viernes, 2 de mayo de 2008

El "Fulano colectivo" o el 2 de mayo galdosiano

“Era aquella la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez”.
En estos terminos rememora Gabriel Araceli, protagonista de 'El 19 de marzo y el 2 de mayo' -“que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del ejército español”, los sucesos que han pasado a la historia consignados como el “motín de Aranjuez”, “primera página del libro de nuestros trastornos contemporáneos”.

El personaje, que ejerce de cronista en la primera serie de diez capítulos de los 'Episodios nacionales' –y por mucho que la perspectiva temporal del narrador sea contemporánea del autor en el momento de la escritura de los 'Episodios' (1873 -1874)-no puede simplemente ser considerado como un alter ego de Galdós, aunque todo hace apuntar a que el sentimiento que recrea puede encontrar su paralelo en la propia vida del escritor canario. En 'Memorias de un desmemoriado', Galdós nos sitúa ante la primera vez que vive en primera persona las revueltas y disturbios que la capital de España padeció innumerables veces a lo largo del siglo XIX y que él mismo reflejó en su colosal obra y de forma concreta en la novela citada, sin riesgo a equivocarnos, la pieza literaria que mayor influencia–de forma equiparable a los dos célebres cuadros de Goya en el terreno pictórico- ha ejercido sobre nuestra mirada acerca de uno de los hechos más importantes de la historia reciente de España.

“Presencié, confundido con la turba estudiantil –dice Galdós su autobiografía -, el escandaloso motín de la noche de San Daniel -10 de abril de 1865-, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana, y en año siguiente, el 22 de junio, memorable por la sublevación de los sargentos en el cuartel de San Gil, desde la casa de huéspedes, calle del Olivo, en que yo moraba con otros amigos, pude apreciar los tremendos lances de aquella luctuosa jornada. Los cañonazos atronaban el aire… Madrid era un infierno”.

Sin duda, tales imágenes tuvieron que impresionarle muy vivamente, y lejos de rehuir el análisis, de adoptar una postura de aristocrático desdén, no dudó en meterse de lleno entre las llamas para destramar la compleja realidad social de nuestro país en el siglo de las revoluciones liberales y los reflujos conservadores.

Benito Pérez Galdós, décimo hijo de un coronel del ejército, heredó muy pronto de su progenitor – quien le contaba historias de la Guerra de la Independencia, en la que había participado- el gusto por las narraciones históricas. De ahí que pese a que no fuera hasta 1.873 cuando empezó a publicar las cinco series de diez capítulos cada una –la última inacabada, sólo llegó al sexto- que formaban su inmenso fresco sobre el siglo XIX español, desde Trafalgar hasta la restauración borbónica, puede decirse que ya desde su niñez fue desarrollando sus inigualables dotes de observación hasta el punto de hacer de este aspecto una herramienta primordial de su trabajo como creador. Ya en 1870, en un ensayo titulado “Observaciones sobre la novela contemporánea en España”, Galdós afirma que los españoles son poco observadores, siendo ésta “la principal virtud para la creación de la novela moderna” y que, por tanto, no se ha llegado a escribir aún “la novela de verdad y de caracteres, espejo fiel de la sociedad en que vivimos”.

El proyecto–sin parangón en todo el orbe europeo- de reflejar los hechos de la historia nacional que marcaron el destino colectivo del país, encuentra pues en Galdós al único hombre capaz de acometer semejante empresa. Alguien dispuesto a viajar por toda España en vagones de ferrocarril de tercera clase, codeándose con las clases más bajas, de hospedarse en posadas de tres al cuarto, alguien que no duda en pasear rutinariamente por Madrid para espiar conversaciones ajenas que le servirán de materia prima para la elaboración de los vivaces diálogos que pueblan sus novelas.

Esta sensibilidad para el lenguaje popular -Baroja decía de él que “sabía hacer hablar” al pueblo- se revela en toda su plenitud a lo largo de los 'Episodios Nacionales'. Ahí, su estilo, que se asemeja por momentos al cervantino, busca la naturalidad, dejando paso a un estilo ya conversacional o narrativo con tendencia, en ocasiones desbordada, hacia lo castizo, atravesado por el humor y la ironía, y preñado de términos corrientes cuando no vulgares. En definitiva, incorporando de forma decidida los registros del habla viva.

Pero dentro esa misma labor de trazar un gran cuadro histórico de la sociedad española, de novelar “todo lo que va de esta centuria, sin términos medios, magnífica o miserable, en nuestra patria”, de recrear “las profundísimas emociones que agitan el alma social” la misma mirada que vuelca sobre los ciudadanos como sujeto histórico se vuelve ambivalente.

Galdós tiene claro en todo momento que no sólo pertenecen a la historia los grandes acontecimientos y las figuras destacadas, los reyes y sus cortes, la nobleza y los altos mandos del ejército, sino que también debe ocupar un pel central la vida privada y anónima de la sociedad de su tiempo, de esos seres que apenas han dejado huellas “en el campo de la historia anónima, es decir de aquella historia que podría y debería escribirse sin personajes, sin figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el Fulano colectivo”.

Y convierte a ese “Fulano colectivo” en protagonista de su relectura de la gloriosa jornada del 2 de mayo. Aunque, eso sí, sin perder de vista que el hecho histórico ha de dejar paso al artístico. En definitiva, tratando a “la sociedad española como materia novelable”, como título su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua (1889).

Pero, de tamaña ambición se deriva probablemente la dificultad de condenar o a absolver al pueblo madrileño durante el "levantamiento". Al fin y al cabo, la finalidad, repetimos, es en primer término artística y el acercamiento a la historia comprensivo antes que aleccionador. Aunque decir que el autor mantiene una actitud de neutralidad valorativa sería tan exagerado como impropio del género que con gran destreza maneja.

La postura más crítica con el “vulgo” se encarna en el personaje del cura D. Celestino, cándido protector de la amada de Gabriel, quien resume su repugnancia ante el levantamiento en palabras como éstas “Hijo mío, me parece que veo la corona de España paseada por los patanes y los majos en la punta de sus innobles garrotes”. A lo largo de la novela, el pueblo tan pronto se muestra heroico, como vil, ávido de justicia como pendenciero y cruel. Aunque, a medida que avanza el relato y las tropas francesas comienzan a controlar la situación, la empatía con el pueblo madrileño, primero traicionado por sus reyes y gobernantes, y ahora conquistado y sojuzgado por el invasor galo, va abriéndose paso. En este punto, el relato alcanza todo su vigor, la escena registra sus colores más intensos. Y, al tiempo que las navajas relucen al sol madrileño y el miedo se apodera de las sorprendidas huestes del emperador, se obra el milagro, el momento de la comunión plena, en el que la “turba” se convierte en “pueblo”:

“La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquél, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión, el patriotismo”.

Cabe hacer –como de hecho está ocurriendo en este año de conmemoración- una lectura en clave patriótica de este “episodio”, así como del resto del corpus galdosiano. Esta circunstancia, el que más de un siglo después la obra siga sujeta a interpretación y controversia, es –más allá de efemérides- la mayor prueba de su vigencia. Pero limitarse a extraer lecciones políticas del texto sería menospreciar el talento literario de su autor. La novela representa antes que cualquier otra cosa el triunfo de la literatura, capaz de trascender el dato histórico y de sumergirnos en un tiempo que por mucho que nos empeñemos no es el nuestro, aunque su crítica feroz a la intolerancia ideológica siga siendo tan pertinente ahora como hace dos siglos.

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