grande, y la compra de una empresa americana es el camino más rápido para entrar. Y tras la crisis de las hipotecas, las empresas americanas encuentran el crédito escaso, haciendo que muchos estén dispuestos de vender el activo para levantar el dinero efectivo.”
A partir de aquí los datos son tan elocuentes como impensables sólo hace unos años. En 2006, las filiales de empresas extranjeras reinvirtieron 65.4 mil millones de dólares que ellos ganaron en los Estados Unidos, según un estudio del profesor de Economía en Dartmouth, Matthew J. Slaughter para la Organización para la Inversión Internacional, una firma de Washington financiada por empresas extranjeras. Además, éstas pagaron más de 335 mil millones en salarios, con una compensación media anual de 66,042 dólares, casi un tercio más alto que el trabajo medio del sector privado. En total, se estima que más de cinco millones de americanos trabajan para las filiales domésticas de empresas extranjeras.
Esto explica el milagro “Siemens” en Holland, por qué los beneficios se han triplicado en tan sólo cuatro años y cómo la fuerza obrera ha crecido de 105 a 237 trabajadores. “Antes, la gente no veía cuándo iba a cobrar su siguiente salario”, afirma Jeff Whipple, un supervisor de la fábrica que ha trabajado en la planta desde 1995. “La moral definitivamente ha mejorado. La gente –dice Greg Costner, padre de dos hijos, que fue contratado como constructor de máquinas en febrero después de haber sido despedido de sus dos empleos anteriores- ve la ventaja de tener a un padre fuerte detrás de ellos.” Mr. Costner, de 46 años, dice que él ahora gana aproximadamente un tercio menos que en uno de sus trabajos anteriores, donde él pasó una docena de años. Pero, “un sueldo es un sueldo”.
Pero, cuando el benefactor se marcha nos encontramos con la otra cara de la moneda. Es lo que ocurrió en Greenville, donde Electrolux arrasó su planta vieja, dejando “un pedazo calvo de grava”. Allí, como retrata Goodman, “hasta la aspiración modesta parece más allá del alcance de muchos. Durante décadas, la fábrica de frigoríficos dio a miles de personas – la mayoría con sólo un diploma de instituto - una vida de clase media”. Ahora, ciudadanos como Huck Huckleberry, dueño del restaurante del mismo nombre situado en la Avenida Central hace frente a la época de vacas flacas encogiendo su personal de 32 a 12 empleados desde la marcha de la multinacional sueca.
Aún así el carácter pragmático del norteamericano sale relucir a través de las palabras del alcalde de Greenville, George Bosanic, quien a pesar del doloroso recuerdo que ha dejado Electrolux no ve el momento de que llegue más capital extranjero. “Sabemos que esto es una economía global y las empresas van a venir e ir”-argumenta.
Y es que tiene claro que lo fundamental es saber adaptarse a las oportunidades que se vayan presentando en el cada día más volátil sistema económico mundial, un sistema que en Estados Unidos, su principal impulsor y beneficiario durante décadas, también se está cobrando sus víctimas.
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