La tarea no es sencilla. Ninguna forma de vida, vegetal o animal, ha sobrevivido al cataclismo, de modo que sólo las escasas reservas enlatadas que pueden encontrar en casas abandonadas, casi todas previamente saqueadas, pueden servirles de sustento. Bueno, eso y, en el caso de los “malos”, los propios humanos, que tras ser esclavizados terminan sirviendo de nutrientes a las bandas de desharrapados que moran por el lugar.
Éste es, a grandes rasgos, el argumento de La carretera, la última y premiada novela de Cormac McCarthy -autor del libro en el que está basada la oscarizada No es país para viejos-, uno de los títulos más notables y reconocidos de la narrativa contemporánea en los últimos tiempos.
Todo en La carretera, pese a la economía de medios que utiliza su autor, huele a gran literatura. El escenario por el que se mueven los personajes no es en sí original. La perspectiva de un mundo (pos)apocalíptico ha sido llevado con frecuencia tanto a la literatura como al cine, pero lo singular de esta historia radica en la particular y conmovedora relación que McCarthy consigue establecer entre los dos protagonistas del relato a la largo de su penar, mientras transitan por una carretera polvorienta en dirección hacia un mar que parece inalcanzable. “Mar” que simboliza la salvación, del mismo modo que, siguiendo con el juego metafórico que utiliza el autor, el “fuego” representa el bien y la esperanza. “Y no nos va a pasar nada malo. Desde luego que no. Porque nosotros llevamos el fuego. Así es. Porque llevamos el fuego”. Fuego que está en el interior y que les empuja a avanzar, a arrastrarse por un mundo gris y absurdo, del que Dios se ha ausentado definitivamente y en el que llevar una última bala en la recámara del revólver es la única garantía de hallar una salida digna. “Si te encuentran, vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss... Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba”.
Es difícil argumentar por qué una novela como ésta consigue no sólo obtener el favor de la crítica (Pulitzer incluido), sino lo que es más complicado, el del propio público, quien en número de cientos de miles la ha aupado a los puestos de los libros más vendidos en todo el mundo. Tal vez sea la profunda humanidad, la pegajosa soledad, la desesperación contenida que impregna cada página. Pero, sea lo que sea lo que motiva el hechizo, desde luego contradice la tesis general -como también lo ha hecho en nuestro país la reciente reedición de la superlativa Vida y destino, de Grossman- de que los best-sellers son incompatibles con la buena literatura.
De entre toda la tinta que ha corrido alabando la novela, me quedo con las palabras de Julián Gallo: “En alguna parte debe haber un índice de las historias más conmovedoras y tristes que se hayan escrito. Las circunstancias que viven este padre y ese hijo en La carretera, deben encontrarse allí.”
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