viernes, 16 de mayo de 2008

Pegar a un padre

Siempre se ha dicho, como colmo de lo ignominioso, para tachar alguna actitud de abominable aquello de “está más feo que pegarle a un padre”.

Pero si los tiempos ya estaban cambiando cuando lo advirtió Dylan hace cuarenta años, ahora se han desmadrado, o despadrado, según contra quién dirija su ira el pequeño dictador de turno. Y si meter en una pecera de formol a un tiburón es arte -y se cotiza en millones de euros-, qué tendría de raro darle una guantá a la madre que te parió.

Los datos son inapelables. En el año 2007 la Fiscalía abrió diligencias a 237 menores de entre 14 y 18 años por maltratar a sus progenitores, un 30% más que en el año anterior.

La wii, el chiki-chiki, las redes sociales, pegarle a los padres. Cosa de las modas.

Los motivos que llevan a algunos adolescentes a morder la mano que les da de comer, suelen ser casi siempre los mismos, aunque el más común es el rechazo de algunos de estos muchachos a que se les lleve la contraria. Que no veas lo que jode. Exigir más dinero para salir con los colegas -que está la priva por las nubes- o negarse a cumplir con los horarios establecidos pueden ser así el desencadenante del conflicto. Generalmente, tras pegarle una patada a un tresillo o insultar al progenitor con un “vete a la mierda” o así, la cosa se apacigua. Ni que decir tiene que el chavea se sale finalmente con la suya. Pero, claro, siempre está el típico padre cabezón que no atiende a improperios, vamos que se gana un empujón cuando no una paliza, que no veas qué plasta.

Evidentemente, llegar a estos extremos es algo excepcional, aunque los especialistas advierten de que el pudor de los mayores o el miedo a represalias pueden hacer que el número de malos tratos sea mayor de lo que reflejan las denuncias. De lo que no cabe duda es de que se trata de un fenómeno emergente y en alza contra el que nadie se atreve a dar más soluciones que esgrimir un patético “la clave está en la educación”. Va a ser eso.

El caso es que un padre no puede tocar a un niño. Un maestro no puede tocar a un alumno. Un vecino no puede, no ya tocar al hijo del vecino, sino siquiera preguntarle si le importaría dejar de golpear la fachada de su casa con la pelota porque, claro, como es blanca -la fachada, digo-, pues eso, se arroala y no queda tan bien, ¿vale, majo? Por favor.

Y todo esto está muy bien. Es la Humanidad que camina exultante hacia su total liberación. Pero, la paradoja está en que la violencia no ha retrocedido. En todo caso ha basculado. En los patios de esos mismos colegios donde un alumno choca los cinco con el profe, los chavales siguen matándose, con el añadido de que las vejaciones que en ocasiones padecen los más débiles pueden tener repercusión mundial. Y en esos hogares en los que un padre no se atreve a darle una palmetada en el culo a su retoño -entre otras cosas porque ya es ilegal- se pueden llegar a vivir más tarde situaciones dramáticas.

De acuerdo, nadie dijo que iba a ser fácil. Pero, nunca lo fue. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar el principio de autoridad? ¿Que el bien y el mal no pueden ser igualmente recompensados? ¿Que las cosas requieren un esfuerzo? Sé que suena antiguo. Para algunos, hasta reaccionario. Y es verdad que un padre que tenga esto en cuenta nunca será guay ni perita. Pero está por demostrar que no será un buen padre.

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